Los últimos meses de Mons. João en esta tierra – Suave crepúsculo, aurora de una nueva convivencia

Al igual que el sol que, al ponerse, proyecta sus más hermosos rayos, los últimos meses de Mons. João en esta tierra fueron el corolario y la quintaesencia de su vida, así como la aurora de una nueva forma de convivencia de sus hijos espirituales con él.

«Espero que, a pesar de mis miserias, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, la Santísima Virgen, San José, mi ángel de la guarda, el Dr. Plinio, Dña. Lucilia y todos mis intercesores me ayuden y hagan en mí, conmigo y por encima de mí lo que debería hacer para cumplir íntegramente mi misión.

»Y espero —y siempre he deseado— una muerte dulce y llena de consuelo; pues creo que, en la hora de la muerte, podré constatar que la obra ha vencido, atravesará los siglos y los milenios, y llegará hasta el fin del mundo».1

Corría el mes de enero del 2000. Uno de los hijos espirituales de don João Clá, deseoso de participar de los designios y perspectivas que abrigaba el corazón de su fundador, aprovechó el ambiente íntimo creado durante una comida para interrogarlo sobre sus esperanzas respecto de sí mismo, de cara al futuro.

La respuesta fue sencilla, rápida y sin vacilación. Sin embargo, tales palabras adquieren hoy para nosotros el carácter de un pronóstico ya realizado.

Suave y lento crepúsculo

Al observar la trayectoria recorrida por Mons. João a lo largo de sus 85 años, se pueden apreciar cuántas batallas ganadas, cuántos desafíos superados, cuántas arduas misiones llevadas a cabo con pleno éxito. Semejante a un astro que cruza los cielos de un extremo a otro, él ha iluminado la historia, dejando tras de sí el rastro indeleble de una personalidad fascinante, misteriosa y admirable.

Pero ¿cómo fue el suave crepúsculo de esta lumbrera, cuya existencia se constituyó en un reproche para los impíos (cf. Sab 2, 14) y un sustento para la piedad en una época de pecado (cf. Eclo 49, 3)?

Al igual que el sol que, al ponerse, proyecta sus más hermosos rayos, tiñendo el horizonte de tonalidades maravillosas, los últimos meses de Mons. João en esta tierra fueron el corolario y la quintaesencia de toda su vida. Debilitado por el accidente cerebrovascular que sufrió catorce años antes, pero siempre lleno de ánimo, se recogió lenta y solemnemente, apartándose gradualmente de las actividades públicas y de la convivencia asidua con sus hijos. Incluso en esa forma de actuar traslucía su inquebrantable delicadeza de trato, pues los fue acostumbrando a su ausencia, de manera que su partida fuera menos dolorosa.

La noche del 2 de junio de 2024, a la hora en la que solía retirarse, sorprendió a quienes lo asistían con la petición de dirigirse a su capilla privada. Una vez allí, se acomodó en un sillón y permaneció despierto toda la madrugada, hasta el momento en que pidió que se celebrara la primera misa del día.

¿Qué sucedió en aquel mudo pero cuán elocuente coloquio con Jesús sacramentado? ¿Una singular «vigilia de armas»? ¿Presentía que su vida estaba llegando a su fin? ¿O, más bien, que su carrera estaba a punto de empezar?

Quizá sólo lo sabremos el día del Juicio o incluso en la eternidad, pero lo cierto es que en aquella inolvidable velada se mostró sereno y alegre, como alguien que recibe una espléndida noticia.

Alegría y afecto en medio del sufrimiento

Una semana después de este episodio, Mons. João cayó en cama y ya no se levantó. Afectado inicialmente por una neumonía, su estado de salud fue empeorando a lo largo de los meses, con ligeras mejorías y nuevas complicaciones, altibajos inherentes a tan delicada situación.

Mil padecimientos, grandes y pequeños, se abatieron sobre él: extenuación, sed y privación de alimentos por vía oral, trastornos digestivos, inmovilidad, noches de insomnio, dificultad para respirar, frecuentes atragantamientos, constantes cambios de agujas y esparadrapos…

En medio de tantas incomodidades, nunca pronunciaba una queja o reclamación, ni siquiera preguntaba por las causas de su enfermedad o la previsión de recuperación. Más bien, lo aceptaba todo como si se tratara de un tercero; o incluso menos, pues si fueran los sufrimientos de otro, realmente se preocuparía, según la habitual solicitud con la que cuidaba a los demás.

