Hay distintas formas de hacer una lectura. Una de ellas es aquella en la que el individuo entiende casi matemáticamente el significado de las frases, la mera combinación de palabras, oraciones y párrafos, y experimenta una breve dosis de impresiones que la trama puede suscitar. Cuando hablamos con este tipo de lectores constatamos que realiza un análisis superficial de los hechos. ¿Por qué? La consideración de una segunda modalidad de lectura nos dará la respuesta.
Ésta se caracteriza por un examen minucioso del texto, más que de las líneas, las entre líneas, tratando de encajar en una perspectiva más amplia los episodios descritos. De entre estos lectores se encuentran los buenos observadores, los cultos, los críticos y, sobre todo, los hombres de fe. Estos últimos poseen la más aguda interpretación de los hechos, pues los analizan desde un prisma sobrenatural, buscando comprender los acontecimientos con los ojos de Dios.
En efecto, el divino Escritor suele enviar signos, a modo de entre líneas, antes de redactar ciertas páginas de la historia, para que los hombres, a través de la «lectura» de los sucesos que les rodean, puedan discernir en ellos una advertencia celestial y no simples coincidencias.
Eso es lo que ocurrió en Europa durante las décadas que precedieron a una de las mayores tragedias que ha conocido la humanidad: la peste negra.1
Algunas coincidencias…
En 1315 un cometa surcó el cielo dejando tras de sí la sensación de que algo terrible estaba a punto de suceder. Al llegar la época de la cosecha, el mal presagio pareció cumplirse. El otoño de ese año comenzaba con un período de grave sequía y otras pésimas condiciones climáticas, que contribuirían a arruinar las siembras durante los dos años siguientes.
La falta de víveres inició un tiempo de angustiosa carestía para los europeos, en el que se produjeron escenas asombrosas: algunos campesinos, alucinados por el hambre, roían la corteza de los árboles con la ilusión de saciarse; otros, llevados por un delirio aún más violento, llegaban a satisfacer su apetito desesperado con el canibalismo. Esta horrorosa situación se acentuaba todavía más con el aspecto de los niños víctimas de la desnutrición, reducidos a esqueletos.
Cuatro años después, cuando las cicatrices de la hambruna apenas se habían desdibujado, otra tragedia revivió los episodios que precedieron a la salida del pueblo elegido de Egipto: una furiosa plaga de langostas de origen desconocido se adueñó de la escena. Los insaciables insectos arrasaban todos los cultivos que encontraban a su paso. El método de avance siempre seguía el mismo orden: un pequeño destacamento se acercaba para reconocer la zona que sería objeto del ataque; una vez completado el barrido, este grupo volvía al enjambre, que entonces regresaba con toda su fuerza. Quien viera a los primeros insectos rondando sus tierras dispondría poco más de dos horas para protegerse.
Pero ¿qué amenaza representaban esos pequeños invertebrados para que la población los temiera? Aquello no era —¡ni es!— normal. Las langostas parecían prefiguras de las descritas por San Juan en el Apocalipsis (cf. Ap 9, 3-11). Y si el lector piensa que esta suposición es exagerada, considere en el destino de un desprevenido escudero que, mientras iba a caballo, fue sorprendido por la inmensa sombra de los insectos. El resultado se conoció más tarde: del pobre hombre solamente quedó su esqueleto, amontonado junto a la osamenta de su animal. Pero las calamidades no acabaron ahí.
Años después, en 1325, los astrónomos observaron una peculiar conjunción entre Júpiter y Saturno, que fue registrada no sólo con curiosidad, sino también con un aire de advertencia. En 1341 se produjo un eclipse solar total, que dejó a miles de personas sumidas en tinieblas. En aquella época, los signos celestiales aún movían las almas y, por mucho que algunos incrédulos partidarios de la postura naturalista afirmaran que no pasaba de ser un fenómeno predecible y sin mayor trascendencia, la desaparición del Sol y la momentánea oscuridad en ciertas regiones conllevaban necesariamente una premonición acerca del fin de los tiempos.
Había hablado el cielo, llegaba ahora el turno de la tierra: el año 1348 «comenzó con una serie de terremotos, de inaudita fuerza, los cuales sacudieron toda Europa, mataron bajo las casas derrumbadas miles y miles de personas […]. Así sobre Grecia quedó durante varios meses una espesa y grave niebla, Inglaterra desde junio a diciembre fue inundada por lluvias casi sin interrupción».2
En Francia, la situación económica acompañaba los desastres naturales. Una fuerte inflación durante el reinado de Felipe el Hermoso agravó la tensión ya existente debido a las guerras de las que el país aún no se había recuperado. En el ámbito social, las circunstancias eran aún más angustiosas. Los historiadores señalan un enorme descenso de la tasa de natalidad, iniciado a finales del siglo xiii. Entre otras razones, el declive demográfico era causado por una ola de violencia derivada de diversos conflictos internos y externos.
