Siempre he tenido una impresión singular respecto a ciertas descripciones o representaciones del Cielo. Por la fe sabía que se trataba de un lugar donde existe toda clase de delicias, pero, cuando éstas me eran trazadas, tenía la sensación de que eran deleitosas para los demás y no para mí.
Por ejemplo, algunos cuadros representaban un Cielo muy azul, con una nube blanca en forma de sofá en la que estaba sentado un ángel tocando el violín. Por supuesto, en el Cielo no hay ninguna nube material, pero ese modo de pintarlo simboliza la realidad celestial. Ésta no es, sin embargo, la realidad entera: habría que añadir otros elementos para hacerse una idea completa sobre él.
Comprendo que esos cuadros presentaban algo más agradable que este valle de lágrimas. Aun así, si tuviera que pasar la eternidad en un Cielo azul, sentado sobre una nube blanca y tocando el violín, confieso que no sentiría ese lugar como la patria de mi alma.
Una impresión errónea de inmovilidad
También me sorprendía la idea poco acertada de dibujar el Cielo inmerso en una especie de inmovilidad. Según la doctrina católica, en el Paraíso el hombre no puede crecer en un grado de gloria esencial. Permanece allí por toda la eternidad tal como fue premiado tras su muerte, gozando de una felicidad plena.
Por lo tanto, me daba la sensación de que en el Cielo todo se había detenido para siempre y todos los elegidos miraban a un Dios igualmente inmóvil. Ahora bien, como el movimiento y la comunicación son parte de nuestra forma de ser, me hallaba en la dificultad de entender la atracción de un Cielo así.
Eran ésas algunas impresiones equivocadas que, de no corregirse, podían disminuir mi esperanza y mi interés por los bienes celestiales.
Movimiento en el Cielo, por añadidura de la felicidad accidental
Entonces comencé a realizar un trabajo de análisis del Cielo, a partir de los comentarios de santos, para formarme una verdadera imagen de él y hacerlo más apetecible.
Tratemos más especialmente de aquello que podríamos llamar inmovilidad celestial. ¿Es exacto afirmar que en la eterna bienaventuranza la felicidad del alma no es susceptible de aumentar y que por esta razón todo allí está tan quieto como uno es llevado a imaginar? ¿O hay aumentos de intensidad de esta alegría? En otras palabras, ¿habrá movimiento y vida en el Cielo —e incluso muy vigorosos— como no nos hacemos idea? ¿Cómo será eso?
Para construir de manera paulatina una imagen real del Cielo, consideremos que cuando un hombre realiza un determinado acto bueno o malo, incluso después de haber sido juzgado y recibido su premio o castigo, este acto a veces continúa produciendo repercusiones hasta el fin del mundo.
Tomemos, por ejemplo, un religioso que atrae a una persona para que pertenezca a su congregación. Parece algo muy sencillo y banal. Pero el atraído puede llevar a otro, quien a su vez llamará a un tercero y así sucesivamente, de modo que hasta el fin de los tiempos habrá una corriente de hijos, nietos, bisnietos, tataranietos espirituales de aquel religioso que llevó al primero. A medida que van pasando los siglos, desde lo alto del Cielo podrá ver el efecto de la buena acción que ha practicado y con ello experimentará una alegría renovada. Aunque se sienta inundado de felicidad, al contemplar a Dios cara a cara, cuando mire a la tierra y perciba las consecuencias del bien que ha hecho, su júbilo, por así decirlo, aumenta.
La felicidad de un alma, por tanto, puede crecer accidentalmente al multiplicar, con el tiempo, los efectos de la buena acción que ha realizado. Por cierto, esta verdad siempre me anima cuando me dispongo a escribir un libro: la obra podría producir buenos frutos hasta el fin del mundo, y en el Cielo mi alegría aumentaría al ver que, digamos, dentro de mil años este libro ha hecho bien a algún alma y ha dado gloria a Dios.
Intercambio entre la eternidad y el tiempo
Consideremos otro ejemplo más. Imaginemos a una reina casada con un rey muy poderoso, disfrutando junto con él toda la felicidad que le aporta su condición. Supongamos que el día de su cumpleaños un grupo de campesinos se presenta para bailar frente a la ventana de su habitación, por amor a ella y para rendirle homenaje. Si los campesinos no van, la reina no dejará de ser feliz, pues tiene el convivir con el rey, lo cual constituye su felicidad esencial. Sin embargo, cuando esos súbditos aparecen para obsequiarla, la soberana siente una alegría accidental añadida. Sale a la terraza, contempla la escena, se complace con los campesinos y luego ordena que les sirvan dulces y a cada uno le dirige una palabra amable. Ellos están contentísimos y ella, halagada.
Por consiguiente, este hecho aumentó, accidental y no esencialmente, el contento de la reina, a semejanza de los flecos de una alfombra que, sin ser parte de ella, no obstante, le sirven de prolongación.
Análogamente, muchos acontecimientos en la tierra pueden aumentar nuestra alegría en el Cielo, pues existe una relación entre ambos por la cual las felicidades del Paraíso se mueven de acuerdo con las situaciones de este mundo.
De paso, conviene recordar que la regla se aplica también al infierno: siempre que el condenado contempla el mal que hizo afectando a otros en el tiempo, su tormento puede, en cierto sentido accidental, aumentar.
Esto nos lleva a reflexionar, porque todo lo que realizamos en esta vida terrena está repercutiendo en gloria en el Cielo o en tristeza en el infierno. Si supiéramos contemplar de esta manera cada acto de nuestra existencia, ¡qué diferente sería ésta! Si también concibiéramos el Cielo como una tribuna en la tierra, con la posibilidad de que los santos intervinieran activamente por los que están aquí abajo, a través de sus oraciones e inspiraciones, ¡cuán diferente sentiríamos el Paraíso!
