La convivencia entre los elegidos en el Cielo empíreo

¡Cuánto nos atrae la idea de una relación perfecta, llena de admiración, bienquerencia y armonía, sin roces ni decepciones! Pues bien, lo que podría ser un sueño en este valle de lágrimas constituye uno de los premios preparados por Dios para los que se salvan.

El cuerpo es un elemento integral de nuestra persona. El alma no es para el cuerpo como, por ejemplo, éste lo es para la ropa, la cual puede cambiarse por otra sin alterarlo. El cuerpo no es la ropa del alma; cuerpo y alma forman un todo, una sola persona.

Y si alguien va al Infierno —¡Dios no lo quiera!—, la justicia dicta que sea castigado en cuerpo y alma, porque es la persona entera la que peca y, por tanto, debe ser punida. El cuerpo se constituye en instrumento del alma para la mayoría de los pecados, y parece razonable que el instrumento sea punido como castigada es el alma, autora del pecado. Así pues, contrario sensu, también el cuerpo merece ser recompensado cuando la persona se salva.

Dios dispuso el Cielo empíreo para que los cuerpos tengan allí su premio. El alma se reunirá con el cuerpo en la resurrección de los muertos, y éste disfrutará de numerosos deleites. Pero, al mismo tiempo, el alma gozará de un deleite aún mayor, y así debe ser, porque, de los dos elementos que constituyen al hombre, es mucho más noble, sin comparación.

Basta pensar en los animales —que tienen cuerpo pero no alma—, y ​​la superioridad del hombre sobre ellos, para comprender hasta qué punto el alma, espiritual e inmortal, está por encima del cuerpo.

Desde esta perspectiva, se entiende que la felicidad del alma debe ser mucho mayor que la del cuerpo; y no sólo mucho mayor, sino infinitamente mayor. En efecto, el alma ve a Dios cara a cara, y en este trato con Él experimenta una alegría inefable.

Contacto de alma intensísimo y directo

Para formar una idea adecuada de la felicidad de ver a Dios, me sirvo de lo que dice Cornelio a Lápide1 sobre el deleite de la convivencia de las almas en el Paraíso celestial, la alegría que un alma tendrá al conocer a otra y ser una con otra. A partir de esto —como un remoto, pálido e insuficiente término de comparación— podremos tener una noción de cómo es la convivencia del alma con Dios.

El contacto de las almas en el Paraíso es intenso y directo, como si cada una «leyera» a la otra a modo de un libro abierto

El contacto entre las almas en el Paraíso es intenso y directo. Difiere del contacto entre nosotros, en el que cada persona refleja, de alguna manera, estados de alma que se pueden observar, si prestamos atención. Un poco por hipótesis, un poco con certeza —muchas veces sin saber distinguir exactamente la hipótesis de la certeza—, formamos una determinada noción con respecto a la mentalidad, la psicología y la disposición del otro, cómo recibe nuestra conversación y nuestra compañía, y cómo estamos recibiendo nosotros su compañía.

Este contacto de alma que ocurre en la tierra ofrece algo de luz, pero sobre todo presenta sombras. Nos gustaría conocer mucho más. Sin embargo, en el Cielo, las almas se conocen directamente, como si cada una «leyera» a la otra a modo de un libro abierto.

El Dr. Plinio en agosto de 1991

Armonía plena, entre todos

Como todas se hallan en estado de perfección, habiendo sido purificadas, en el Purgatorio, de todos los defectos que tenían en la tierra, la consideración de cualquier alma es sumamente placentera. No existen los inconvenientes que hay en este mundo, donde, siendo o no buenos psicólogos, nos encontramos de repente, por defecto propio o ajeno, con estados de espíritu incompatibles con los nuestros. Y con esa incompatibilidad viene el desagrado en la convivencia.

A veces, por el contrario, surge una gran armonía con otra alma. Pero se trata de algo pasajero, que asoma unos instantes y luego desaparece. Como mucho, podemos decir: «Si conociera a esta persona más a fondo, en tal vertiente, existiría la probabilidad de que nos entendiéramos muy bien. Y en otras facetas, ¿cómo nos entenderíamos? ¿Igual de bien? Ese aspecto, que se ha manifestado tan fugazmente en ella, ¿qué profundidad, qué sustancia tiene? ¿Quién es esa persona?».

En el Cielo no hay nada de esto. Todos los estados de alma son definitivos. Unos pueden aparecer con más realce, otros con menos, dependiendo de lo que el alma vea en Dios, pero todo es perfecto. Entonces, además del conocimiento total, tenemos el conocimiento de aquello que es plenamente deleitoso, armonioso en sí mismo —no hay contradicción en el interior de esas almas— y armonioso con nosotros.

