Llamados a ser corredentores

¿Necesita el Hombre-Dios colaboradores que completen su pasión? ¿Realmente podemos consolarlo en sus dolores, incluso viviendo siglos después de su ascensión al Cielo?

Corría el año 1177. Antes de la batalla de Montgisard, el sublime gesto de un rey reconfortó a Nuestro Señor Jesucristo y logró la victoria para los cristianos.

Cuando divisó el ejército enemigo, Balduino IV no mostró miedo ante la terrible y evidente desproporción de fuerzas: más de cien mahometanos por cada cruzado. Sólo tenía 16 años y ya a esa temprana edad estaba consumido por la lepra. Apeándose de su caballo, se postró rostro en tierra, al pie de la reliquia de la verdadera cruz que precedía a sus combatientes, para implorar la protección del Salvador. Al incorporarse, todos vieron que sus mejillas, tumefactas por la enfermedad, estaban bañados en lágrimas.1

Al saber de este hecho, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira comentó: «Nuestro Señor Jesucristo, clavado en la cruz, conocía todo el futuro. Y, en medio de las innumerables tristezas que ese futuro le causaba, conocía el destino que tendría cada fragmento de aquella cruz que Él estaba volviendo sagrada con su sacrificio. […] El divino “Leproso” […] previó que uno de los fragmentos de esa cruz sería adorado por un hijo leproso en el desierto. […] Vio la adoración “angélica” de ese hombre y se consoló. […] Balduino arrancó algo parecido a una sonrisa de los pobres labios “leprosos” de Nuestro Señor expirante».2

Dejemos en suspenso esta conmovedora escena y contemplemos otra. Ahora, ya no en un escenario bélico, sino en un campo de batalla distinto: un monasterio.

Sor Josefa Menéndez, que vivió a finales del siglo xix y principios del xx, fue un alma favorecida por frecuentes visiones del Señor. En una de esas ocasiones, le mostró a la vidente su divino Corazón con tres nuevas llagas y le explicó que había ido a pedirle, mediante sacrificios y oraciones, que ella le devolviera a tres sacerdotes que lo habían abandonado. La religiosa pasó días inmersa en un gran sufrimiento y lo ofreció todo hasta recuperar a esas almas.3

Si meditamos un poco acerca de estos dos episodios, en nuestro interior seguramente surgirán algunas preguntas, como la de si los sufrimientos que padeció el Hombre-Dios no fueron suficientes para que, a lo largo de la historia, necesitara colaboradores que contemplaran su sacrificio redentor. ¿Realmente podemos consolarlo en su pasión, aunque vivamos siglos después de su ascensión al Cielo?

Dios dispuso que los bautizados completaran, con sus padecimientos, la misión salvadora del Verbo Encarnado
Sor Josefa Menéndez

Llamados a ser corredentores

Recorriendo la vida de los santos, podemos constatar cómo el reino de los Cielos está poblado por hombres y mujeres de todas las razas, naciones, lenguas y edades. En esta tierra fueron nobles o humildes siervos; algunos dotados de indecible sabiduría, otros casi ignorantes. El magnífico jardín del Señor, en la hermosa expresión de San Agustín,4 se compone no sólo de las rosas de los mártires, sino también de los lirios de las vírgenes, la hiedra de los casados, las violetas de las viudas; y en esta diversidad encontramos un denominador común que no le faltó a ninguno de los bienaventurados: el amor al sufrimiento.

Cada cual en su época, según su estado, su vocación, sus carismas y dones, siguió con total fidelidad el mandato del Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga» (Lc 9, 23). Y ahora puede ser reconocido con el insigne título de corredentor.

¿Corredentor? Sí —¡no es una exageración!—, y esto no se aplica solamente a quienes ya forman parte de la Iglesia gloriosa, sino que es una invitación para cada uno de nosotros. El P. Royo Marín,5 en su obra Jesucristo y la vida cristiana, aborda este tema con la claridad y sencillez que le caracterizan, como veremos a continuación.

El sacerdocio de todo bautizado exige sacrificio

El acto esencial de todo sacerdote es el sacrificio. Nuestro Señor Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, lo ejerció inmolándose en el altar de la cruz; sus ministros, sacerdotes por participación en su sacerdocio mediante el sacramento del orden, desempeñan esta función principalmente en la celebración eucarística, que es la renovación incruenta del sacrificio del Calvario. ¿Y cómo sucede esto con los demás fieles que, de alguna manera, también participan del sacerdocio de Cristo por el bautismo?

Del mismo modo que Dios confió a los hombres la misión de completar las bellezas de la creación, sin que por ello se pudiera pensar que fueron mal hechas, dispuso igualmente que los bautizados completaran, con sus sufrimientos, la misión salvadora del Verbo Encarnado, según las palabras de San Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).

La pasión de Nuestro Señor Jesucristo tiene méritos infinitos y es enteramente suficiente para rescatar a todo el género humano. A este respecto, nadie puede añadirle nada. Pero, por indecible bondad, el Salvador «quiere ser ayudado […] en el desarrollo de su misión redentora»6 y, por eso, ofrece a los bautizados una cuota en ese rescate.

