Las cartas de una virgen sabia y prudente

En su amor apasionado por la Santa Iglesia, no temió en dirigirse a príncipes, gobernantes y clérigos de todo el escalafón, a fin de cumplir la misión que había recibido del Señor.

Desde hace algunas décadas, el milenario hábito de redactar cartas se ha ido evaporando. Desde la más remota Antigüedad, escritos en papiros o pergaminos e incluso en tablas de arcilla o de piedra, estos instrumentos de comunicación siempre reflejaron las costumbres, la educación, la mentalidad de los pueblos. Las vetustas estelas de piedra, lápidas en las que se escribían mensajes en el antiguo Egipto, nos traerían hoy no pequeños problemas… ¿Qué grosor tendría cada hoja? ¿Dónde las almacenaríamos? ¿Cómo las recogeríamos? ¿Y el cartero? ¿Llevaría sólo una de cada vez? ¿Habría algún vehículo especial para transportar su maletín?

Jamás estos dedicados mensajeros imaginarían que algún día su honrada tarea sería sustituida por tan eficaces como penosos cables de fibra óptica o señales satelitales. Cómo la vida humana, en este siglo XXI, está perdiendo sabor, ¿no? ¿Dónde quedaron los lacres con monogramas, los sellos, los papeles satinados y perfumados o esos más serios, con líneas casi invisibles, en los que una bella caligrafía registraba las vicisitudes de la vida, las añoranzas de una persona ausente, los negocios a realizar, las novedades que llenan de alegría —o de tristeza— nuestra existencia? Se han ido. El tifón de la cibernética se los ha llevado. Y con ellos, cuánto de la historia de nuestros días cenicientos va desapareciendo.

Por eso la lectura de ciertos epistolarios nos causa especial atracción, más aún cuando su contenido revela la santidad del remitente, su misión específica en esta tierra y las personas con las que ha debatido para cumplirla y así glorificar a Dios, al mismo tiempo que arrastraba a otros a asumir también la seriedad de su papel en el gran mosaico de la historia de las almas.

Nos causa especial atracción la lectura de ciertos epistolarios, sobre todo cuando el contenido revela la santidad del remitente y su misión en esta tierra

Éste es el caso de las cartas de Santa Catalina de Siena. Esta singular dama, la vigésimo cuarta de los veinticinco hijos de Giacomo di Benincasa y Lapa dei Piagenti, nace en 1347, en la ciudad de Siena, Italia, su epónimo. Su vida mística comienza a los 6 años, con una visión de Nuestro Señor Jesucristo, flanqueado por los apóstoles Pedro, Pablo y Juan. A los 7 años hace secretamente voto de virginidad, lo cual la sustentará más tarde cuando sus padres querrán encaminarla al matrimonio. En esta ocasión, ante las evasivas de Catalina y la insistencia de su familia en presentarle pretendientes, ella se corta sus largos cabellos y se pone el velo de consagrada. Como castigo, su madre la pone al cargo de todas las tareas domésticas, lo que para la santa es una circunstancia más para practicar la vida ascética que se había propuesto. Para este fin, su padre se le figuraba como Nuestro Señor Jesucristo, y su madre, Nuestra Señora.

Finalmente, su progenitor recibe una señal milagrosa y consiente que su hija lleve la vida de penitencia que desea. Más tarde —en torno a los 15 o 16 años— ingresa en la Tercera Orden de Santo Domingo, o Milicia de Jesucristo, como la llamó su fundador. Las mantellate, así conocidas por cubrirse con un manto negro sobre sus vestidos blancos, eran viudas o laicas que vivían en sus propias casas y se dedicaban a obras de caridad.

En este período, la existencia de Catalina se dividía entre austeros sacrificios corporales y espirituales, y grandes gracias místicas, entre ellas el desposorio con Nuestro Señor Jesucristo: «Yo, tu Creador y Salvador, te desposo en la fe. Mantendré inmaculada esta fe, hasta que vengas conmigo al Cielo a celebrar las nupcias eternas».1 Como prenda de la promesa ella recibe también la gracia de, durante un cierto tiempo, mantenerse físicamente tan sólo con la eucaristía. Además, sufre una «muerte mística», de la cual regresa a la vida para llevar a cabo una nueva misión en pro de la salvación de los hombres.