En el Cielo nos alegraremos de ver a este o aquel como una perpetua fiesta de conocimiento, reconocimiento y profundización

Como estaremos, mediante la oración y la ayuda de Nuestra Señora, en estado de perfección, jamás tendremos roces unos con otros. Y nos alegraremos de ver a este, a aquel, a tal otro, como una perpetua fiesta de conocimiento, reconocimiento y profundización. Y esta alegría —que aún no es ni de lejos el gozo de ver a Dios cara a cara— podemos imaginarla si consideramos que nos encontraremos en el Cielo con aquellos que fueron nuestros conocidos en la tierra y que nos ayudaron, o a quienes ayudamos, a hacer el bien.

Convivencia en la que se aman las desigualdades

Ésa es la verdadera convivencia, en la que la envidia, el odio, el desagrado por las desigualdades no existen; en la que el mayor llena al menor de contento y satisfacción.

Hace algún tiempo, cuando circulaba por una carretera de São Paulo, me vino una idea muy pasajera de esa realidad. En cierto tramo hay una enorme plantación de eucaliptos, que pertenece a una empresa papelera, y en un sitio determinado existe un pequeño humedal por donde discurre un riachuelo; el terreno es un tanto pantanoso y la plantación se abre un poco. Paso por allí con frecuencia, y de vez en cuando el viento sopla de una forma curiosa, quizá en remolino, dando la impresión de que aquellos árboles hacen reverencias unos a otros.

Al ver esos eucaliptos, pienso en la armonía existente en el Cielo entre personas que aprecian las virtudes mutuas y se reverencian. Incluso la mayor hacia la menor, porque todo ser humano, por muy alto que sea, debe amar y respetar a su igual, pues éste está hecho a imagen y semejanza del Creador. Pero también porque todo hombre es único en algún aspecto. Y en el Cielo se conoce lo que uno posee de irrepetible. Por lo tanto, en el acto de conocer, hay un gozo especial de hacer referencia a Dios, comprendiendo lo que Él ha querido realizar allí.

Todo esto hace de la convivencia de alma a alma un deleite que no podemos llegar a tener idea en esta vida.

Detalle de «La Virgen María con los Apóstoles y otros santos», de Fra Angélico – Galería Nacional de Londres

Variedad deleitable de sabores espirituales

Un aspecto de las relaciones terrenales puede ayudarnos a entender un poco ese deleite. Hay personas que son expresivas; es decir, expresan lo que sienten. Algunas son agradablemente expresivas. Otras son desagradablemente expresivas, a veces sin culpa propia.

Es muy deleitable entrar en contacto con una persona que se expresa bien, sobre todo cuando se percibe no sólo el significado claro de la palabra, sino la armonía, la consonancia de toda su personalidad con aquello que está diciendo.

Se podría afirmar que el que tiene esa aptitud está para quien se expresa de manera teórica y sin otras refracciones fuera de sí mismo, como el que canta está para quien simplemente habla.

Ahora bien, en el contacto de los hombres entre sí en el Paraíso —especialmente con los ángeles, con María Santísima y con Nuestro Señor—, notaremos eso, porque todo transcurrirá de manera perfecta y agradabilísima; no habrá, pues, un solo contacto que no sea verdaderamente magnífico.

En los esplendores del Cielo, si viéramos pasar, por ejemplo, a San Gregorio VII, radiante de gloria —como lo estaba cuando el emperador Enrique IV se arrodilló ante las puertas del castillo donde se encontraba el Papa, para pedir perdón—, nos daremos cuenta de todas las formas de santidad que había en él, incluida la santa cólera que lo animaba en ese momento.

También se nos dará contemplar en cada santo todas sus virtudes, especialmente aquellas que más practicó en la tierra

No podemos imaginar, por tanto, un Cielo endulzado. Dulce, sí; dulzón, no. Con una variedad deleitosa de sabores —sabores espirituales, por supuesto— mediante la cual todos los estados virtuosos del alma, desde la más atenta indagación reflexiva hasta el arrobamiento, desde la cólera más angelical hasta la serenidad más diáfana y tranquila, se dejarán sentir en las diversas almas, sobre todo en aquellas cuya virtud fue más intensa en la tierra.

Hay un cuadro de Fra Angélico, que me gusta mucho, que representa a Santo Domingo estudiando. Para realzar la pureza del santo, el artista pintó a un hombre adulto, pero con la inocencia de un niño, sentado, con una mano en la barbilla, leyendo un libro colocado sobre sus rodillas. Pues bien, en el Cielo podremos contemplar en Santo Domingo todas las virtudes que allí se reflejan.

Santo Domingo, de Fra Angélico – Museo Nacional de San Marcos, Florencia (Italia)

Encuentro con Santo Tomás de Aquino

Qué hermoso sería, por ejemplo, ver a Santo Tomás de Aquino en vida reflexionando profundamente sobre un tema, y su espíritu poderoso buscando la verdad.

