La huida de Juan VI de Portugal – Un éxodo entre la vida y la muerte

Aquel puerto se asemejaba a una espada, que dejaba a un pueblo dividido. Miles de personas se dirigieron junto con su soberano a otro mundo, mientras los demás aguardaban que su patria fuera saqueada y tomada por un ejército contra el que no podían defenderse.

El sol se mostraba sin velos ese día: parecía que quisiera contemplarse en las tranquilas aguas del río, al mismo tiempo que secaba las lágrimas de aquella multitud desolada. En la corriente, retocada por los reflejos del astro rey, se veían decenas de embarcaciones distanciándose. Se dirigían a otro país, a un continente lejano, sin perspectivas de regresar.

Cientos de ríos —de lágrimas, claro está— nacidos de miradas apenadas parecían desembocar en un único muelle.

En realidad, aquel puerto se asemejaba a una espada, que dejaba a un pueblo dividido. Cerca de 15.000 personas,1 junto con su soberano, marchaban hacia otro mundo; mientras los demás, sin posibilidad de seguirlos, aguardaban que su patria fuera saqueada y tomada por un ejército del que no podían defenderse.

Era Lisboa el 29 de noviembre de 1807.

Entre la guerra y el mar

¿Huían? Aunque el término huida sea evitado por los historiadores, de hecho, se trataba de una evasión, en la cual, cabe señalar, miles de hogares fueron abandonados e innumerables familias quedaron divididas.

En noviembre de 1807 las fronteras portuguesas habían sido invadidas por una coalición de 50.000 soldados franceses y españoles, a sueldo del entonces señor absoluto de Europa, Napoleón Bonaparte.

El emperador de los franceses había «puesto de rodillas a todos los reyes y reinas del continente, en una sucesión de victorias sorprendentes y brillantes».2 Inglaterra era la excepción; evitando la confrontación en tierra firme, se valió de su pericia marítima para derrotarlo en Trafalgar en 1805. Napoleón reaccionó decretando un bloqueo continental, es decir, los puertos europeos debían cerrarse al comercio inglés. Las órdenes fueron acatadas inmediatamente por todos los países, salvo por el pequeño Portugal.

Entre tanto, una flota inglesa anclaba en la desembocadura del Tajo. Estaba preparada para custodiar la huida del monarca portugués y su corte a Brasil o, en caso de negativa, bombardear Lisboa y saquear la flota portuguesa, como había hecho con la danesa en Copenhague unos meses antes.

El soberano de Portugal, Juan VI, que no pretendía ceder a las exigencias francesas para evitar sacrificar su secular alianza con Inglaterra, se encontraba acorralado entre las dos mayores potencias económicas y militares de su tiempo. Como antaño el pueblo elegido, la nación lusa se hallaba entre la guerra y el mar. La historia de Portugal, de Europa e incluso de América pendía de la decisión de un hombre.

Juan VI de Portugal

Pero este hombre no poseía ninguno de los atributos de un Moisés. Juan María José Francisco Javier de Paula Luis Antonio Domingo Rafael de Braganza —así es su nombre completo—, aunque inteligente, era «tímido, supersticioso y feo. Sin embargo, el principal rasgo de su personalidad, que se reflejaba en su trabajo, era la indecisión».3

Segundo hijo de María I de Portugal, era un príncipe no preparado para reinar: el poder le llegó casualmente a sus manos porque en 1788 su hermano mayor, José —heredero natural al trono— había muerto de viruela y, en 1792, su madre —la reina piadosa— había sido declarada demente e incapacitada de gobernar. A partir de esa fecha, con 25 años, asumió el poder real de forma provisional y siete años más tarde se convirtió en príncipe regente. Sólo fue coronado, en Río de Janeiro, en 1818, tras la muerte de la reina.