Durante los cinco meses que permaneció en cama, innumerables fueron las muestras de afecto para con sus hijos. Bien una mirada, una sonrisa o un apretón de manos, o bien interesándose por sus ocupaciones o velando por que cumplieran con sus deberes de piedad, invariablemente expresaba satisfacción por la presencia de ellos.

Quienes conocieron a Mons. João saben cuánto latía en su pecho un corazón de padre, vibrante de amor por el bien del prójimo. Y este deseo de santificar almas se traducía, sobre todo, en su empeño —rasgo característico de su espiritualidad— de convencerlas de que eran amadas por Dios. Consciente de que pronto partiría, sin duda trató de aprovechar el tiempo que le quedaba para demostrarlo, con mayor intensidad que en los años transcurridos desde su accidente cerebrovascular.

También sus expresivos ojos adquirieron una nueva profundidad, en dos sentidos: tanto en la transparencia de su vasto horizonte interior como en la penetración con la que se fijaba en cuantos lo rodeaban. Bastaba con que alguien cruzara el umbral de su habitación para que se viera inmediatamente envuelto por la afabilidad de aquella mirada, que parecía querer infundir el bien, lo que nos recuerda un comentario del Dr. Plinio al respecto:

«Tienes los ojos muy grandes y, cuando los tienes abiertos, sueles abrirlos mucho. Sólo hace eso quien ha soportado largas soledades. […] En tu caso, siempre que se producen los mejores movimientos de tu alma, abres los ojos por completo».2

El nombre de la Madre de Dios sería su última palabra… Hermosa síntesis de una vida consumida en el amor por la Virgen de las vírgenes, expresada por un alma que en la tierra sólo «respiró» a María
Imagen besada por Mons. João el 30 de octubre

Jesús sacramentado y María, ¡hasta el final!

No obstante, si Mons. João analizaba todo lo que ocurría a su alrededor, el foco de atención se concentraba en el momento del santo sacrificio, celebrado diariamente en su habitación. Aunque estuviera cansado o con sueño, o incluso afligido por alguna molestia, nunca descuidaba la misa, a veces repitiendo las oraciones con el sacerdote, otras acompañando los cantos. Y su celo aumentaba a medida que se acercaba el momento de la comunión…

La fe eucarística adquirida por el pequeñito Juan al encontrarse, a sus 4 años, con el Santísimo Sacramento expuesto, fortalecida más tarde por las gracias de su primera eucaristía y sellada en 1956 por el propósito de no perder nunca una sola comunión en su vida, alcanzaba entonces su plenitud. Y la Providencia, quizá deseosa de sellar tal alianza, dispuso que recibiera las sagradas especies por última vez precisamente el 31 de octubre, fecha en la que se cumplían setenta y seis años de su primera comunión.

La víspera de ese día, al caer la tarde, Mons. João se volvió en cierto momento hacia su izquierda y, señalando con un gesto de cabeza una de las numerosas imágenes de la Santísima Virgen que adornaban las paredes de su cuarto, exclamó con voz fuerte: «¡María!». Le llevaron la imagen indicada, que contempló durante largos minutos, besándola varias veces.

Unas horas después, reiteró la misma petición y volvió a besar la imagen con devoción. Finalmente, le inclinaron el respaldar de la cama hasta quedar casi sentado y mantuvo los ojos bien abiertos, permaneciendo así toda la noche y el día siguiente, sin siquiera dormitar.

En la mañana del 31, al ser saludado por uno de sus acompañantes, intentó responderle con un «Salve María», pero la voz le falló y apenas pudo articular un tenue «María». El nombre de la Madre de Dios sería, así, su última palabra… Hermosa síntesis de una vida consumida en el amor por la Virgen de las vírgenes, expresada por un alma que en la tierra sólo «respiró» a María.3

Sin embargo, lejos de ser este acto únicamente el desenlace de su carrera, al pronunciar su nombre, Mons. João legaba su testamento a la obra que había fundado y dejaba tras de sí «una puerta abierta que nadie puede cerrar» (Ap 3, 8): sólo en unión con la Madre de Misericordia recorreremos las vías de la virtud y nos prepararemos para el Cielo.

