De entre los elementos que componen la espiritualidad eucarística, destacan la caridad, el culto a Jesús Sacramentado y la belleza de la liturgia, la cual no constituye un adorno, sino que pertenece a la esencia de la celebración de la Eucaristía.

 

Antes que nada, quiero saludar a Mons. Raymundo Damasceno Assis. Fuimos compañeros en Roma y siempre hemos cultivado la amistad y la colaboración. No me ha invitado él a dar esta conferencia, ¡sino que me intimó a ello! Y he venido con mucha alegría. También saludo a los hermanos obispos aquí presentes y a Mons. Antonio Luiz Catelan Ferreira, gran teólogo, que fue alumno mío en la Facultad de Teología de São Paulo.

En este momento quiero saludar igualmente a Mons. João Scognamiglio Clá Días, fundador de los Heraldos del Evangelio, que continúa, con su vida de santidad y oración, sustentando esta gran organización de la Iglesia y gloria de la Iglesia.

Entremos entonces en el tema de nuestra reflexión: la espiritualidad eucarística.

La Eucaristía, gran evento salvífico

Justo después de la consagración del pan y del vino, el sacerdote exclama: «Este es el misterio de la fe». De acuerdo con el Papa San Juan Pablo II, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, y el Papa Benedicto XVI, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, no se trata de una simple exclamación sino de una proclamación llena de admiración, de arrobamiento, casi un éxtasis. Tal admiración, en realidad, es un eco de aquel que los Apóstoles sintieron en la Última Cena, cuando oyeron de Cristo el mandato: «Haced esto en memoria mía» (1 Cor 11, 24). Jamás habrían tenido la audacia de repetir esas solemnes palabras de Jesús al instituir la Eucaristía si no hubieran recibido esa orden. […]

«Este es el misterio de la fe». Misterio es un evento salvífico revelado por el propio Dios. Y la Eucaristía, como memorial del sacrificio redentor del Calvario, es el mayor misterio, el mayor evento salvífico revelado por Dios. Ella nos recuerda que la fe no consiste, ante todo, en la adhesión a una doctrina, sino la acogida de un evento salvífico. […]

La Historia de la salvación se desarrolla en el espacio y en el tiempo. Comenzó justo después del pecado cometido en los orígenes de la humanidad, cuando Dios le dijo a la serpiente, imagen del demonio: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza» (Gén 3, 15); llegó al centro en la «plenitud del tiempo» (Gál 4, 4), como enseña San Pablo, en el momento de la Encarnación, en donde el Hijo de Dios se hizo hombre; y tendrá un final: el regreso glorioso de Cristo para, a continuación, entregar al Padre la humanidad por Él redimida en la cruz y resucitada.

No obstante, tras la Ascensión del Señor al Cielo, la Historia de la salvación prosigue de forma sacramental. Y el sacramento principal es la Eucaristía, que Santo Tomás de Aquino denomina «tantum ergo sacramentum», gran misterio, gran evento salvífico. […]

El acto principal de la fundación de la Iglesia

Me gustaría recordar el título de la encíclica Ecclesia de Eucharistia —La Iglesia vive de la Eucaristía—, con el cual San Juan Pablo II muestra que la institución de la Eucaristía fue el acto principal de la fundación de la Iglesia.

Hubo diversos actos fundacionales de la Iglesia. Bastar recordar la convocatoria de los doce Apóstoles. El pueblo de Israel, antiguo pueblo de Dios, estaba formado por doce tribus, descendientes de los doce hijos del patriarca Jacob. Al convocar doce Apóstoles, Cristo mostró que estaba fundando el nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios. Por eso el número doce se volvió sagrado. Debido a la muerte de Judas, la primera actitud que los Apóstoles adoptaron tras la Ascensión fue restablecer el número doce en el Colegio Apostólico, con la elección de Matías.

Podemos decir que también fue un acto fundacional de la Iglesia la institución de la Oración dominical, el padrenuestro, que Cristo transmitió a sus discípulos. En aquel tiempo, cada grupo religioso de Israel —el de los fariseos, el de los saduceos, el de Juan Bautista— tenía su oración propia. Un dato interesante: era la oración la que daba integridad al grupo. Así, al transmitir a la comunidad de sus discípulos una oración propia, Jesús hizo que ella tuviera una identidad frente a los otros grupos religiosos de Israel.

Sin embargo, el acto principal de la fundación de la Iglesia fue la institución de la Eucaristía, en que el cordero pascual fue sustituido por el cuerpo de Cristo y el cáliz de la Antigua Alianza, por el de la Nueva Alianza. Al igual que Israel se convirtió en el pueblo de Dios a partir de la alianza en el Sinaí, Cristo, al realizar la Nueva Alianza por la institución de la Eucaristía, fundó el Nuevo Israel, que es la Iglesia.