Los cortesanos exiliados parecían haber retrocedido en la historia, pero intuían que un gran futuro aguardaba a aquellas tierras vírgenes…
Juan VI, de Albert Gregorius – Palacio Nacional de Ajuda, Lisboa

En aquel año de 1807, ante el emperador que se comparaba con los césares romanos, le correspondía tomar la decisión más importante de su vida: declararles la guerra a los franceses o a los ingleses, poniendo en riesgo su corona en ambos casos.

Ante un escenario sangriento, Juan VI, según cierto autor, «reconociéndose incapaz de heroísmo, optó por la solución pacífica de encabezar el éxodo y buscar en el templado sopor de los trópicos la tranquilidad o el ocio para el que había nacido»;4 la huida estaba decidida.

A diferencia de Moisés, cuyo nombre significa salvado de las aguas (cf. Éx 2, 10), el príncipe fue salvado por las aguas.

Un antiguo plan puesto en práctica

Hacía mucho tiempo que había sido planeada una posible marcha a Brasil. En realidad, siempre que la corona portuguesa se veía codiciada por cabezas extranjeras, la idea de trasladar la corte a algún territorio de ultramar emergía en el espíritu de los estadistas.

Además, Portugal no era la misma nación que tres siglos antes había inaugurado las navegaciones y los descubrimientos marítimos. Ahora se encontraba privado de recursos, cada vez más exprimido y amenazado por los intereses de los países vecinos, sin capacidad para oponerles una resistencia militar eficaz. El refugio de la corte en tierras lejanas parecía la solución más plausible ante las amenazas. Así pues, en 1807 el plan, ya tan maduro, pudo ejecutarse en un plazo suficientemente corto.

Pese a todo, este traslado seguía siendo un acontecimiento sin precedentes: en épocas de guerra, los monarcas habían sido destronados u obligados a buscar refugio en dominios ajenos, pero nunca habían cruzado un océano para vivir y reinar al otro lado del mundo. Es más, hasta ese momento ningún soberano europeo había pisado un territorio de ultramar, quizá por los riesgos de un viaje tan largo y precario.

Ni qué decir lo mucho que este cambio afectó profundamente a ambas naciones: el país dejado atrás vivió los peores años de su historia; mientras que el de destino comenzaba a gatear hacia la independencia.

Un pueblo abandonado

El 24 de noviembre llegaba a Lisboa la noticia de que todas las esperanzas de conciliación con Francia se habían desvanecido. Napoleón había declarado que la casa de Braganza había dejado de reinar en Europa. La indecisión desapareció: la partida quedaba fijada para el 27 de ese mes.

Durante tres días los muebles de palacios enteros fueron encajonados y colocados en barcos. Cientos de carros cruzaban las embarradas calles de Lisboa transportando ropa, vajilla, joyas, alfombras, cuadros e incluso bibliotecas.

Aunque el movimiento despertaba la atención del pueblo, éste no podía creer que el rey abandonara su hogar para reinar desde el otro lado del mundo, sobre todo porque, según la información oficial, todo aquello se trataba de una simple reparación de la flota portuguesa. Sin embargo, cuando se difundió la noticia de la marcha segura, hubo llanto y revuelta; se dice que incluso un carruaje acabó apedreado antes de llegar al puerto.

Debido al viento en contra y a la fuerte lluvia, la salida fue pospuesta al día 29. Aun así, las prisas y la improvisación siguieron siendo inevitables. En la fecha prevista, Juan VI embarcó y, como las circunstancias le impedían pronunciar un discurso de despedida, ordenó que se publicara en las calles un decreto en el que se exponían los motivos del destierro.

A las siete en punto se dio la orden de partir y las embarcaciones empezaron a alejarse de aquel continente cargado de pasado, rumbo a otro con un futuro muy prometedor. En los muelles, quedaba un pueblo abandonado… En siete años, más de medio millón de habitantes huiría del país, perecería de hambre o caería en el campo de batalla. Ya en los límites del horizonte, si Juan VI se atreviera a mirar por la ventana de popa, aún podía ver las tropas francesas tomando Lisboa…

Hacia la tierra de las promesas

En aquella época, un viaje transatlántico era, sin comparación, mucho más demorado y peligroso. La marina británica —la mejor organizada y equipada por entonces— consideraba «aceptable una media de una muerte por cada treinta tripulantes en viajes de larga distancia».5 Además, las naos portuguesas estaban viejas, mal equipadas y viajaban abarrotadas de gente, condiciones que agravaban aún más la incomodidad y precariedad de esa travesía.

