De entre los lúgubres acontecimientos de la Revolución francesa, la muerte por guillotina de más de cuarenta mil víctimas junto con la innombrable masacre de trescientos mil vandeanos constituyen, sin duda, un telón de fondo nada prestigioso para quienes decían luchar en nombre de la libertad. igualdad y fraternidad.
Sin embargo, en medio de esa enorme tragedia, se podían vislumbrar ciertas luces que fulguraron obstinadamente, como desmintiendo la victoria del mal. Es lo que sucedió en el escenario revolucionario con Isabel Filipina María Elena de Borbón, Madame Isabel de Francia, hermana del rey Luis XVI.
El «rayo de sol» de la familia real
Esta princesa nació el 3 de mayo de 1764 en el palacio de Versalles, última hija del delfín Luis de Borbón y su esposa María Josefa de Sajonia. Huérfana a los 3 años, recibió una excelente educación impartida por los mejores preceptores de la época. Su formación fue bastante completa, garantizándole un amplio conocimiento científico, en el que destacaba su gusto por la geometría y el álgebra.
Sus primeras batallas fueron para dominar su propio temperamento, exuberante, lleno de vitalidad y marcado por la soberbia. La paciencia y el cariño de su hermana Clotilde al corregirla, evocando la obediencia de Jesús infante, la ayudaron a superar los obstáculos de su carácter violento, hasta el punto de hacer que el conde de Artois, su hermano, se refiriera a ella como el «rayo de sol»1 de la familia.
Varias oportunidades de contraer matrimonio fracasaron, lo que le permitió a Isabel elegir la vía de los célibes. A los 15 años se consagró a Dios, viviendo con gran pureza de costumbres y ardiente piedad. Su caridad activa, su alegría casta, su gentileza perfecta y su amistad fiel hicieron que gozara de gran reputación en toda Francia, sobresaliendo como un «alma angelical y modesta». Recibió influencias en este sentido de una de sus tías, Madame Luisa, carmelita de Saint-Denis y pilar de la moralidad en la decadente corte francesa.
Al evidenciarse el ideal religioso de su hermana y habiendo ésta rechazado el prestigioso cargo de superiora de la abadía imperial de Remiremont, Luis XVI le concedió un pequeño palacio, Montreuil, cerca de Versalles. Pronto la princesa transformó la residencia a su gusto. Renovó los jardines y estableció varios sectores de servicios, que posteriormente utilizó para alimentar obras de caridad dirigidas a los campesinos pobres que trabajaban en la región. Reunió una pequeña y bien seleccionada corte y organizó la vida a la manera de un convento, con horarios fijos para oraciones y actividades.
Sin embargo, no dejó de frecuentar Versalles, cumpliendo con sus deberes de hermana del rey. En medio de la frivolidad moral de la época, mantuvo intacta su castidad. Quizá por eso demostrara más tarde la perspicacia necesaria para percibir el rumbo que tomaban los acontecimientos. Aunque no se interesara por asuntos políticos, estaba muy dedicada a su patria y a su hermano, a quien siempre quiso servir, brindándole su auxilio cuando las circunstancias lo requerían.
Se avecina la tormenta
El 3 de mayo de 1789 Madame Isabel alcanzó la mayoría de edad legal y dos días después asistió a la apertura de los Estados Generales, inicio de la Revolución. Con gran acierto escribiría, el 29 de mayo, sus impresiones: «Todo está peor que nunca. […] La monarquía sólo podrá recuperar su esplendor mediante un golpe de fuerza; mi hermano no lo hará y, seguramente, no me permitirá aconsejárselo».
Los cielos de Francia empezaron a nublarse. La borrasca ya se estaba gestando en aquel comienzo de otoño en el que se produjeron la invasión de Versalles y el traslado forzoso de la familia real a París. Aunque no faltaron oportunidades para que la princesa se retirara con sus tías al castillo de Bellevue, cerca de Meudon, optó por compartir la suerte de su hermano, siguiendo paso a paso el drama de la familia real, hasta el infame encarcelamiento en las Tullerías.
