Entre los estoicos, la misericordia era considerada una flaqueza humana o incluso una ægritudo animi, una enfermedad del alma. Desde esa perspectiva, a un hombre verdaderamente virtuoso no le correspondería compadecerse de la miseria ajena. Para Aristóteles, solamente sería digno de conmiseración el desdichado que no cometiera actos viles. Los que sí lo hicieran serían objeto de reprobación, nunca de compasión.
No obstante, el Señor mostró que la misericordia debía dirigirse tanto a los que sufren una miseria fortuita como a los pecadores, que fueron beneficiarios de la Redención. Además, el Salvador reveló que vino para los miserables, los enfermos, y no para los sanos (cf. Mc 2, 17).
Pero hemos de entender bien qué significa la misericordia y quiénes son los miserables.
San Agustín define la misericordia como «una cierta compasión de la miseria ajena nacida en nuestro corazón, por la que, si podemos, nos vemos forzados a socorrerle» (De Civitate Dei. l. ix, c. 5). Ahora bien, la miseria se opone a la felicidad, es decir, a la plena satisfacción de la posesión del bien, el cual todos los hombres desean por naturaleza. De ahí que el obispo de Hipona añadiera: «Sólo es feliz el que posee todo lo que desea y no desea nada malo» (De Trinitate. l. xiii, c. 5).
Contrariamente a lo que predica el utilitarismo, la mayor miseria humana no es la pobreza o la privación de cualquier bien temporal, sino el pecado. Por eso el Buen Pastor vino, ante todo, a curar esa herida.
En los últimos tiempos se ha hablado mucho de la misericordia divina en el ámbito teológico y pastoral, subrayando sobre todo su naturaleza ilimitada. En efecto, «Dios es rico en misericordia» (Ef 2, 4). Además, como enseña el Doctor Angélico, la misericordia es la mayor de las virtudes cuando se refiere a Dios, porque «le compete volcarse en los otros, y, lo que es más aún, socorrer sus deficiencias; esto, en realidad, es lo peculiar del superior. Por eso se señala también como propio de Dios tener misericordia, y se dice que en ella se manifiesta de manera extraordinaria su omnipotencia» (Suma Teológica. II-II, q. 30, a. 4).
Sin embargo, cuando hoy se habla de misericordia, a menudo se olvida su causa final: la enmienda de las deficiencias, para la unión con Dios y la consiguiente felicidad, la bienaventuranza en el Cielo. Aunque esto no se logra por mera «tolerancia», por un anodino «diálogo» y ni siquiera por indiferencia con respecto del pecado. Misericordia no es complacencia. Al contrario, se muestra «intransigente» al buscar la salvación del pecador a toda costa.
Por eso las grandes misericordias a veces tienen lugar a través de ingentes acciones punitivas. Y, en este sentido, Dios fue infinitamente misericordioso en la aplicación de las penas a Adán y Eva, en el diluvio, en la confusión de las lenguas y en el mayor de los dolores, la cruz de Cristo. En ocasiones el sufrimiento es un «mensajero divino» sumamente eficaz para rescatar a los miserables de su miseria. En efecto, el padre que «no usa la vara odia a su hijo» (Prov 13, 24).
En ese panorama, la Virgen se mostró efectivamente Madre de misericordia en Fátima, como anunciadora no sólo de la felicidad eterna para quien se convirtiera, sino también del castigo como medio disuasorio de su justicia y puerta de la misericordia divina. En Dios, la misericordia es tan sublime que abraza incluso la justicia. ◊