Tras zarpar, tuvo lugar el habitual intercambio de salvas de cañones entre las armadas portuguesa e inglesa.

De los pocos datos que se tienen sobre esa navegación, se puede concluir que fue una aventura marcada de principio a fin por aflicciones y sufrimientos. Sabemos que al acercarse al archipiélago de Madeira la flota se dividió en dos debido a una violenta tempestad, reencontrándose solamente en el lugar de destino, tras desembarcar.

El 22 de enero de 1808, Juan VI arribó en Salvador de Bahía, donde había decidido hacer escala antes de dirigirse a Río de Janeiro: quedaban atrás 6.400 kilómetros, recorridos en 54 días de mar. La otra parte de la flota había llegado a la ciudad fluminense una semana antes. A pesar de las penurias de la travesía marítima, no tenemos noticia de muertes o accidentes fatales.

«La misma bahía que trescientos años antes había visto la llegada de la escuadra de Cabral, ahora presenciaba un acontecimiento que cambiaría para siempre, y profundamente, la vida de los brasileños. Con la llegada de la corte a la bahía de Todos los Santos comenzaba el último acto del Brasil colonial y el primero del Brasil independiente».6

Después de cinco semanas de permanencia en la costa nordeste, el monarca reanudó su viaje hacia Río de Janeiro. Finalmente, el 7 de marzo, la escuadra entraba en la bahía de Guanabara, donde los brasileños la recibieron calurosamente.

Los cortesanos exiliados parecían haber retrocedido en la historia, pero intuían que un gran futuro aguardaba a aquellas tierras vírgenes. Estaban ante un libro en blanco, donde se depositaban muchas esperanzas y en el que cabían muchos sueños. Si no era una tierra prometida, era una tierra de promesas. Juan VI había encabezado un éxodo cuyas consecuencias ni siquiera podía vislumbrar o imaginar.

¿Qué sería de Brasil?

¿Qué pasaría si el monarca permaneciera en Portugal?

No pretendemos poner a prueba la paciencia del lector con amplias conjeturas. Pero, considerando la transformación ocurrida en los trece años que la corte portuguesa permaneció en Brasil, fácilmente concluimos que sin esa estancia la Tierra de Santa Cruz habría seguido siendo una colonia dependiente, donde la esclavitud y el analfabetismo habrían abundado durante mucho tiempo. La historia se ha visto obligada a reconocer los frutos benéficos de ese repliegue estratégico, de un inesperado cambio frente a una amenaza.

¿Cobardía o prudencia? Las opiniones difieren. No obstante, esa decisión fue la que garantizó la corona en la cabeza de los Braganza durante algunas décadas más, a diferencia de muchas dinastías europeas. Aunque años después las circunstancias llevaran a Juan VI a regresar a su tierra natal, las consecuencias sociológicas de ese viaje fueron irreversibles. ◊

 

Notas


1 Los datos históricos que constan en el presente artículo han sido tomados de las obras: Light, Kenneth. A viagem marítima da família real. A transferência da corte portuguesa para o Brasil. Rio de Janeiro: Zahar, 2008; Gomes, Laurentino. 1808. Como uma rainha louca, um príncipe medroso e uma corte corrupta enganaram Napoleão e mudaram a história de Portugal e do Brasil. 2.ª ed. São Paulo: Planeta, 2007.

2 Gomes, op. cit., p. 34.

3 Idem, p. 34.

4 Monteiro, Tobias do Rego. História do império. A elaboração da independência. Brasília: Senado Federal, 2018, p. 52.

5 Gomes, op. cit., p. 66.

6 Idem, p. 96.

 

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