Sagacidad y correspondencia secreta
Incluso en los momentos de mayor persecución y vigilancia, Isabel consiguió establecer una red de comunicación con sus hermanos mayores en el exilio, el conde de Artois y el conde de Provenza, animándolos a que promovieran una intervención extranjera en Francia. En esto se oponía a las instrucciones del rey, quien pusilánimamente pedía la suspensión de cualquier intento de contragolpe.
Una de sus cartas al conde de Artois fue interceptada y entregada a la Convención Nacional para su examen. En ella, la princesa le advertía que no contara con una rigurosa resolución por parte del rey, aconsejado por ministros vendidos a la Convención, y que no había nada que esperar sin ayuda externa. Le recomendaba que actuara por su cuenta, instándole a coligarse con los soberanos de Europa, pues «Luis XVI es tan débil que firmaría su propia condena si se lo exigieran».
De vuelta a las Tullerías después de la frustrada huida de Varennes, la custodia de la familia real se volvió más estricta. Aun así, Isabel rehízo su red secreta de contactos. Otras ocasiones para salir de Francia les fueron ofrecidas, pero todas las rechazaron. Ella por lealtad a su hermano. Éste por inseguridad…
Los acontecimientos políticos se iban sucediendo y, tras la invasión de las Tullerías por los revolucionarios el 10 de agosto de 1792, la cárcel fue trasladada a la torre del Temple. En las terribles circunstancias de esta prisión, Madame Isabel también estableció un eficaz circuito epistolar con el exterior. Ésta y otras actitudes en las que se revelaban su perspicacia política y su férrea voluntad fijaban un fuerte contraste con la irresolución y debilidad de su hermano rey.
Contra la Iglesia constitucional
Digna hija de la nación primogénita de la Iglesia, Isabel se opuso tenazmente a la Constitución civil del clero y a cualquier medida que redujera las prerrogativas reales o de la Iglesia. Por tanto, renunció a la dirección espiritual de los sacerdotes franceses, la mayoría juramentados, y llamó a un sacerdote de origen irlandés, el P. Henry Edgeworth de Firmont, que la acompañó hasta el final.
Al ver a Luis XVI asistiendo a ceremonias y recibiendo sacramentos de manos de esos ministros desleales, se mantuvo inflexible en su posición de fidelidad a la ortodoxia. Su ausencia en tales circunstancias era una reprobación tácita al comportamiento del monarca.
Hay que considerar que, por su condición, los realistas de Francia, en la patria o en el exilio, seguían paso a paso sus actitudes, apoyándose en ellas para conservar su lealtad a la realeza, ya que el rey, desgraciadamente, los decepcionaba en cada movimiento.
En el Temple, los últimos
El encarcelamiento en la torre del Temple conllevó nuevos tormentos para la familia real, que Isabel soportó con resignada paciencia durante los dos años que permaneció allí. Sin embargo, una vez más no se mantuvo inerte. Aprovechando cada minuto para influir en su hermano y su cuñada, los preparó para lo peor, edificándolos mediante la serenidad y la piedad que mostraba en tan abstrusas condiciones.
El rey empezó a admirar la actitud de su hermana, reconociendo la heroica elección que había hecho al quedarse con él, lo cual le llevó a decirle a sus abogados: «Ella se apegó a mi infortunio como otros se apegaron a mi prosperidad…». Bajo esta influencia benéfica, Luis XVI se liberó de las inclinaciones ilustradas recibidas en su juventud, volviendo a la integridad de la fe católica. Y gracias a Isabel pudo confesarse con el P. Edgeworth la víspera de su ejecución.
La noche del 9 de mayo de 1794, once hombres se presentaron repentinamente en la celda para llevarse a Madame Isabel, advirtiéndole de que no regresaría al Temple. Al despedirse de su sobrina, le aconsejó: «Sé valiente. Espera siempre en Dios. ¡Nunca faltes a las recomendaciones de tus padres!».
