Llamados a juzgar con Cristo

«No juzguéis, para que no seáis juzgados» (Mt 7, 1). Nadie niega esta máxima enseñada por el divino Maestro. Sin embargo, el mismo Señor prometió a quienes le siguieran que se sentarían en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (cf. Mt 19, 28). ¿Hay contradicción en esto? Evidentemente que no. Entonces, ¿en qué consiste ese «seguir a Cristo» que otorga a los hombres el poder de juzgar junto al propio Dios?

El Doctor Angélico analiza la cuestión,1 aclarando en primer lugar las distintas acepciones del término juzgar. Según explica, se puede juzgar por comparación, por interpretación o por semejanza. Consideremos cada una de estas modalidades.

Por comparación, algunos hombres juzgan a otros al demostrar, por su conducta, que son dignos de juicio. Es lo que se desprende de la invectiva del divino Maestro a sus contemporáneos cuando les puso el ejemplo de los habitantes de la ciudad de Nínive, los cuales se habían arrepentido de sus faltas al oír las palabras de un profeta, mientras que Israel, que presenciaba los milagros del Mesías, se obstinaba en sus errores: «Los hombres de Nínive se alzarán en el juicio contra esta generación y harán que la condenen; porque ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás» (Lc 11, 32). Pero este tipo de juicio es común a los buenos y a los malos y, por consiguiente, no se aplica a la promesa hecha por el Señor.

Juzga por interpretación el que consiente la sentencia del juez y que, por tanto, al aprobar la decisión de éste, participa de ella. Tal juicio será propio de todos los elegidos, pues los malos nunca asentirán los actos de Jesucristo.

Y por semejanza juzgarán aquellos que, elevados por encima de los demás hombres y sentados junto al del supremo Juez, se asemejarán a Él al recibir la honrosa potestad judicial de asesorarlo, al igual que en los tribunales humanos los asesores del juez comparten su autoridad. Éstos, según lo interpreta Santo Tomás, serán varones santos que, el día del Juicio final, saldrán al encuentro de Cristo por los aires (cf. 1 Tes 4, 17). Hermoso y misterioso anuncio que, sin embargo, no cumple del todo las exigencias de la promesa contenida en el Evangelio… En efecto, en ésta el Señor añade, al honor de sentarse a su lado, la facultad efectiva de juzgar: «Os sentaréis […] para juzgar» (Mt 19, 28).

A continuación, el Aquinate presenta un cuarto modo de juzgar, «el que convendrá a los varones perfectos, en cuanto en ellos se contienen los decretos de la divina justicia, según los que los hombres serán juzgados».2 Podrían llamarse libros vivos o, por así decirlo, varones-ley, pues transcribieron en las páginas de sus corazones lo que contemplaron de la palabra de vida.

Desde esta perspectiva, los varones perfectos son aquellos que han asimilado en todo la voluntad y las enseñanzas divinas, siguiendo a Cristo hasta el punto de hacerlo vivir en ellos, como dice el Apóstol: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). Serán conjueces, a quienes Dios les descubrirá los secretos de su corazón, permitiéndoles revelar, en el momento oportuno, la sentencia pronunciada por el Altísimo y grabada en sus almas. ◊

 

Notas


1 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. Suppl., q. 89, a. 1.

2 Idem, ibidem.

 

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