«Mi actitud de alma con mi madre era, sin duda, de una consonancia enorme y completa», afirmó el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira acerca de su trato con Dña. Lucilia.
El fenómeno físico de la consonancia consiste en la vibración simultánea de sonidos afines. Cuando se ponen juntas, por ejemplo, una serie de copas de cristal o de campanas y se hace que una de ellas suene en un solo tono de forma constante, enseguida las otras copas o campanas armónicas con ese tono comienzan a vibrar, mientras que las demás, no armónicas, permanecen estáticas. Esta consonancia sonora es símbolo de algo que ocurre en un ámbito muy superior, es decir, en las relaciones humanas. Cuando una persona es consonante con otra, al oírla hablar, al verla cómo tomar una decisión o al presenciar una actitud digna de admiración, de inmediato esto repercute en su alma, o sea, se establece un acuerdo.
Sin embargo, el término consonancia no abarca todo lo que existía entre los dos, porque el mundo de los sonidos es restringido… Mucho más que el tañido de una campana, que hiciese resonar otra campana llamada Plinio, existía una profunda relación entre ambos, de modo que los deseos de Dña. Lucilia eran los de su hijo, la inocencia de ella era la de él, la piedad de ella era la de él, la comprensión y el amor de ella a la Iglesia eran los de él.
Encuentro entre reflejos de Dios
Un comentario del Dr. Plinio parece aclarar el origen sobrenatural de esta unión: «Las almas encuentran misteriosas consonancias con otras almas del mismo género, aunque en modo alguno haya una razón especial de amistad. Un reflejo de Dios que se encuentra con otro reflejo de Dios y realiza un anhelo de Dios. […] Entonces, ¿qué es la consonancia? Es este discernimiento y esta forma de bienquerer que se correlaciona con ella».
El propio Dr. Plinio decía que había notado en su madre algo que sentía que le faltaba a él. Así, a partir de un profundo discernimiento con respecto de ella, en quien vio la acción de la gracia y un verdadero arquetipo de bondad, él mismo comenzaría a ser un reflejo de Dios a la búsqueda de los anhelos de Dios en los demás.
Podemos medir el grado de influencia ejercido por Dña. Lucilia sobre él, si consideramos esta explicitación suya: «Las influencias entre los hombres son muy variadas, tienen grados y obedecen a una jerarquía. […] De todas las influencias posibles, una resulta la más profunda. Es la ejercida por quien, a cualquier título, representa para el otro un modelo a imitar y seguir, es decir, un arquetipo. […] Si, por ejemplo, un hijo ve en sus padres la realización de la persona ideal que quiere ser de mayor, se dejará influir más fácilmente por ellos. En la medida en que los padres no sean este arquetipo, la influencia sobre su hijo menguará y éste buscará el “prototipo” en otra persona. Por lo tanto, el “prototipo” es la mayor de las influencias concebibles».
Desde pequeño, observando a Dña. Lucilia, vislumbraba que tras ella había algo «mucho mayor que en los demás»: era el Arquetipo divino. Plinio aún no sabía explicarlo ni buscarlo de modo explícito, porque no tenía ninguna noción de que Él existiese. Después de haber paseado innúmeras veces por las excelsitudes paradisíacas del alma de su madre y de haber hecho una firme apreciación sobre ella, a Plinio no le quedaba más que imaginar, por encima de ella, a alguien que fuese infinito, o sea, Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cuándo nació en su mente esta idea?
Un mismo líquido, en recipientes desiguales
Una vez, cuando el autor de este artículo le preguntó cómo había llegado a la conclusión de la existencia de este arquetipo, el Dr. Plinio se sirvió de una metáfora muy elocuente. Decía que había sido como un niño que toma un refresco o un zumo en una copa de licor. Después toma el mismo líquido en un vaso de cristal. Cuando lo toma en la copa de licor y en el vaso de cristal, el niño tiene la misma sensación porque los líquidos son idénticos, pero «no llega a la conclusión de que es el mismo líquido; le gustó uno y otro. Si alguien le dijese: “Es el mismo líquido”, lo tomaría con la mayor naturalidad».
Es decir, ya desde el primer instante del uso de razón, al ver a Dña. Lucilia, la comprendió y la amó; y cuando, a los 5 años, entró en el santuario del Sagrado Corazón de Jesús y vio, al fondo de la nave lateral, su imagen, lo comprendió y lo adoró. No fue hasta más tarde que, explicitando bien la identidad de impresiones que poseía a propósito de Dña. Lucilia y a propósito del Sagrado Corazón de Jesús, se dio cuenta: «¡He aquí quien es más que ella, el arquetipo de ella!». Pero los dos, ella, una criatura y Él, el Creador, estaban en la misma línea; lo que había en ella lo había en Él, sólo que con una diferencia de intensidad: en Él era infinito y de forma absoluta, en ella, por participación.
«Era como si Él viviese en ella. De manera que aquel émerveillement1 causado en mí por ella era más circunscrito, pero de la misma naturaleza que el producido por Él en mí. Una cosa era derivación de la otra. Cuando mucho más tarde conseguí definirlo, no fue una conquista ni una sorpresa, sino que lo tomé con toda naturalidad». Se trataba de un mismo líquido contenido en recipientes desiguales.
Reflejo vivo del Corazón de Jesús
Doña Lucilia se sentía enormemente atraída por el Sagrado Corazón de Jesús y tenía con relación a Él una devoción sin límites, porque en Él contemplaba la bondad, el perdón y la misericordia en esencia. Esta bondad era el aspecto de Nuestro Señor Jesucristo que ella estaba llamada a representar con prominencia, convirtiéndose, de hecho, en un reflejo vivo y rutilante de Él, tanto para el Dr. Plinio como para todos aquellos con los que ella debería desempeñar un papel de madre, queriéndolos como a hijos.
Por lo tanto, era una dama inocente, que vivía una intensa unión con Dios, deseosa de ver la imagen de Nuestro Señor fijada en el fondo de las almas de los demás y de hacerlos partícipes de la inocencia de Él. En este sentido aplicaba todo su esfuerzo, su empeño y su virtud.
De donde el Dr. Plinio concluía: «Simplemente en la manera de ella decir “Jesús” o “el Sagrado Corazón de Jesús”, entraba una forma de profundo respeto, de admiración recogida y de una confianza sin límites. Como podía notarse, tenía plena noción de que nuestro Salvador era la fuente de toda misericordia, bondad y paciencia; y se dirigía a Él especialmente como tal. De ahí procedían estas virtudes, que vi alcanzar grados literalmente inimaginables. Cuando me contaba episodios de la vida de Nuestro Señor, comprendía su dulzura porque la veía reflejada en mi madre; de manera que ella se convirtió [para mí] en una especie de lección viva del Evangelio». ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
El don de sabiduría en la mente, vida y obra
de Plinio Corrêa de Oliveira.
Città del Vaticano-Lima:
LEV; Heraldos del Evangelio,
2016, t. I, pp.158-162.
Notas
1 Del francés: admiración, fascinación.