Isabel fue llevada a la Conciergerie donde, en medio de su aprensión, esperaba reencontrarse con su cuñada… No obstante, desconocía que María Antonieta había sido guillotinada meses antes.
Un juicio inicuo para una princesa inocente
En la Conciergerie es interrogada por el feroz Fouquier-Tinville. Cuando se le pregunta su nombre y condición, responde sin dudarlo: «Isabel de Francia, la tía de vuestro rey», en referencia al delfín Luis XVII.
Toda la indagatoria era llevada a cabo de la manera más maliciosa posible, tratando de hacerla caer en compromisos que justificaran una sentencia labrada de antemano. Con respuestas sagaces y evitando mentir, la princesa esquivaba todas las incriminaciones. Así, cuando le preguntaron si mantenía correspondencia con los enemigos de la República Francesa y con sus hermanos en el exilio, respondió que nunca había conocido más que «amigos de los franceses». Negaba con vehemencia las falsas acusaciones, siempre con espíritu sereno. Finalmente, la llevaron de vuelta a su celda, donde se quedó dormida.
La noche anterior, cuando se presentaron en el Temple los guardias que la conducirían a la nueva prisión, se había vestido apresuradamente, sin darse cuenta de que no estaba eligiendo una de las prendas de luto que usaba desde el asesinato de Luis XVI. Había cogido un vestido blanco al azar, lo cual contribuía a rejuvenecerla. Este detalle sorprenderá a la multitud que presenciará su ejecución; la encontraron extrañamente radiante. Es cierto que el vestido, de un blanco inmaculado, concentraba la luz; sin embargo, ese fenómeno se debía más a la transformación interior que el sufrimiento había obrado en su alma: «la certeza de la liberación, la gracia del martirio la transfiguraban».2
De nuevo en el tribunal, la hacen sentarse en la parte más alta del banquillo de los acusados, como dando cumplimiento a las palabras evangélicas: «No se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa» (Mt 5, 15). Isabel, que se había apartado de los lugares de honor durante toda su vida de corte, ahora se los concedían sus enemigos.
A medida que iban entrando los reos, uno por uno se inclinaba ante Su Alteza. De hecho, constituían una corte muy digna: varios nobles de elevada posición, un sacerdote refractario y algunos aristócratas de nacimiento. Otros, entre ellos un oficial, un farmacéutico, un burgués y algunos sirvientes domésticos, fueron acusados por los revolucionarios de ser hostiles a los cambios o simplemente de mostrar cierta nostalgia por el Antiguo Régimen…
Como no había ningún abogado elegido por la acusada, la cual temía comprometer a quien ella indicara, Fouquier-Tinville le asignó a Chauveau-Lagarde, que se enteró del juicio por pura casualidad. Además, le fue denegada su solicitud de leer los autos procesales y de entrevistar a Madame Isabel. No obstante, la defendió argumentando que no existía ningún elemento jurídico de condena y que, lejos de incriminarla, las respuestas de la augusta acusada deberían honrarla a los ojos de todos, porque no probaban más que la bondad de su corazón y el heroísmo de su amistad. Añadió que, en lugar de una defensa, no le quedaba más que pronunciar una apología, pero al no encontrar nada digno de la princesa, sólo restaba una observación: que la «ciudadana» había sido, en la corte francesa, un modelo de todas las virtudes y, por tanto, no podía ser enemiga de la nación.
En vez de salir del tribunal como un monstruo de corrupción e hipocresía, como querían los jueces, la princesa se retiraba como una «víctima inocente, aureolada con la gloria del martirio».3 El resto de los acusados, a su turno, iban siendo condenados a muerte a lo largo de tres o cuatro horas, un tiempo ridículamente corto para el juicio de veinticuatro personas.