Santa Teresa del Niño Jesús decía que quería pasar su Cielo haciendo el bien en la tierra. Es un hermoso programa que nos demuestra, una vez más, la realidad de este intercambio entre la bienaventuranza eterna y el tiempo.
Convivencia que intensifica la relación con Dios
Alguien podría preguntar: «Dr. Plinio, estoy de acuerdo, pero cuando la historia de la humanidad en la tierra termine y todos los elegidos estén en el Cielo, ¿se paralizará todo?».
Para responder a esto, evoco un bonito episodio de la vida de Santa Gertrudis. Se dice que un día, mientras ella y sus religiosas cantaban el Ave Maria durante el oficio de maitines, la santa fue arrebatada en éxtasis. Entonces vio tres rayos de luz que salían del seno de la Santísima Trinidad —simbolizando el poder del Padre, la sabiduría del Hijo y la ternura misericordiosa del Espíritu Santo— que penetraban en el Corazón de Nuestra Señora, para de éste regresar a la fuente, es decir, la Trinidad Beatísima.
Esta visión dejaba claro cómo la Madre de Dios se regocija en su Corazón, y cómo en este hay nuevas expansiones de la Santísima Trinidad cada vez que un alma en la tierra reza devotamente el Ave Maria.
Ahora bien, a fortiori, cuando un bienaventurado en el Cielo elogia a la Virgen, se produce un aumento de comunicación de Ella con la Santísima Trinidad y viceversa. Al igual que hay una añadidura accidental de júbilo en el Paraíso, por la cual, en la medida en que los santos se aman, conversan y conviven, la relación de todos con Dios se intensifica.
Existe, por tanto, una especie de interacción recíproca a la que Dios se asocia. Es el movimiento del Cielo, a la manera de una inmensa, santísima e inocentísima política, donde todos se esfuerzan, sin descanso, por aumentar su propio regocijo y el de los demás, nadando, por así decirlo, en gentilezas y felicidad mutuas.
Una continua novedad
Desde este punto de vista, el Cielo podría compararse a una corte espléndida, perfecta, donde los cortesanos, al encontrarse, se inclinan profundamente unos ante otros con inmenso amor; después se saludan ante el Rey, quien al percibir este afecto, se alegra y le concede a cada uno un galardón. Ellos agradecen la munificencia del Monarca, que les ofrece más premios. Y así caminan de recompensa en recompensa, siempre enriquecidos con algo nuevo.
Esta vida y este movimiento en el Cielo se verifican, sobre todo, en el progreso que hacen los elegidos en el conocimiento de Dios, infinitamente interesante. Siendo Él la dulzura, la afabilidad, nos revela en esencia todas las cosas, con agrado, con encanto, con aquello que podríamos llamar brío divino, como no lo podemos imaginar…
De manera que, a lo largo de todas sus infinitudes, siempre veremos a Dios diferente y nunca terminaremos de conocerlo. Será para nosotros una continua novedad, cuyos variados aspectos comentarán entre sí los ángeles y los santos, pues cada uno contempla y adora a Dios desde distintos ángulos. La conversación sobre las excelencias divinas será cantada, y este cántico eterno del Cielo inducirá a los justos a un constante progreso, sin fatiga, porque es movimiento y descanso al mismo tiempo.
¿Cómo imaginaría mi Cielo?
Finalmente, en atención a la amable petición de mis oyentes, diría entonces cómo me imagino el Cielo para mí, si hasta allí me lleva la misericordia de Dios. Entendiendo que, a ruegos de María, el Señor puede destinarme algo muy diferente de lo concebido por mi imaginación. Lo que diré es sólo un boceto hecho desde «este lado», implorándole a la Santísima Virgen que me conceda algo aún mejor.
Considerando la índole de mi alma, imagino que vería a Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo y, justo debajo, a Nuestra Señora. Los contemplaría a una altura prodigiosa, infinitamente superiores a mí, de tal modo que me sentiría como una mota de polvo en comparación con ellos, pero encantado de ser una mota de polvo y de ser ellos lo que son.
Al mismo tiempo, por una paradoja, estaría tan cerca de ellos que los vería y me consideraría en condiciones de amarlo todo exactamente como ellos lo hacen. Entre Dios, la Virgen y yo, me gustaría contemplar una jerarquía espléndida y armoniosa de personas, sucesivamente superiores, con perfecciones y órdenes crecientes, a través de las cuales podría conocer mejor a Dios.
Y me imagino encantado en esta jerarquía, pequeño dentro de ella, pero muy embelesado, teniendo la impresión de que todas estas excelencias me inundarían y se reflejarían en mí como algo gravísimo, muy serio, muy majestuoso, por un lado; por otro, afabilísimo, lleno de sonrisa y de condescendencia para conmigo, de forma que exclamaría: «¡He llegado, por fin, a la patria de mi alma!».
Tal concepción del Cielo no estaría completa sin la idea de una relación particular con Nuestra Señora. Una relación que, si no fuera osado, la ambicionaría de una forma muy especial, como la de una mota de polvo junto al trono de la Reina celestial, muy cerca de Ella y —por qué no atreverme a imaginarlo— incluso en el propio Corazón de la Santísima Virgen.
Este es mi deseo. Así sería el Cielo que concibo para mí. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año VII. N.º 76
(jul, 2004); pp. 26-30.