Al final… ¡hasta el límite extremo!

Ese mismo día 31, que sería el último, transcurrió con la normalidad de aquellos meses, con la diferencia de que Mons. João se comunicó poco. Siguió la santa misa con su habitual atención.

Pasada la medianoche, cuando las primeras horas del 1 de noviembre empezaban a transcurrir, Mons. João dio señales de que su cuerpo, que con tanta generosidad había gastado en su entrega a los ideales de la Iglesia, estaba consumiendo sus últimas energías.

Hijos e hijas rodearon su cama, de manera que partiera de sus brazos a los de Nuestra Señora y pasara de las manifestaciones de ternura filial a las efusiones del torrente infinito de amor del Sagrado Corazón de Jesús y de María.

Monseñor João mantenía una fisonomía de inalterable serenidad, denotando al mismo tiempo lo plenamente consciente que estaba y cómo escuchaba todo lo que le decían.

Esta calma, a su vez, se irradiaba a todos los presentes: no hubo en torno a su lecho ninguna muestra de desaliento, ni llantos descontrolados, ni agitaciones frenéticas. Reinaba, más bien, un grave recogimiento, una emoción equilibrada y respetuosa.

Entonces, a uno de sus hijos sacerdotes se le ocurrió la idea de celebrar el santo sacrificio. Inmediatamente se organizó todo y comenzó la misa. Es difícil precisar el momento exacto en que su alma abandonó el cuerpo, tal era la delicadeza con la que se fue apagando, como el pabilo que, al quemarse, derrite la cera por completo.

Pero durante el ofertorio, mientras el celebrante, elevando el pan y el vino, ofrecía al Padre las especies que pronto se transubstanciarían en el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo, su presencia ya no se sentía allí…

Instante grandioso, ante el cual la lengua filial no encuentra términos adecuados y se ve obligada a recurrir, una vez más, a las palabras del Dr. Plinio, pronunciadas décadas antes:

«Uno de los mejores rasgos del alma de nuestro querido João es el siguiente: hay en él algo de desmedido, pero saludablemente desmedido, espléndidamente desmedido. […] Siempre está —y cómo me gusta esa postura— en el límite extremo de sí mismo.

»“La medida del amor a Dios —dice San Bernardo— es amarle sin medida”.4 Realmente necesitamos tener algo ilimitado, algo que esté constantemente indicando un límite extremo que nunca alcanzamos y hacia el cual tendemos siempre, y que sólo habremos alcanzado en el momento en que, exhalado el último aliento, demos nuestro primer ósculo en los pies de Nuestra Señora».5

Sí, el alma de Mons. João —grande, inmensa, casi desmedida y siempre efervescente de amor— ¡había alcanzado finalmente ese «límite extremo»! O mejor dicho, se habían abierto ante él los espacios ilimitados de la eternidad, que tanto había anhelado en esta tierra.

«Saudades»: pináculo de la visión humana, que nos acerca a la visión divina

Según la consideración superficial, positivista y pragmática del mundo moderno, todo parecería acabado. Aquel que había sido un sol para sus hijos y había brillado ante sus ojos con la intensidad del mediodía, desapareció en un horizonte aparentemente sombrío y sin esperanza…

Monseñor João en septiembre de 2021

¿Qué quedaba? ¿Un vacío imposible de llenar? ¿Cómo se mantendrían sus discípulos sin la presencia alegre y animosa de un guía tan querido? Su obra, construida a costa de tantos sacrificios, ¿se desvanecería por falta del impulso inigualable que solo él era capaz de dar?

Para quien conoció a Mons. João le resulta fácil descubrir la respuesta a tales preguntas, porque si bien es cierto que, en palabras de las Escrituras, «el justo difunto condena a los impíos aún vivos» (Sab 4, 16), también es verdad —y aún más— que «el fruto del buen trabajo es glorioso y la raíz de la prudencia es imperecedera» (Sab 3, 15).