Europa parecía caminar, a paso acelerado, hacia su propia extinción.
Tragedias también en el orden espiritual
Fenómenos astronómicos y telúricos, plagas y hambrunas, calamidades sociales y conflictos políticos… Sin embargo, nada de esto era tan grave como la terrible coyuntura en la que se encontraba el Cuerpo Místico de Cristo. En realidad, todos esos elementos constituían un símbolo de lo que estaba ocurriendo en el orden espiritual al final de la Edad Media.
A título de ejemplo, recordemos que el siglo xiv comenzó con el ignominioso atentado de Anagni, una afrenta directa de los enviados del monarca francés contra el papa Bonifacio VIII, en 1303. Poco después, en 1309, el papado se trasladaría a Aviñón, donde permanecería hasta 1377, dando lugar al «segundo cautiverio de Babilonia», según la expresión consagrada por varios historiadores. La terminación del siglo sería, finalmente, testigo de una de las mayores disidencias internas de la historia de la Iglesia: el gran Cisma de Occidente, en el que la cristiandad se dividiría bajo el liderazgo de tres «papas».
A este sombrío cuadro de catástrofes pasadas y convulsiones futuras se le sumará, como la conclusión de una era y el prefacio de otra, el gran azote de 1348.

La peste negra en Florencia, de Giovanni Boccaccio – Biblioteca Nacional de Francia; en el destacado, el traje que usaban los médicos durante la epidemia, hecho de cuero y con una máscara en forma de pico de pájaro, rellena de hierbas aromáticas
Todo empieza en Oriente
El lector debe tener en mente la escena que anuncia la llegada de un gran tsunami. Antes de romper sus propios límites, el mar retrocede ampliamente, como si reuniera fuerzas para lanzarse tierra adentro. De forma similar, la ola que arrasaría millones de vidas en toda Europa comenzaría su siniestra carrera en las lejanas tierras de Oriente y ganaría intensidad a medida que se acercaba.
La extraña katay, primer nombre que recibió la peste, salió de China y atravesó Armenia, India y Persia. En Siria creció el poder de la infección, alcanzando quince mil óbitos diarios en El Cairo y veinte mil en Gaza. Los barcos procedentes del mar oriental fueron el medio fatal de transporte de la enfermedad a los puertos de Génova y Sicilia, a partir de los cuales se propagó por todo el continente europeo, desde Rusia hasta Groenlandia.
La aversión causada por los síntomas que se manifestaban en los enfermos, sumada a la rapidez de su muerte, movió a toda la población a buscar una manera de prevenir ese demoníaco flagelo. Algunos emplearon escrupulosos métodos de higiene, evitando el mínimo contacto con cualquiera que mostrara síntomas de la enfermedad. Otros acudían a las iglesias para suplicar clemencia al Cielo. No obstante, «ni la preocupación por la higiene ni las oraciones públicas fueron suficientes para detenerla».3
La devastación
El desafortunado que contrajera la dolencia sentía que le crecían tumores bajo los brazos y enseguida todo su cuerpo se veía dominado por repulsivas erupciones. Otro síntoma evidente era la aparición de manchas negras, que dieron nombre a la peste. En ambos casos, la progresión era rápida y silenciosa, y a menudo ni siquiera provocaba fiebre. En la mejor de las hipótesis, setenta y dos horas bastaban para conducir al desdichado a la muerte.
El contagio era fulminante: la ropa de un enfermo le transmitía la peste a quien la tocara. La gente evitaba saludarse, y los moribundos se desmayaban sin compañía. Ciudades portuarias como la majestuosa Venecia, con una de las mayores flotas marítimas de Occidente, fueron asoladas con más rigor al ser las primeras en recibir el impacto de la epidemia.
Las localidades francesas contuvieron gran parte de los sufrimientos del continente: «En Aviñón, del 25 de enero al 27 de abril de 1348, hubo sesenta y dos mil víctimas, la mitad de la población; y cuando no hubo más sitio para las tumbas, el Papa autorizó los entierros en el cementerio pontificio, donde, en marzo y abril, se sepultaron once mil cadáveres».4 De las ciento cuarenta familias que conformaban el pueblo de Soisy-sur-Seine, sólo quedaron seis al final de la peste. En Amiens, se registraron diecisiete mil óbitos.