Podemos imaginarlo —tras haber levantado soberbias cordilleras de pros y contras, pensar y decir que no conseguía resolver la cuestión— arrodillándose ante el sagrario, haciendo una profunda genuflexión, y con los ojos puestos en la mediación de Nuestra Señora, abriendo el tabernáculo y metiendo la cabeza dentro, para reflexionar y encontrar la verdad. ¡Qué cosa tan magnífica! ¿Cómo sería su frente venerable?

Viendo pasar a Santo Tomás en el Cielo, ¡notaremos todo eso! Y comprenderemos el gozo que esta consideración puede darnos. Sobre todo si nos sonríe y nos dice: «Tú estabas en una reunión en São Paulo, donde todos pensaban en mí con la cabeza puesta en el sagrario, ¿verdad? En aquel momento, ¡recé por ti en el Cielo!».

Cuán grato será para nosotros ver que somos conocidos por Santo Tomás, quien, estando ya en el Cielo, nos protegió cuando estábamos en la tierra. Podemos imaginar los primeros encuentros en el Cielo y la alegría de esa forma de convivencia.

Una orquesta deslumbrante

También quisiera decir algo con respecto a la convivencia con los ángeles, que es otra forma de acercarnos a una idea de lo que es la visión de Dios cara a cara.

Los ángeles conocen perfectamente las almas de los bienaventurados y éstas los conocen como conocen lo que sucede en otras almas. Y en esa cognición ven la perfección de cada uno de ellos.

Resulta que el ángel, como ser espiritual, es simplicísimo y tiene una nota dominante que lo define. Entonces podríamos decir que hay un ángel de la pureza, otro de la valentía, otro de la fortaleza, otro de la sabiduría, otro de la templanza, y así sucesivamente; e imaginar las diversas virtudes en sus mil y una modalidades posibles, y los ángeles reflejándolas de un modo muy acentuado.

De manera que al considerar a los ángeles en su conjunto tendríamos un panorama de todas las virtudes en su conjunto. Y reflexionando sobre los ángeles según se relacionen entre sí, no esquemáticamente, sino a través de los movimientos de lo que sucede en el Cielo, tendríamos una imagen de conjunto de una orquesta asombrosa, que interpreta una partitura improvisada a cada momento.

Así, las distintas virtudes se entrelazan, se desenredan, se agrupan y se reagrupan, pero con una plenitud y una fuerza de personalidad y de afirmación que nosotros, simples criaturas terrenales, en absoluto imaginamos. Un solo ángel ya nos dejaría deslumbrados. Para hacernos una idea de ello, basta decir que si conversáramos solamente con un ángel durante un millón de años, experimentaríamos la sensación de que aún tiene algo nuevo que contarnos.

Los ángeles son mucho más numerosos que los hombres; debemos ocupar el lugar que dejaron los ángeles malditos cuando cayeron en el Infierno. Vislumbraremos así cómo será la convivencia duradera y admirable con esa incontable cantidad de ángeles. Será un mar de delicias.

Contacto de las almas en el Paraíso

Supongamos que pudiéramos viajar a tierras lejanas. Lo más agradable, sin duda, sería conocer lugares con diversos entornos geográficos y paisajes, donde hubiera personas variadas con las que nos entendiéramos, todas buenas, pero, sobre todo, con distintas formas de belleza y de bondad, de modo que armonizáramos con todas ellas. Esa variedad combinada, de personas y entornos, constituiría un placer muy grande.

Pero imaginemos que alguien le dijera a uno de nosotros: «Tienes que elegir entre dos formas de turismo: visitar diferentes lugares del mundo, vacíos y sin gente; o ir a un sitio donde, en todo momento, te aparezcan personas de distintas partes del orbe, perfectísimas y buenísimas, con sus trajes regionales, su espíritu, su lengua, y ​​cada una de ellas con una prosa excelente».

La convivencia armónica de las almas en el Paraíso es más preciosa que los deleites materiales del Cielo empíreo

¿Qué preferiríamos? ¿Los lugares vacíos o las personas? Personas, por supuesto. Pues, por muy excelentes que sean los paisajes, la parte más importante del hombre es el alma, y ​​similis simili gaudet —lo semejante se alegra con lo semejante—, el alma se regocija en el contacto con otra alma. ¡Evidentemente!

La convivencia de las almas en el Paraíso es más preciosa y más valiosa que el contacto con la materia del Cielo empíreo, a pesar de su magnificencia y de todas sus otras maravillas; todo eso es poco con respecto a la incomparable armonía de las relaciones que tendremos en el Cielo. ◊

Extraído, con adaptaciones al lenguaje escrito,
de: Conferencia. São Paulo, 9/1/1981.

 

Notas


1 Cf. Cornelio a Lápide. «Ciel». In: Les trésors de Cornélius a Lapide. 4.ª ed. Paris: Poussielgue Frères, 1876, t. i, pp. 289-291.

 

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