La mirada de la fe y la vía dolorosa

Simeón fue inspirado por el Espíritu Santo para discernir la grandeza de la pareja que entraba en el Templo con un niño radiante, previendo proféticamente la vía de dolor y gloria que recorrerían.

Fiesta de la Presentación del Señor

Las obras de Dios son grandiosas y proclaman su gloria. Sin embargo, el hombre mediocre no se da cuenta de que detrás de esas maravillas están los dedos de artista del Señor del Cielo y de la tierra, que ha modelado a todos los seres a imagen de su sublime bondad. La creación esconde un misterio que sólo una mirada iluminada por la fe es capaz de entrever.

Así era la mirada de Simeón, hecha para elevarse a los más altos pináculos de la contemplación. Su corazón varonil e inocente, dócil a la inspiración del Espíritu Santo, intuyó que era voluntad divina que fuera al Templo y allí, en medio de la multitud de devotos, supo discernir la providencialidad de una joven pareja y, sobre todo, la misión del niño que iba acunado en los brazos de la más graciosa de las madres. ¿Qué vislumbró en el pequeño Jesús y en su Madre?

Simeón era «justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel» (Lc 2, 25); por eso, su primera intuición fue la de estar ante aquel que rescataría al pueblo de sus pecados, como él mismo afirmaría en su inspirado cántico: «Mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2, 30). Había encontrado al Mesías antes de cerrar los ojos a esta vida, como le había confiado el Espíritu Santo en lo más íntimo de su corazón (cf. Lc 2, 26).

Lejos del perfil edulcorado con el que una fingida piedad presenta a Nuestro Señor, la percepción de Simeón fue profética hasta el último punto. El Mesías sería puesto para que «muchos en Israel caigan y se levanten», un auténtico «signo de contradicción» para que se manifestaran «los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2, 34-35).

Era, por tanto, un divisor de aguas que desenmascararía a los falsos buenos, los cuales habían transformado la verdadera religión en un instrumento para su propia vanagloria y beneficio deshonesto. Erguiría a los pecadores contritos y a los inocentes, y humillaría a quienes pretendían ostentar una influencia inmerecida.

Para ello, no obstante, tendría que padecer mucho. Aunque Simeón no lo diga tan abiertamente, la profecía sobre el sufrimiento futuro de la Santísima Virgen deja claro que la misión mesiánica implicaría un lancinante sacrificio, que repercutiría en el Corazón de María como una espada de dolor (cf. Lc 2, 35). La vía del Redentor, y también la de la Corredentora inseparablemente unida a Él, estaría repleta de luchas y coronada por un dramático holocausto.

También nosotros estamos llamados a seguir al Señor y a su Santísima Madre, recorriendo el camino del sufrimiento y del combate. ¿Estamos dispuestos a emprender esa vía de dolor y gloria? Ciertamente no nos faltará el consuelo y el auxilio divino, pero hemos de mirar de frente esta perspectiva, arrodillarnos y suplicar gracias abundantes para culminar nuestra lucha con la gallardía de San Pablo: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe: dame ahora el premio de tu gloria» (cf. 2 Tim 4, 7-8). ◊

 

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