En resumen: los historiadores estiman que hubo no menos de veinticinco millones de muertos en Europa y treinta y seis millones en Asia. Estas cifras, que ya resultan aterradoras ante el gigantesco tamaño de la actual población mundial, significaban mucho más aún para aquella época. Calcule el lector que esa plaga se llevó por delante a más de un tercio de la población europea de entonces…5

Procesión organizada por San Gregorio Magno para pedir el fin de la peste que asolaba Roma en su época – «Las tres ricas horas del duque de Berry», Museo Condé, Chantilly (Francia)
La mano de Dios se muestra en la tribulación
Los años marcados por el dolor y la muerte presenciaron diversas reacciones, registradas por los historiadores. Parejas que vivían en situación irregular trataban de enderezar sus vidas. Muchos adictos al juego cambiaron los dados por las cuentas del rosario, abandonando las mesas de la fortuna para dirigirse a los altares. Las oraciones se multiplicaron y la avidez de penitencia creció por doquier. En medio de un crudo y frío invierno, la amenaza generalizada de una muerte casi repentina hizo brotar las flores de fe primaveral.
En efecto, en la angustia la mano de Dios no se muestra menos que en la consolación. Sin embargo, a menudo tiende a ocultarse tras una misericordia mal concebida la necesidad de un verdadero cambio de vida: el demonio sabe que durante la prueba las almas elevan súplicas más intensas al Altísimo y le ofrecen el incienso de una auténtica conversión.
La alegría no siempre resulta suficiente para impulsar la práctica de la virtud. Por eso es saludable que exista el sufrimiento, para incentivar ciertos pasos en las vías de la santidad. ¿No habrá sido intención del Cielo advertir a los medievales de las calamidades que le sobrevendrían a toda la humanidad si se abandonara la fecunda práctica de la fe católica que había iluminado los siglos anteriores?
No cabe duda de que la Edad Media dejó uno de los mejores recuerdos en las páginas de la historia, escritos por los fieles que decidieron plasmar en sus hazañas el espíritu de la Santa Iglesia. Fruto de ese espíritu cristiano son los grandes tratados de teología y filosofía, las universidades, los hospitales de caridad, las imponentes catedrales góticas que inmortalizaron el ideal de sus constructores y tantas otras regalías de la humanidad de las que hace ostentación la era moderna. Las producciones artísticas, por ejemplo, no dejan de atestiguar la fecundidad de la época. Desde 1050 hasta dos años después de la peste, las creaciones artísticas se multiplicaron, y gran parte de ellas siguen esperando hasta hoy una réplica a su altura.
Pero si la cristiandad ha sido responsable de tantos progresos históricamente reconocidos, se debe a que los hombres se preocuparon por materializar su mentalidad en la vida cotidiana. Y la actitud medieval ante el sufrimiento desempeñó un papel esencial en ese proceso.
Entonces se tenía conciencia de que «el hombre es incapaz de adquirir ningún grado de perfección espiritual, incluso los grados más modestos y elementales, sin sufrimiento».6 Al permitir que todo un continente pasara por una angustia tan grande como la de la peste negra, la Divina Providencia podría haberle estado presentando un remedio, aunque amargo, para sanar la decadencia que comenzaba y cuyo resultado fueron los desvíos diversos y el perecimiento gradual de una sociedad construida según las enseñanzas evangélicas. La aparición del Renacimiento neopagano era ya inminente…

«La catedral de Reims», de Domenico Quaglio – Museo de Bellas Artes, Leipzig (Alemania)
Quien vivió en aquella época no podría excusarse alegando ignorancia. Si no se daba cuenta de la necesidad de un cambio de rumbo, bastaba con detenerse en analizar los fenómenos insólitos que precedieron a la epidemia. Éstos eran heraldos que pregonaban —sin palabras, es cierto, pero muy claramente— los designios de la Providencia ultrajados. Los profetas de calamidades de aquellos tiempos fueron esas calamidades proféticas.
Ahora bien, Dios no ha cambiado y sigue escribiendo como antaño: a través de las líneas y las entre líneas. A nosotros nos corresponde, pues, leer en los acontecimientos los signos de alerta que Él nos envía antes de consumar grandes intervenciones. ¿Cuántos cometas han rasgado ya nuestros cielos del siglo xxi? ¿Cuántas veces la naturaleza no ha parecido mostrarse resentida con el hombre, sea por el agua, por el fuego, por el aire o por las enfermedades? ¿Cuál será la intención divina con estos grandiosos emisarios? ¡Estemos atentos! ◊
Notas
1 Los datos históricos que constan en el presente artículo han sido tomados de las obras: Weiss, Johann Baptist. Historia Universal. Barcelona: La Educación, 1929, t. vii, pp. 383-387; Daniel-Rops, Henri. A Igreja das catedrais e das cruzadas. São Paulo: Quadrante, 1993, pp. 656-665; Bonassie, Pierre. Dicionário de História Medieval. Lisboa: Dom Quixote, 1985, pp. 169-172.
2 Weiss, op. cit., p. 385.
3 Daniel-Rops, op. cit., p. 657.
4 Idem, p. 658.
5 Cf. Bonassie, op. cit., p. 170.
6 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 16/5/1964.