Las cartas

Hacía algunos años que Santa Catalina frecuentaba la Cofradía de los Discípulos de la Virgen María, formada por devotos que se reunían en el Hospital Santa María della Scala, donde ella brindaba asistencia a los enfermos. Esta cofradía estaba abierta a quien quisiera participar y se les daba la palabra a todos.

En poco tiempo, los carismas de Catalina se revelan en esas reuniones, convirtiéndola en una especie de directora espiritual de los cofrades. Su fama de santidad se va imponiendo y se transforma en autoridad junto con algunos de los asiduos, los cuales, movidos por la gracia, se hacen discípulos suyos. Esta elevada amistad, toda ella espiritual, se revestía de intensa caridad hasta el punto de empezar a llamarla mamma, aunque en ese momento tuviera únicamente 24 años.

Después de su «resurrección mística», inflamada de amor divino, Catalina emprende la nueva incumbencia recibida del Señor, a través de una actividad epistolar abundante y productiva. Sus cartas —¡más de trescientas ochenta han llegado hasta nosotros!— giran en torno a tres temas: el regreso del papado a Roma; el incentivo de una cruzada para la recuperación de los Santos Lugares; y, por fin, una necesaria reforma de la Iglesia.

Causa entusiasmo ver el papel profético de esta mujer, cuyas vistas y preocupaciones se vuelcan hacia un panorama mucho más elevado que el común de las damas de aquella época. Amó tan apasionadamente a la Santa Iglesia que no temió dirigirse a príncipes, gobernantes y clérigos de todo el escalafón, como cardenales y Papas. Al final de sus días dirá: «Di mi vida por la Santa Iglesia, y esto lo creo por una gracia excepcional que el Señor me ha concedido».2

A dos Papas, un abad, dos clérigos…

Al iniciar las misivas, la santa presenta siempre sus credenciales y declara el objetivo que tiene en mente, como en esta que dirige al papa Gregorio XI, por entonces en el exilio: «En nombre de Jesucristo crucificado y de la dulce María. Reverendísimo y muy querido padre, a vos escribe en la preciosa sangre de Cristo vuestra indigna, mísera y miserable hija Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, deseosa de veros como árbol fecundo, cargado de dulces y sabrosos frutos, plantado en tierra fértil, es decir, en el suelo del autoconocimiento, pues en caso contrario no daría fruto».3

Sus cartas son, casi siempre, extremadamente severas y revelan una reflexión previa muy ponderada
«Santa Catalina ante el papa Gregorio XI», de Blasco de Grañén – Fundación Barnes, Filadelfia (Estados Unidos)

Los mensajes contenidos en sus cartas son, casi siempre, extremadamente severos y revelan una reflexión previa muy ponderada y completa. Cuando se da el caso, sus argumentos están llenos de compasión, pero nunca ocultan el rostro de la sana doctrina. Usándola como una afilada lanza que pone contra la pared a cualquiera que la lea, le ofrece, al mismo tiempo, su afecto y sus respetos al destinatario, si éste da oídos a sus consejos.

«En el egoísta que se ama a sí mismo está viva la perversa soberbia, principio y fuente de todo mal en cualquier situación en la que se encuentre, sea prelado, sea súbdito. Tal persona actúa como una mujer que da a luz hijos muertos. Exactamente así, porque, no poseyendo la vida que procede de la caridad, solamente procura su propia alabanza y no la gloria de Dios».4 Continúa la misma misiva a Gregorio XI, reprochándole al pastor o al médico que, ante el error de su rebaño, usa simplemente ungüento, porque de esta forma no se compromete, no hace sufrir al enfermo y no tiene molestias. Y le advierte: «A esas personas hasta les gustaría hacer algo, pero en la paz; afirmo que así usan de la mayor crueldad posible. De hecho, si una llaga necesita ser quemada con fuego y cortada a cuchillo, pero en ella solamente se usa ungüento, esa llaga no sólo deja de recuperar la salud, sino que se pudre por completo y a menudo la persona muere».5

Esta censura hecha a un Papa bien podría resumir la vocación de denuncia profética de la santa sienesa: «Mi venerable padre, por la bondad de Dios espero que borréis de vos este mal; que no améis a vuestra persona, ni al prójimo ni a Dios a causa de vos mismo, sino a causa de Dios, que es la suprema y eterna Bondad, y digno de ser amado. […] Padre mío, dulce Cristo en la tierra, imitad al bondadoso Gregorio (Magno), pues os es posible a vos como lo fue para él».6

