Se acercaba la Pascua judía. El Mesías estaba a la mesa con once de sus discípulos; Judas ya se había retirado. En una sala contigua estaba la madre de Jesús y algunas mujeres piadosas, que nunca abandonaron al Maestro.
Acabada la santa cena, el Señor les hizo una seña a los Apóstoles para que esperaran un instante. Quería despedirse de María Santísima.
—Madre, ¡ha llegado el gran momento! Voy a hacer la voluntad de mi Padre, pero te pido, nuevamente, tu consentimiento.
Con lágrimas en los ojos, pero con el corazón firme, le respondió:
—Ve, Hijo mío. ¡Que sea obrada la Redención de la humanidad!
Al contemplar la mirada de su madre, el Salvador se quedó profundamente conmovido. Y los dos, abrazándose con amor extremo, lloraron en ese desgarrador adiós.
«Dios enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap 7, 16). Semejantes gotas, más preciosas que el diamante, no podrían caer en la tierra donde se cometería el peor de los pecados, el deicidio. Por eso, el Padre eterno llamó a uno de los mayores ángeles y, entregándole un cáliz, le ordenó:
—Recoge aquí las lágrimas que brotan de los ojos de Jesús y de María.
El espíritu celestial salió apresuradamente y regresó enseguida para entregar el valioso líquido.
—Señor Todopoderoso, he aquí lo que le pedisteis a este siervo vuestro.
Con voz solemne, el Padre le contestó:
—Los dolores de los hombres deben unirse a los de la Pasión de mi divino Hijo. Y sé que la separación de sus seres queridos es una de sus mayores pruebas. Es tu misión, por tanto, reunir las lágrimas derramadas por ellos con la resignación y el amor a mis designios. Pero no aceptes el llanto derramado en la amargura.
Lleno de admiración por los planes de Dios, el ángel se retiró para cumplir las órdenes divinas. Siendo diligente y servicial, no perdía ninguna oportunidad de llenar el cáliz.
Uno de los días más memorables de su misión fue el de la Asunción de la Virgen Inmaculada a los Cielos. Estaba tendida; como durmiendo tranquilamente. San Juan Evangelista la velaba; poco a poco iban entrando los demás Apóstoles para despedirse de aquella que había sido, en la Iglesia naciente, sostén de la fe. Al verla inerte y serena, comprendieron que había llegado el momento de la separación física. Algunos sollozaban discretamente, hasta que todos, sin excepción, lloraban a raudales. A pesar de su sufrimiento, se hallaban en paz.
El ángel recogió sus lágrimas y se sintió profundamente contento.
En otra ocasión, presenció una escena singular. San Ignacio, obispo de Antioquía, estaba a punto de entrar en la arena y ser devorado por las fieras. Varios de sus seguidores se encontraban presentes, contemplando sus últimos instantes. Un joven, convertido por el apostolado del prelado, no podía dejar de llorar. Pensaba consigo: «¿Cómo podremos sustentarnos ahora sin la ayuda de Ignacio? ¿Por qué Dios permite esta tragedia?».
El ángel estaba a su lado y, percibiendo sus disposiciones, a veces le inspiraba palabras de consuelo y fortaleza; pero el joven las rechazaba, permaneciendo en su tristeza. De manera que sus lágrimas no pudieron ser recogidas en el cáliz y el espíritu angelical se marchó…
Los siglos se fueron sucediendo y su tarea continuaba. Una vez se dirigió a Montecassino, en Italia. Había allí algunas personas que derramaban sentidas lágrimas. ¿Cuál era el motivo? Un matrimonio de la alta sociedad romana le entregaba su hijo a San Benito. ¡El muchacho había concluido sus estudios y tenía el futuro garantizado! Pero la vida religiosa, que todavía estaba principiando en la Iglesia, lo había atraído y nadie ni nada podrían arrancarle su nuevo ideal.
Sus padres eran buenos cristianos, aun así, la decisión del primogénito fue dura para ellos. Sin embargo, poniendo su esperanza en los bienes eternos, le permitieron ingresar en el monasterio.
El venerable abad los consoló: «¡Alegraos, una recompensa muy grande os espera por esta renuncia!». Padre y madre bajaron la cabeza y lloraron, despidiéndose de su hijo que sólo volverían a ver en el Paraíso. Y el ángel recogió en el cáliz las lágrimas de aquellos buenos progenitores.
Pasaron algunos siglos más. En una habitación yacía gravemente enfermo el padre de tres hijos, el mayor de los cuales tenía sólo 4 años… Su esposa rezaba por un milagro. La Providencia, no obstante, tenía otros planes y a los pocos días se llevó a aquel hombre a su lado.
La mujer no se resignaba: «¡Qué corto ha sido el tiempo de matrimonio y ya soy viuda, con hijos pequeños! Vivimos cumpliendo siempre la ley de Dios; ¡¿cómo puede quitarme ahora a mi esposo, a mí, que no he hecho nada para merecer este mal?!». Gruesas lágrimas corrían por su rostro sufriente, pero todas caían al suelo, pues la inconformidad con la voluntad divina las hacía indignas de gotear en el cáliz.
El espíritu celestial también fue testigo de otro episodio. Dos hermanos de sangre eran cruzados y habían dedicado su existencia a luchar por el Redentor. Cuando sonó la señal de alarma, el ejército se reunió para escuchar las instrucciones:
—¡Partiremos hacia Tierra Santa! El Santo Sepulcro de Cristo está en peligro. Rápido, guerreros, pues emprenderemos nuestro viaje aún hoy.
A continuación, el comandante pronunció muchas palabras de aliento a aquellas almas que ardían de valentía y, finalmente, pasó a un aviso de carácter práctico:
—Hemos decidido dividir nuestra tropa en tres batallones. El primero seguirá el camino del norte, dará la vuelta y entrará por el este de la ciudad; el segundo, el camino del sur, atravesando Macedonia; el tercero tomará la ruta del mar Mediterráneo, arribará en Gaza y se dirigirá a Jerusalén.
Los dos hermanos se separarían, uno avanzaría por el norte y el otro por el mar. Sabiendo que algo les podía pasar a medio camino y no se volverían a ver nunca, se despidieron con espíritu varonil, pero sintiendo el dolor de la separación. Cuando iniciaron el viaje, ambos lloraron, pidiéndole a la Reina de las victorias coraje en la lucha y que jamás abandonaran el campo de batalla.
El ángel acercó el recipiente a sus rostros y sus lágrimas se mezclaron en su interior.
Al cabo de unos siglos más, llegó el fin del mundo. Momentos antes de que sonara la trompeta para la resurrección de los cuerpos, Dios Padre llamó a aquel angelical siervo suyo:
—¿Dónde está el cáliz?
—Helo aquí, Señor —respondió—. En él están todas las lágrimas derramadas con resignación y amor por vos.
Dios recibió el recipiente y se mostró complacido con el contenido. Vertió entonces el líquido e hizo que de él naciera un río caudaloso en el Cielo empíreo. Sus aguas eran límpidas, brillantes, puras y perfumadas, símbolo del premio reservado a quienes superaron la prueba de la separación de sus seres queridos. La felicidad de permanecer juntos en Dios para siempre sobrepasará infinitamente los dolores sufridos en la tierra.
Por lo tanto, no nos perturbemos cuando nos angustie la nostalgia. Si unimos nuestros sufrimientos a los de Jesús y de María, gozaremos de un dulcísimo júbilo en la gloria eterna. ◊