Ante la reina, Tobías llenó bien los pulmones, abrió la boca y empezó a cantar… Pero ¡se equivocó en todas las músicas! Desconsolado, se puso a llorar en los brazos de su madre.
En un lejano reino había una región serrana bellísima, con altas montañas y profundos valles. Su clima ameno invitaba a sus habitantes a asumir un estado de alma sereno y lleno de suavidad; y el burbujeo de sus arroyos parecía cantar la inocencia de aquella gente sencilla, pero muy piadosa.
En esa región vivía una mujer a quien, por su virtud, todos la consideraban una gran santa. Poseía un corazón generoso; y su mayor deseo era tener hijos sobre los cuales pudiera volcar su bondad y misericordia. Tras esperar mucho, finalmente, la Providencia atendió su petición. Sin embargo, en ese regalo recibido del Cielo se encontraba también una enorme prueba: el hijo que tanto anhelaba había nacido ciego.
El niño, bautizado con el nombre de Tobías, enseguida aprendió a resignarse con las privaciones que la ceguera conlleva y a ofrecer en sacrificio cualquier dificultad. Se acostumbró igualmente a confiar en el amparo materno, así como el hijo de Tobit confió, durante su largo viaje, en la protección del arcángel San Rafael (cf. Tob 5, 4-22).
Con especial esmero, su progenitora procuraba entretenerlo y ocuparlo en todo momento. Así, mientras preparaba la comida cantaba hermosas melodías que Tobías, que tenía verdadero encanto por la música, escuchaba con mucha atención y embelesamiento. Bastaba escuchar el tarareo de su madre para que se acercara a ella y le dijera:
—¡Qué bonito, mamá! Quiero cantar como tú.
Y ella con mucha bondad le contestó:
—Vale, hijo mío. Quédate entonces aquí que voy a enseñarte algunas canciones.
Como Tobías no podía leer, su madre le repetía pacientemente las notas, explicándole poco a poco cada parte de la música, y pronunciaba despacio cada palabra hasta que el niño consiguiera aprenderse la letra. Esto pasó a ser el pasatiempo preferido del pequeño.
Pero Tobías no se contentaba con cantar solo. Cuando estaba con otros niños trataba de enseñarles las canciones que había aprendido, alegrando también el corazón de sus compañeros con bellas melodías.
Su madre se llenaba de contento al ver cuánto la amaba su hijo. Se daba cuenta de que si no fuera por su maternal desvelo y protección él jamás podría cantar de esa manera, porque hasta en las cosas más corrientes era incapaz de valerse por sí mismo.
Una vez, sabiendo que la reina haría una visita a la ciudad vecina, decidió unirse a una caravana de nobles y aldeanos que deseaban conocer a su soberana y entregarle algunos regalos.
—Pero… ¿qué le ofreceré en nombre de nuestra familia? —pensaba.
Deseaba poder honrarla con lo que hubiera de más valioso en el mundo. Así pues, de entre todo lo que poseía, ¿qué le podía entregar? ¿Qué le produciría más alegría al corazón de tan amable señora? Mientras se encontraba absorta en tales pensamientos, oyó una cancioncilla que venía del jardín…
Entonces llamó al pequeño Tobías y le dijo:
—Hijito mío, ¿qué te parece si le cantas algunas canciones a la reina?
—¿¡Pero mamá, yo!? ¡No soy capaz! —respondió el niño, muy aprensivo.
—Mi bien, quédate tranquilo. Yo te ayudaré y saldrás airoso.
Tales palabras calmaron los ánimos del pequeño, que aceptó serenamente la invitación materna.
Después de varios días de intensos ensayos y preparativos llegó el momento tan esperado.
La reina se encontraba sentada en un hermoso trono, dispuesta a atender a todos los que desearan tener contacto con ella. Admirable era su majestad, ¡pero más aún su benevolencia! Parecía que cada uno, desde el más distinguido marqués hasta el más sencillo campesino allí presentes, constituía para ella un hijo único.
Estando delante de ella, Tobías se acercó e hizo una profunda y maravillada reverencia. En seguida, su madre le dirigió las siguientes palabras a la soberana:
—Dignísima reina nuestra, es mi deseo daros lo mejor que poseo. Por eso le enseñé a mi hijo Tobías algunas canciones que pudieran gustarle. Aunque es ciego de nacimiento, se ha esmerado en aprenderlas con el fin de llegar hasta vos y demostraros amor y gratitud.
Sonriendo, Su Majestad asintió con la cabeza. A continuación, la bondadosa mujer, para animar y tranquilizar a su hijo, le dijo:
—Vamos, hijito: uno, dos, tres…
El pequeño Tobías, llenando bien los pulmones, empezó a cantar…
Le parecía que el corazón se le subía a la garganta de tan nervioso como estaba. Pronto empezó a tartamudear y a desafinar, olvidándose no sólo de la letra, sino también de la melodía. A pesar de eso, no desistió e intentó remediar sus errores, pero la situación no hizo más que empeorar… Su presentación había fracasado.
Después de unas cuatro canciones torpemente entonadas, Tobías no sabía ya qué hacer. Imaginando que había estropeado tan anhelado encuentro con su forma de cantar, se echó en el regazo de su madre, llorando copiosamente y pidiéndole perdón.
Sin embargo, no había percibido que, mientras cantaba —o mejor, lo intentaba— la reina demostraba estar profundamente emocionada, manifestando una sonrisa llena de ternura y compasión. Tras haberse refugiado, avergonzado, en los brazos de su madre, el niño oyó una dulce voz que lo llamaba:
—Tobías, no tengas recelo, ven aquí. Estoy muy satisfecha con tu canto.
Enternecida por la frágil e inocente alma del pequeño ciego que tenía ante sí, la reina lo cubrió de toda clase de afecto y cariño, rodeándolo maternalmente entre sus brazos.
Mientras Tobías se sentía abrazado por la soberana, se dio cuenta de que algo había cambiado en él. Por una inspiración, levantó los ojos, deseoso de mirar el rostro de la reina. Y he aquí que en ese instante —oh maravilla— ¡empezó a ver! Le quedó grabado para siempre la primera imagen que su vista contempló: la mirada amorosa de su señora.
* * *
He ahí una lección para cada uno de nosotros: no debemos desanimarnos con nuestra faltas y defectos. ¿Quién no carga en el alma una ceguera que ha de ser curada por la Virgen? Nuestras debilidades no la repelen, nuestros errores no la espantan, sino que conmueven su corazón materno y atraen sobre nosotros su mirada llena de ternura y compasión.
Nunca nos apartemos de Ella, pues al estrecharnos en sus brazos virginales, puede curarnos de todos los males. ◊
Que hermoso, Dios bendiga a los Heraldos del Evangelio.