Santa Catalina se expresa con entera seguridad, como imponiendo su voluntad, de modo a dejar notar las palabras del Espíritu Santo en su pluma: «Es lo que quiero ver en vos. Si por casualidad hasta ahora no habéis sido bastante firme, quiero y pido que se aproveche con fortaleza el tiempo restante, como hombre decidido, en la imitación de Cristo, de quien sois su representante […]. Id adelante. Realizad con empeño esforzado y santo el proyecto que comenzasteis, el de la santa cruzada. […] Levantad el estandarte de la santa cruz, porque en su perfume encontraréis la paz».7

En una carta a Gerardo de Puy, abad de Marmoutier, escrita en vísperas del Gran Cisma de Occidente (1377-1417), leemos: «¡Ay, ay! Por la falta de corrección es por la que los miembros de la Iglesia se pudren. De modo especial, Cristo mira los nefastos vicios de la impureza, de la avaricia y del orgullo, reinantes en la Esposa de Cristo. Hablo de los prelados, que sólo se preocupan por los placeres, posiciones sociales y riqueza. Tales prelados perciben que los demonios arrebatan las almas de sus súbditos, pero de eso no se ocupan. Se vuelven lobos y mercaderes de la gracia. Sería preciso que hubiera una fuerte justicia para corregirlos. La exagerada condescendencia es una crueldad enorme. Habría que corregir con justicia y misericordia».8

No menos fuerte es su lenguaje al dirigirse a Urbano VI: «Si digo cosas que parezcan exageradas y muestren presunción, que el dolor y el amor me perdonen ante Dios y ante vuestra santidad. Para cualquier parte que mire, no encuentro donde descansar la cabeza. […] Pero sobre todo en nuestra ciudad. El templo de Dios, que es lugar de oración, ha sido usado como cueva de ladrones. Es asombroso que la tierra no los haya tragado. Todo esto es por culpa de los pastores, que no han corregido los vicios mediante la palabra y el ejemplo de vida».9

En una expansión de alma, le cuenta al mismo Papa un éxtasis místico por el cual había pasado: «Mi lengua es incapaz de referir tantos misterios, ni decir lo que la inteligencia ha visto y la voluntad ha percibido. […] Entendí lo que tenía que hacer, es decir, ofrecerme en sacrificio por la Santa Iglesia, para alejar la maldad y la negligencia de aquellos que Dios había puesto en mis manos. […] Los demonios golpeaban mi cuerpo, pero el deseo aumentó y grité: “Oh Dios eterno, recibe el sacrificio de mi vida por la jerarquía de la Santa Iglesia. No sé darte sino aquello que me diste. Saca mi corazón y apriétalo sobre el rostro de la Esposa”».10

A dos clérigos que se habían distanciado el uno del otro, Catalina les pide que se reconcilien en estos términos: «Sed vosotros mismos los intermediarios entre vosotros y Dios, entre la sensualidad y la razón, expulsando el odio (por el prójimo) con el odio (por sí mismo) y el amor (por sí mismo) con el amor (por el prójimo). […] Odiad el odio al prójimo. […] Desde ahora el hombre puede saborear la vida eterna, conviviendo con Dios en diálogo de amor. ¿No es gran ceguera, acaso, ser merecedor del infierno, viviendo con los demonios en el odio y en el rencor? […] Parece que personas así no quieren esperar la sentencia del supremo Juez de ir a la compañía de los demonios. Ellas mismas ya han pronunciado la sentencia. Antes de que el alma deje el cuerpo, durante esta vida, corren como el viento hacia la perdición eterna. Van despreocupados, como locos, delirando…».11

La finalización de las cartas

«Hija mía, ten cuidado con los elogios de los hombres. Nunca busques ser elogiada por alguna buena acción que hayas hecho. La puerta de la eternidad no se te abriría. Y porque considero excelente ese camino (el de la vida consagrada), dije antes que deseaba verte fiel esposa de Cristo crucificado. Te pido y te suplico que te esfuerces en serlo. No añado nada más. Permanece en el santo y dulce amor de Dios. Jesús dulce, Jesús amor».12

A su sobrina Nanna le dirige Santa Catalina estas palabras, llenas de afecto, finalizando así un bellísimo comentario sobre la parábola de las diez vírgenes, del Evangelio de San Mateo. Muchos años después de su muerte, la Iglesia eligió para la antífona de entrada de la misa en su memoria esas mismas palabras: «Ésta es una virgen sabia y una del número de las prudentes, que salió a recibir a Cristo con la lámpara encendida»,13 talvez refiriéndose a la inspirada carta que le envió a Nanna.