Ecclesia de Eucharistia significa que la Iglesia hace, celebra la Eucaristía; es el acto principal que realiza, a través de sus ministros ordenados. Pero significa también que la Eucaristía ilumina toda la vida de la Iglesia: la catequesis, la moral, la misión, y así en adelante. […]

En la celebración de la Eucaristía la Iglesia se convierte, en plenitud, en el cuerpo de Cristo

La Última Cena (detalle) – Iglesia de San Rafael, Springfield (EE. UU.)

La comunión eclesial no es un esfuerzo voluntario de nuestra parte. Es ante todo comunión en la gracia, comunión de los santos —de aquellos que fueron santificados en el Bautismo—, comunión con Cristo. Por eso San Pablo muestra claramente que la Iglesia se convierte, en plenitud, en el cuerpo de Cristo durante la celebración de la Eucaristía.

En cierto modo, defiende la siguiente tesis. Cuando como un pedazo de pan, éste se transforma en mi cuerpo; cuando bebo una copa de vino, se transforma en mi sangre. Luego comer y beber son actos de comunión (cf. 1 Cor 10, 16-17).

A partir de ahí, Pablo saca algunas consecuencias: los que comen la carne ofrecida en sacrificio —se refiere al culto judío— entran en comunión con el altar, con lo sagrado; los que comen la carne ofrecida a los ídolos entran en comunión con los demonios, porque los ídolos son obras de los demonios; y los que se alimentan de la Eucaristía entran en comunión con el cuerpo del Señor. Entonces, en la celebración de la Eucaristía es la Iglesia la que se convierte, en plenitud, en el cuerpo de Cristo. La Eucaristía expresa la identidad de la Iglesia y todas las veces que la Iglesia la celebra, crece en la comunión. […]

Centro de la vida cristiana

Vamos ahora a la espiritualidad eucarística, tema de esta nuestra reflexión. […] La espiritualidad consiste en vivir en relación con Dios, vivir en comunión con Dios. Ahora bien, no hay en este mundo modo más pleno de comunión con Dios que la Eucaristía. Ella es el centro de la vida cristiana; y la piedad eucarística es la espiritualidad cristiana. Por eso cualquier otra espiritualidad necesita estar articulada con la Eucaristía, pues, de lo contrario, no será verdadera.

De esta premisa, quiero mostrar algunas consecuencias.

En primer lugar, un componente de la espiritualidad eucarística es nuestra vida transformada en culto agradable a Dios. San Pablo afirma en la Carta a los romanos: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual» (12, 1). Para Pablo el cuerpo significa todo el ser humano, incluso en su visibilidad. Y para designar el culto habla de liturgia: «Hermanos, os pido que ofrezcáis vuestro cuerpo como una liturgia agradable a Dios». Entonces, la vida de quien tiene espiritualidad eucarística se convierte en esta liturgia agradable a Dios.

Sacramento de la caridad

Otro componente de la espiritualidad eucarística es la caridad. Podemos decir que la Eucaristía es el sacramento de la caridad, el sacramento del nuevo mandamiento: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). No se trata solamente de amar al prójimo como a uno mismo, sino de ir más allá: amar al prójimo como Cristo, a la manera de Cristo.

San Agustín1 afirma que quien vive el mandamiento nuevo del amor se convierte en una nueva criatura. Este mandamiento nuevo es tan importante que los cristianos de la era apostólica inventaron un término técnico para designarlo: ágape, que lo traducimos por caridad.

La caridad es, ante todo, un amor crucificado, capaz de sufrir y morir por el prójimo, como hizo Jesús. La caridad es un amor de donación. No consiste únicamente en donar algo al prójimo —alimentos, por ejemplo—, sino en donarse a sí mismo, gastar cada día un poco de su vida para que el otro tenga más vida. La caridad es un amor lleno de esperanza. Para el que tiene caridad, nadie es irrecuperable, nadie está definitivamente perdido; una persona puede convertirse en una nueva criatura incluso en el momento de la muerte. Y, finalmente, la caridad es el amor que todo lo perdona.

