La Iglesia no puede acallar al Espíritu de la Verdad

Al igual que en los siglos pasados, también hoy hay personas o ambientes que, descuidando esta Tradición de siglos, quisieran falsificar la palabra de Cristo y quitar del Evangelio las verdades que, según ellos, son demasiado incómodas para el hombre moderno.

«Permaneced firmes en la fe». Acabamos de escuchar las palabras de Jesús: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la Verdad» (Jn 14, 15-17). Con estas palabras Jesús revela la profunda relación que existe entre la fe y la profesión de la verdad divina, entre la fe y la entrega a Jesucristo en el amor, entre la fe y la práctica de una vida inspirada en los mandamientos. Estas tres dimensiones de la fe son fruto de la acción del Espíritu Santo. Esta acción se manifiesta como fuerza interior que armoniza los corazones de los discípulos con el Corazón de Cristo y los hace capaces de amar a los hermanos como Él los ha amado. Así, la fe es un don, pero al mismo tiempo es una tarea.

La tentación del relativismo

«Él os dará otro Consolador, el Espíritu de la Verdad». La fe, como conocimiento y profesión de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, «viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo», dice San Pablo (Rom 10, 17). A lo largo de la historia de la Iglesia, los Apóstoles predicaron la palabra de Cristo, preocupándose de entregarla intacta a sus sucesores, quienes a su vez la transmitieron a las generaciones sucesivas, hasta nuestros días. Muchos predicadores del Evangelio han dado la vida precisamente a causa de la fidelidad a la verdad de la palabra de Cristo. Así, de la solicitud por la verdad nació la Tradición de la Iglesia.

Al igual que en los siglos pasados, también hoy hay personas o ambientes que, descuidando esta Tradición de siglos, quisieran falsificar la palabra de Cristo y quitar del Evangelio las verdades que, según ellos, son demasiado incómodas para el hombre moderno. Se trata de dar la impresión de que todo es relativo: incluso las verdades de la fe dependerían de la situación histórica y del juicio humano.

Pero la Iglesia no puede acallar al Espíritu de la Verdad. Los sucesores de los apóstoles, juntamente con el Papa, son los responsables de la verdad del Evangelio, y también todos los cristianos están llamados a compartir esta responsabilidad, aceptando sus indicaciones autorizadas. Todo cristiano debe confrontar continuamente sus propias convicciones con los dictámenes del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia, esforzándose por permanecer fiel a la palabra de Cristo, incluso cuando es exigente y humanamente difícil de comprender.

No debemos caer en la tentación del relativismo o de la interpretación subjetiva y selectiva de la Sagrada Escritura. Sólo la verdad íntegra nos puede llevar a la adhesión a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.

Nuestra respuesta al amor de Cristo

En efecto, Jesucristo dice: «Si me amáis…». La fe no significa sólo aceptar cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con Cristo, una relación basada en el amor de aquel que nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 11) hasta la entrega total de sí mismo. «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rom 5, 8).

¿Qué otra respuesta podemos dar a un amor tan grande sino un corazón abierto y dispuesto a amar? Pero ¿qué quiere decir amar a Cristo? Quiere decir fiarse de Él, incluso en la hora de la prueba, seguirlo fielmente incluso en el camino de la cruz, con la esperanza de que pronto llegará la mañana de la Resurrección. Si confiamos en Cristo no perdemos nada, sino que lo ganamos todo.

En sus manos nuestra vida adquiere su verdadero sentido. El amor a Cristo lo debemos expresar con la voluntad de sintonizar nuestra vida con los pensamientos y los sentimientos de su Corazón. Esto se logra mediante la unión interior, basada en la gracia de los sacramentos, reforzada con la oración continua, la alabanza, la acción de gracias y la penitencia. No puede faltar una atenta escucha de las inspiraciones que Él suscita a través de su palabra, a través de las personas con las que nos encontramos, a través de las situaciones de la vida diaria. Amarlo significa permanecer en diálogo con Él, para conocer su voluntad y realizarla diligentemente.

Jesús cumplió toda la ley

Pero vivir nuestra fe como relación de amor con Cristo significa también estar dispuestos a renunciar a todo lo que constituye la negación de su amor. Por este motivo, Jesús dijo a los Apóstoles: «Si me amáis guardaréis mis mandamientos». Pero ¿cuáles son los mandamientos de Cristo? Cuando el Señor Jesús enseñaba a las muchedumbres, no dejó de confirmar la ley que el Creador había inscrito en el corazón del hombre y que luego había formulado en las tablas del Decálogo. «No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una “i” o una tilde de la ley sin que todo suceda» (Mt 5, 17-18).

Ahora bien, Jesús nos mostró con nueva claridad el centro unificador de las leyes divinas reveladas en el Sinaí, es decir, el amor a Dios y al prójimo: «Amar [a Dios] con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12, 33). Más aún, Jesús en su vida y en su misterio pascual cumplió toda la ley.

Uniéndose a nosotros a través del don del Espíritu Santo, lleva con nosotros y en nosotros el «yugo» de la ley, que así se convierte en una «carga ligera» (Mt 11, 30). Con este espíritu, Jesús formuló la lista de las actitudes interiores de quienes tratan de vivir profundamente la fe: Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia… (cf. Mt 5, 3-12).

Queridos hermanos y hermanas, la fe en cuanto adhesión a Cristo se manifiesta como amor que impulsa a promover el bien que el Creador ha inscrito en la naturaleza de cada uno de nosotros, en la personalidad de todo ser humano y en todo lo que existe en el mundo. Quien cree y ama se convierte de este modo en constructor de la verdadera «civilización del amor», de la que Cristo es el centro.

Fragmento de:
BENEDICTO XVI.
Homilía, 26/5/2006.

 

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