Los cierres de las cartas de esta gran mística son siempre los mismos: «¡Permaneced en el santo y dulce amor de Dios. Jesús dulce, Jesús amor!».

«Entendí lo que tenía que hacer, es decir, ofrecerme en sacrificio por la Santa Iglesia»
Santa Catalina de Siena – Real Monasterio de Santo Domingo, Caleruega (España)

¿Virgen prudente?

Al leer el excepcional epistolario de Santa Catalina de Siena, nos preguntamos si esta privilegiada alma no habría sido imprudente. Y nos acordamos de la descripción de la virtud de la prudencia dada por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira:

«[La prudencia] contiene cuatro aspectos. El primero es extrínseco a ella, pero es su razón de ser: metas bien definidas. Los otros tres elementos componentes son, ante todo, la observación meticulosa, minuciosa y atentísima de la realidad, en sus menores pliegues, para después estudiar las tácticas a ser adoptadas; el segundo es una gran cautela —lo que no significa miedo, sino pericia y, a veces, maña— y el tercero es la habilidad. Entendí que la prudencia era el camino para todas las victorias, pues es el adorno del coraje, como éste es el ornato de ella. El arrojo canta mientras la prudencia susurra. […]

»Ella pronuncia palabras de amistad y de cautela, que silban como flechas. La mirada de la prudencia recorre los espacios y hace una lista de los peligros y de los enemigos. […] ¿Cómo descubrir los puntos en que la conciencia permite retroceder y aquellos donde la prudencia permite avanzar? “Avance, retroceda, contemporice. Entre en escena cuando deba. Salga de escena cuando sea preciso. Mida bien sus palabras, para que cada una de ellas sea una pasarela segura, sobre la cual el arrojo tiene que pasar, guiado por el ángel de la prudencia!”. ¡Ay, de la prudencia sin arrojo! Es frustración. ¡Ay, del arrojo sin prudencia! Es una catástrofe. El arrojo templado con la prudencia y la prudencia templado con el arrojo forman una combinación perfecta, cuyo laurel final es la victoria».14

¿No es verdad que estos comentarios encajan como un guante en la contemplación de las cartas tan arrojadas como prudentes de Santa Catalina?

Y concluimos esta reflexión preguntándonos: ¿qué les escribiría esta gran santa a los eminentes personajes eclesiásticos y civiles de nuestros días, pero también a cada uno de los que están leyendo este artículo?

¡No es difícil imaginarlo! 

 

Notas


1 BEATO RAIMUNDO DE CAPUA. Santa Caterina da Siena. Legenda maior. 5.ª ed. Siena: Cantagalli, 2005, pp. 116-117.

2 Ídem, p. 319.

3 SANTA CATALINA DE SIENA. Carta 185, n.º 1. Todas las citas literales de las cartas transcritas en este artículo han sido traducidas de la obra: Cartas completas. São Paulo: Paulus, 2016.

4 Ídem, n.º 2.

5 Ídem, ibídem.

6 Ídem, n.º 4.

7 Ídem, n.º 6.

8 SANTA CATALINA DE SIENA. Carta 109, n.º 5.

9 SANTA CATALINA DE SIENA. Carta 305, n.os 5; 7.

10 SANTA CATALINA DE SIENA. Carta 371, n.º 8.

11 SANTA CATALINA DE SIENA. Carta 3, n.os 2; 4.

12 SANTA CATALINA DE SIENA. Carta 23, n.º 5.

13 MEMORIA DE CATALINA DE SIENA. Antífona de entrada. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 3.ª ed. Madrid: Libros Litúrgicos, 2016, p. 684.

14 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Notas Autobiográficas. São Paulo: Retornarei, 2012, t. III, pp. 90-91.

 

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