¿Qué significa perdonar? Perdonar no es sólo olvidar la culpa o ser indiferente a ella, sino curar la llaga de la culpa. Toda culpa constituye una llaga abierta en la verdad y en el amor. Toda culpa ofende a Dios, porque Dios es la Verdad, Dios es el Amor. Ahora bien, por el amor de caridad, en el que unimos nuestro perdón al perdón de Cristo, la llaga de la culpa queda curada. […]

La devoción más agradable a Dios y más útil para nosotros

Un componente más de la espiritualidad eucarística es, lo podemos decir, el culto a la Eucaristía. La presencia real de Cristo continúa en las especies del pan y del vino incluso después de la Misa; y de ahí surge el culto a la Eucaristía, expresado en las diversas formas de adoración.

Afirma San Alfonso de Ligorio: «De todas las devociones, la de adorar a Jesús Sacramentado es la primera después de los sacramentos, la más agradable a Dios y la más útil para nosotros».2 La adoración a la Eucaristía se realiza en las horas santas, en las bendiciones del Santísimo Sacramento, en la adoración perpetua, en las procesiones eucarísticas, en las visitas a Jesús Sacramentado. Mi madre lo visitaba todos los días.

San Agustín ya lo había escrito en su tiempo: nadie se acerque a la Eucaristía sin haberla adorado antes.3 Así pues, la adoración a la Eucaristía nos lleva a participar profundamente en la Celebración eucarística.

La belleza de la liturgia no es un mero elemento decorativo

Otro componente de la espiritualidad eucarística es la belleza de la liturgia. Y el Papa Benedicto XVI4 afirma que la belleza de la liturgia no es un adorno, sino que pertenece a la esencia de la liturgia, sobre todo la liturgia eucarística.

Fíjense bien, conforme muestra San Lucas, la Eucaristía fue instituida por voluntad de Jesús en una habitación del piso superior de la casa, amueblada con divanes (cf. Lc 22, 12). ¡Un salón bonito! A principios del siglo III, los cristianos comenzaron a edificar templos bellos desde el punto de vista arquitectónico. ¿Por qué? Porque allí se celebraba la Eucaristía. Debe ser bella, por el estado de gracia, no sólo el alma de los que participan en la Eucaristía, sino también el templo donde se celebra.

La belleza pertenece, por tanto, a la celebración de la Eucaristía. Y es por eso por lo que no se puede alterar nada en la celebración de la Eucaristía. Nadie es dueño de la Eucaristía, es patrimonio de la Iglesia. Y la Iglesia, cuando quiere hacer algún cambio pequeñísimo en la liturgia, toma mucho cuidado y primero ve si esa modificación está de acuerdo con la Tradición cristiana y con la doctrina del magisterio. […]

Los Heraldos evangelizan, sobre todo, a través de la belleza de la santidad

Quiero concluir mi exposición refiriéndome ahora al tema de este simposio: el carisma de los Heraldos. Este carisma está expresado en el propio nombre de la institución: Heraldos del Evangelio. ¡Proclamadores! Personas que proclaman en alta voz el Evangelio, con convicción. En el caso de los Heraldos, no obstante, ese anuncio tiene un pormenor significativo: evangelizan por la via pulchritudinis, como decía San Agustín, por la vía de la belleza.

Los Heraldos evangelizan a través de la belleza de la liturgia, que ellos cultivan. Evangelizan a través de la belleza de la música, sobre todo del canto gregoriano. Este es el canto litúrgico por excelencia, el canto que nos eleva a Dios por sus melodías. ¡Y cómo cantan! Los Heraldos evangelizan también a través de la belleza de sus templos. No son templos ricos, sino templos bellos.

Pero yo diría que los Heraldos evangelizan, principalmente, a través de la belleza de la santidad. Cuidan de la santidad con mucho cariño; y la santidad es bella. La belleza de Dios, infinitamente alejado de todo mal y todo pecado, está, ante todo, en su santidad. Entonces, es a través de la belleza de la santidad de vida que los Heraldos evangelizan. Por eso son un patrimonio que la Iglesia debe cuidar con mucho celo y también debe amar. 

Fragmentos de la conferencia impartida
en el «Seminario sobre el carisma de los Heraldos del Evangelio»,
el 4/8/2021, en São Paulo — Si hubiera alguna imprecisión
en la exposición se debe al lenguaje hablado.

 

Notas

1 Cf. SAN AGUSTÍN. Tratados sobre el Evangelio de San Juan. Tratado LXV, n.º 1.
2 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Visite al Santissimo Sacramento ed a Maria Santissima. Introduzione. In: Opere ascetiche. Roma: CSSR, 1939, v. IV, p. 295.
3 Cf. SAN AGUSTÍN. Comentarios a los Salmos. Salmo XCVIII, n.º 9.
4 Cf. BENEDICTO XVI. Sacramentum caritatis, n.º 35.

 

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