«Completo en mi carne»

Ese completar la pasión puede llevarse a cabo de dos maneras:

Primero, por la aplicación de los méritos de la pasión. El Señor confió a la Iglesia el inmenso tesoro de la redención y para distribuirlo, no solo quiere la participación de su divina esposa, sino la contribución de los bautizados: «Que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto».7

Por otra parte, a través de los padecimientos de los propios miembros del Cuerpo Místico. Cuando Jesús se ofreció como víctima en el Calvario, lo hizo como cabeza de su Cuerpo Místico, presentando al Padre todos los demás miembros, y por eso su pasión continúa en ellos a lo largo de los siglos. «Nos contemplaba en cada uno de los momentos de nuestra vida, conocía nuestras actitudes, nuestras resoluciones, nuestras faltas, nuestras plegarias. Nada escapaba a su mirada. […] Jesucristo, nuestra adorable cabeza, era consolado y sostenido por el espectáculo de todos sus miembros. En esta intimidad de pensamientos con todos nosotros padeció su horroroso martirio. […] Para Dios, ante quien todo aparece en un eterno presente, el homenaje de la víctima santa se presentaba ya acrecentado por todas las expiaciones del futuro».8

Ningún sufrimiento tiene, por sí solo, un poder santificador. En el Calvario, además del Redentor, había otros dos condenados, y conocemos cuál fue la actitud del mal ladrón que allí blasfemó (cf. Lc 23, 39). Si miramos a nuestro alrededor, vemos sufrimiento por todas partes, pero eso no significa que el mundo esté lleno de santos. El único dolor capaz de santificar es el soportado pacientemente por amor a Dios y en unión con los infinitos méritos del Señor. Lamentablemente, son innumerables las almas que desconocen el valor y la sublimidad del dolor afrontado de este modo!

«En favor de su Cuerpo que es la Iglesia»

En el cuerpo natural, cada parte tiende al bienestar de todo el conjunto; en la Santa Iglesia, de manera análoga y más sublime, también existe una mutua dependencia entre los miembros. Es lo que se conoce como comunión de los santos: el mérito adquirido por un miembro enriquece a toda la Iglesia y, contrario sensu, toda gracia coartada en alguna parte de ese Cuerpo Místico lo afecta en su totalidad.

A todos, Dios les concede los medios necesarios para alcanzar el Cielo. Pero a menudo condiciona las gracias superabundantes —las cuales confieren a esos medios su eficacia— a la cooperación de los méritos de los demás.9 En este sentido, podemos ser ocasión de gracia para los otros, en cuanto estemos abiertos a las gracias que Dios quiere concedernos a través de los intercesores que Él mismo establece en nuestro camino.

También por ese motivo los actos y, sobre todo, los sufrimientos de cada bautizado, cuando se ofrecen en unión con los méritos infinitos de la pasión de Cristo, pueden tener un valor expiatorio por los propios pecados y un valor corredentor para ayudar a los demás miembros del Cuerpo Místico. Y es así como se puede realmente consolar al Señor en sus padecimientos y ayudarlo en la salvación de las almas.

Los sufrimientos, cuando se ofrecen en unión con los méritos infinitos de la pasión de Cristo, pueden tener un valor expiatorio y corredentor
Abrazo de San Francisco de Asís al Crucificado – Gruta de la Leche (Israel)

Apostolado al que todos estamos llamados

Así pues, tenemos en nuestras manos una verdadera arma de conquista. ¡Sepamos utilizarla! En la santa misa, el sacerdote vierte en el cáliz lleno de vino una gota de agua, como exigen las rúbricas. Entre otros simbolismos, representa el sufrimiento humano unido al del Hombre-Dios. ¡Y a este apostolado todos estamos llamados! Seamos, por tanto, generosos y unamos nuestros sufrimientos, junto con las lágrimas de la Santísima Virgen, a la preciosísima sangre de Jesús, para que la pasión tenga toda su eficacia en las almas.

Para ello, no necesitamos vivir a la caza del sufrimiento. El dolor llama a nuestra puerta en todo momento; basta aceptarlo con paz de alma y aprovechar cada oportunidad para ofrecerle a Dios los pequeños sacrificios de la vida diaria. En este sentido, es precioso un consejo del Dr. Plinio: «Cuando, por ejemplo, tengo que realizar una tarea desagradable, aburrida, y no me apetece hacerla, si es mi deber, la hago ¡y con ímpetu! […] Pero si tengo que realizar una tarea agradable, no la prefiero nunca: dejo pasar primero el impulso y la hago después. […] Alguien dirá: “Pero, Dr. Plinio, eso es una cosa muy pequeña”. Yo le respondo: “Hacer muchas cosas pequeñas como ésa es inmensísimo. ¡Y debemos hacerlas!”».10

Pidámosle a Nuestra Señora, Virgo Fidelis, que nos haga fieles a las cruces que la Providencia nos envía, cumpliendo con generosidad nuestra misión de corredentores. Así, corresponderemos al amor sin límites del que hemos sido objeto en la pasión y contribuiremos a la plena realización de todos sus efectos. ◊

 

Notas


1 Cf. Bordonove, Georges. Les Croisades et le Royaume de Jérusalem. Paris: Pygmalion Gérard Watelet, 2002, p. 281.

2 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 21/10/1972.

3 Cf. Menéndez, rscj, Josefa. Un llamamiento al amor. México: Patria, 1949, pp. 126-140.

4 Cf. San Agustín. Sermo CCCIV, c. 2: PL 38, 1396.

5 Cf. Royo Marín, op, Antonio. Jesucristo y la vida cristiana. Madrid: BAC, 1961, pp. 573-581.

6 Pío XII. Mystici Corporis Christi, n.º 19.

7 Idem, ibidem.

8 Grimaud. «Él y nosotros: un solo Cristo», apud Royo Marín, op. cit., p. 574.

9 Cf. Plus, Raúl. «Cristo en nuestros prójimos», apud Royo Marín, op. cit., p. 577.

10 Corrêa de Oliveira, Plinio. «Termômetro do verdadeiro fervor». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XXVI. N.º 306 (set, 2023); pp. 31-32. Véase la transcripción de ese artículo en la sección «Un profeta para nuestros días», de este número de la revista.

 

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