Formando un solo corazón con su divino Hijo, «el Primogénito de toda la Creación», en quien «fueron creadas todas las cosas en el Cielo y en la tierra» (cf. Col 1, 15-16), la Santísima Virgen es el eje en torno al cual giran los acontecimientos de la Historia. Dios lo creó todo en función de Jesús y de María, y cualesquiera formas de virtud o belleza existentes en las almas y en los demás seres no son más que reflejos de sus insuperables perfecciones.
En este sentido, los patriarcas, los profetas y las santas mujeres del Antiguo Testamento fueron, cada uno a su manera, prefiguras del Salvador y de su Madre, y sus vidas constituyeron verdaderas profecías acerca de Ellos. Isaac, por ejemplo, anunció el misterio de la Redención al aceptar ser sacrificado a Dios por las manos de su propio padre (cf. Gén 22, 1-9) y Judit, al decapitar a Holofernes (cf. Jdt 13, 9-10), profetizó la victoria de Nuestra Señora sobre la raza de Satanás.
Ahora bien, entre las damas providenciales de la Antigua Ley, hay una que nos llama especialmente la atención por la confianza que la Providencia depositó en ella y por la semejanza de mentalidad que tuvo con la Virgen aun antes que ésta viviera entre los hombres: Rebeca, esposa de Isaac.
«Dos naciones hay en tu vientre»
En efecto, desde su juventud Rebeca manifestó una admirable docilidad a los designios divinos. Al oír de labios de Eliezer, siervo de Abrahán, la invitación de casarse con Isaac, y discerniendo en ese llamamiento la mano del Señor, no dudó en despojarse de todo lo que tenía y dar su «fiat», como más tarde lo haría la Madre del Redentor a propuesta del arcángel (cf. Gén 24, 33-58; Lc 1, 38).
El autor sagrado, bajo la inspiración del Paráclito, así la describe: «La muchacha era muy hermosa, una doncella que no había conocido varón» (Gén 24, 16). En cuanto Isaac la vio, quedó encantado por sus virtudes y su belleza, y así se consoló por la muerte de su madre, Sara.
Pero, como suele ocurrir con los elegidos de Dios, la perplejidad no tardó en presentarse en la vida de Rebeca. A pesar de la santidad de su unión con Isaac, era estéril, lo cual constituía un paradójico obstáculo para el cumplimiento de la promesa divina que flotaba sobre ellos… Consciente, no obstante, de que «para Dios nada hay imposible» (Lc 1, 37), esta alma justa se dedicó a orar confiadamente para obtener descendencia.
Después de veinte años de dolorosa espera, Rebeca finalmente empezó a sentir los signos del embarazo. Sin embargo, en su interior estaba experimentando algo parecido a un duelo, lo que le producía un dolor terrible. Al no lograr entender lo que le estaba pasando, «se fue a consultar al Señor», que le dijo: «Dos naciones hay en tu vientre, dos pueblos se separarán de tus entrañas. Un pueblo dominará al otro, el mayor servirá al menor» (Gén 25, 22-23).
Esta revelación —la única en que Dios se dirige directamente a una mujer en la Sagrada Escritura— no tardó en cumplirse. De Rebeca nacieron dos niños que representaron dos descendencias espirituales, enemigas hasta el fin de los tiempos: la de las almas fieles y poseedoras de la bendición divina, personificada en Jacob, y la estirpe de los prevaricadores, cuyo prototipo era Esaú.1
El futuro de la promesa en sus manos
Con el nacimiento de sus hijos mellizos comenzó propiamente la misión profética de Rebeca. Única conocedora de los verdaderos designios de Dios respecto a ambos, debía obtener para su hijo menor, Jacob, la bendición patriarcal.
Isaac pensaba que la promesa de Abrahán descansaría sobre Esaú y, por lo tanto, alimentaba cierta preferencia por él. Además, ignoraba que, en un ataque de intemperancia, este hijo indigno le había vendido a su hermano su derecho de primogenitura a cambio de un plato de lentejas. Sintiendo entonces que la muerte se acercaba, quiso bendecirlo. Aunque antes de hacerlo le pidió que saliera a cazar y le preparara un suculento plato.
Rebeca, que había escuchado el diálogo entre los dos, entendió que en ese momento el futuro de la promesa de Abrahán pasaba por sus manos. Sabia, delicada y sagaz, enseguida ideó un plan a favor de su hijo Jacob. Sabiendo que Isaac ya no distinguía las fisonomías por su avanzada edad, le ordenó a Jacob que fuera al campo y trajera dos cabritos, para que ella misma los preparara. Así, podría adelantarse a Esaú y recibir la bendición en su lugar. Jacob vaciló: «Ten en cuenta que mi hermano Esaú es velludo y yo, en cambio, lampiño. Si por casualidad me palpa mi padre y quedo ante él como un mentiroso, atraería sobre mí la maldición, en vez de la bendición» (Gén 27, 11-12). Rebeca, no obstante, tomada por una certeza sobrenatural en la promesa divina, le respondió: «Caiga sobre mí tu maldición, hijo mío» (Gén 27, 13).
Alma esencialmente mariana
Después de preparar el plato que le ofrecería a Isaac, Rebeca se puso a disfrazar a su hijo menor: lo vistió con la ropa de su hermano y le cubrió las manos y el cuello con la piel de los cabritos. Todo envuelto en la protección materna, Jacob finalmente se presentó ante su padre. La Providencia Divina veló entonces el discernimiento del patriarca y la bendición de la primogenitura le fue concedida a él, según la voluntad del Señor (cf. Gén 27, 18-29).
Por su «astucia santa y llena de misterio»2 y su mediación maternal para con su hijo elegido, Rebeca fue un alma mariana por excelencia. En efecto, «Nuestra Señora fue igualmente adornada con el don de la santa sagacidad. […] La Virgen humilla al demonio usando la fuerza, la discreción y la destreza para pisarle la cabeza y arrebatarle de sus malditas garras las almas que pretende perder».3 Además, trata a todos los que confían en Ella como nuevos «Jacob»: los adorna con las prerrogativas que les faltan para ser herederos de la bendición y les obtiene, ante Dios, las gracias y la misericordia que por sus propios méritos nunca alcanzarían.
Fidelidad que marcó la Historia
Innegablemente, la intervención de Rebeca en los acontecimientos fue decisiva. Sin ella, ¿qué habría sido de la posteridad de Abrahán? ¿Qué fin habría tenido la promesa divina en las manos irresponsables e impías de Esaú? La Historia de nuestra fe jamás dejará de elogiar la santidad de esa dama, cuyo ejemplo encantará a las almas fieles hasta el fin de los tiempos.
Que ella interceda por nosotros junto a María Santísima y nos conceda la gracia de imitar su fidelidad cuando, si le place a Dios, las circunstancias hagan que el futuro de la Iglesia pase también por nuestras pequeñas y frágiles manos. ◊
Notas
1 Cf. SAN LUIS MARÍA GRIGNON DE MONTFORT. Tratado da verdadeira devoção à Santíssima Virgem, n.os 185-200. 40.ª ed. Petrópolis: Vozes, 2010, pp. 180-192.
2 Ídem, n.º 184, p. 177.
3 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Maria Santíssima! O Paraíso de Deus revelado aos homens. São Paulo: Arautos do Evangelho, 2020, v. III, pp. 34-35.