Muchos manifestaban o bien su disconformidad con la injusta sentencia, o bien su desesperación ante la muerte inminente… Para cada uno, Isabel tenía una palabra de consuelo, de fuerza, de cariño, que los llevaba a aceptar la guillotina: «Mirad, mis queridos amigos, debemos regocijarnos. No se nos exige, como a los antiguos mártires, el sacrificio de nuestra fe. Sólo se nos pide que abandonemos nuestra vida miserable. Hagamos con resignación este pequeño sacrificio a Dios». Más adelante, al ver que Madame de Sénozan desfallecía, añadió: «¡Ánimo, señora! ¡Considere que pronto estaremos con nuestras familias en el seno de Dios!».
Tras la guillotina, la última ceremonia de la corte
En el camino hacia la plaza de la guillotina, algunas personas pertenecientes a su red de relaciones la escoltaban. Dos señoritas le hacen una reverencia y le gritan: «¡Bendícenos, señora!». Al llegar al patíbulo, Sansón, el verdugo, por iniciativa propia instala una banqueta al pie del cadalso para que se sentaran las damas, especialmente la princesa. También tuvo el cuidado de ponerlas de espaldas a la guillotina, de modo que no presenciaran la muerte de los otros.
La primera en ser llamada es Madame Crussol d’Amboise. Se levanta y le hace una solemne reverencia a Isabel, pidiéndole permiso para abrazarla, a lo que ésta le responde: «¡Con mucho gusto, señora, y de todo corazón!». Todas las mujeres del grupo la imitan y los hombres se despiden con una profunda venia. La princesa está serena, radiante, repitiendo a los que son llamados: «¡Ánimo! Y fe en la misericordia de Dios». La multitud que observa la escena permanece en silencio.
Cuando llega su turno, Isabel avanza impasible en la tarima roja y viscosa de sangre por donde debe caminar hasta la plancha en la que será guillotinada. Quizá nunca haya caminado sobre un escenario más noble, adornado con las luces de la fidelidad. La hoja oblicua y pesada cae desde una altura de dos metros y medio sobre su cabeza y, finalmente, la sangre de la princesa se mezcla con la de sus fieles seguidores: «La Sangre de Francia y la sangre de Francia».
Al pie de la guillotina se reunía diariamente una turba de mujeres llamadas lécheuses de guillotine, que disfrutaban satánicamente contemplando las ejecuciones: con cada cabeza que rodaba, aullaban y gritaban, aumentando el clima de terror. Pues bien, cuando la cabeza de la princesa cayó, el pánico se apoderó de ellas y huyeron; al mismo tiempo, un penetrante perfume de rosas se extendió por toda la plaza, como declararon varios testigos. Además, el tambor que debía señalar la caída de la lámina no redobló, porque el oficial encargado de dar la orden se había desmayado… No obstante, la noche del 10 de mayo el Comité de Seguridad Pública emitió una orden a toda la prensa prohibiendo contar cualquier detalle de lo sucedido.
Isabel Filipina María Elena de Borbón, Madame Isabel de Francia, hermana del rey Luis XVI, murió como una heroína, con tal nobleza y serenidad que produjo, incluso entre los monstruos que la decapitaron, un vigoroso asombro. Era justo que, quien llevaba en sus venas la sangre de cincuenta generaciones de soberanos, que nació en los esplendores de Versalles y creció en medio del fausto y la elegancia de su corte, terminara sus días con la gloria imprevista de la cruz.
Lo cierto es que el Rey Sol, a pesar de toda su grandeza, nunca pudo imaginar que la última ceremonia de la corte de Versalles terminaría, propiamente, en una escalera hacia el Cielo… ◊
Notas
1 Los datos históricos que constan en este artículo has sido sacados de la obra: BERNET, Anne. Madame Élisabeth. sœur de Louis XVI. Celle qui aurait dû être roi. Paris: Texto, 2018.
2 Ídem, p. 424.
3 Ídem, p. 429.