Aunque esa luz parecía haber declinado inexorablemente, quedaba, no obstante, un calor de alma lleno de saudades; quedaban la fuerza y ​​la vitalidad que supo comunicar; quedaban otras tantas antorchas, encendidas en el fuego de su espíritu, que seguirían ardiendo, con el propósito de prender un incendio de amor sobre la faz de la tierra.

Así, cuando las tenues luces de la aurora de aquel primer viernes de noviembre comenzaron a rasgar la oscuridad nocturna, la suave voz de la gracia susurraba unánime en los corazones de todos: «Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. […] Porque la justicia es inmortal» (Sab 1, 13.15).

Si habían acompañado a su padre en el sufrimiento, ahora se hacía imperativo para todos sus hijos que quisieran serle fieles que lo siguieran más allá de las vastedades que separan tiempo y eternidad y escalar las alturas del mirador sobrenatural, con la vista puesta en el futuro, como él les había enseñado:

«Para el hombre existe el pasado, el presente y el futuro, pero en Dios no hay pasado ni futuro, todo es presente.

»Un modo en que el hombre participe de esta perspectiva divina, donde pasado y futuro se unen, está en la suma de un recuerdo del pasado, de un disfrute del presente, pero, sobre todo, de la esperanza y la expectativa de una realización perenne de lo que vendrá, en una síntesis perpetua y eterna. […]

»La verdadera saudade, con “S” mayúscula, está mucho más orientada al futuro que al pasado, y le brinda al hombre la posibilidad de participar, ya en esta vida, en los gozos de la eternidad. Entonces, las saudades son una especie de pináculo de la visión humana, que representa más la visión que Dios tiene sobre todas las realidades».6

Un arco entre el tiempo y la eternidad

En la tarde de aquel inolvidable 1 de noviembre de 2024, justo al concluir la primera ceremonia oficial de exequias, un luminoso arco iris apareció en el cielo, enmarcando la basílica de Nuestra Señora del Rosario, donde era velado el cuerpo de Mons. João. ¿Sería ésa una grata sorpresa preparada por él para consolar a los hijos que tanto amó? ¿Una señal de la Providencia que les mostraba la nueva forma de convivencia que deberían adoptar con su padre, un medio de acortar la distancia, estableciendo un arco entre tiempo y eternidad?

La tarde de ese inolvidable 1 de noviembre, una señal del cielo parecía indicar la nueva forma de convivencia que existiría entre Mons. João y sus hijos
Vista del arco iris que se formó en el cielo tras la primera ceremonia oficial de su funeral

Las palabras que Mons. João dirigió, en 2002, con motivo de una despedida responden a estas preguntas y cobran ahora mayor actualidad, a modo de garantía y de afectuosa promesa:

«Todos vamos a morir, pero la muerte será la condición para vivir eternamente juntos […], en la contemplación de Dios cara a cara, y en el amor a Dios sobre todas las cosas, amándolo como Él mismo se ama y, en función del amor a Él y de la comprensión de Él, amándonos aún más.

»Así que, en lugar de estar tristes en el momento de la despedida, debemos tener alegría, […] porque nos acercamos más al día en que no habrá ni mañana, ni tarde, ni noche, sino eternidad y convivencia.

»Que la Santísima Virgen los santifique en mi ausencia, para que, cuando yo vuelva, los encuentre aún más dispuestos a darme reposo, alegría y satisfacción».7 ◊

 

Notas


1 Clá Dias, EP, João Scognamiglio. Reunión. São Paulo, 2/1/2000.

2 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 3/12/1978.

3 Cf. San Luis María Grignion de Montfort. «Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge», n.º 217. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966, p. 634.

4 San Bernardo de Claraval. «Tratado sobre el amor a Dios», c. vi, n.º 16. In: Obras Completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1993, t. i, p. 323.

5 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 7/8/1980.

6 Clá Dias, EP, João Scognamiglio. Reunión. Ubatuba, 27/7/2004.

7 Clá Dias, EP, João Scognamiglio. Reunión. Mairiporã, 11/9/2002.

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados