La contemplación según Santo Tomás de Aquino – Amar y conocer es contemplar

El Doctor Angélico explica diversos matices que la contemplación debe manifestar en las almas que desean, aún en esta tierra, ver el rostro del Señor, y nos presenta al Discípulo Amado como prototipo del contemplativo.

Considerar, apreciar, observar con atención, trascender de lo físico a lo inmaterial, elevarse de lo natural a lo sobrenatural… ¿En qué consiste exactamente la contemplación? Para responder a este interrogante podríamos definir la contemplación como el acto de reflexionar acerca de algo en busca de su significado más profundo. ¿Sólo sería esto?

Aunque correcto, dicho concepto aún está incompleto, porque si analizamos la cuestión desde el punto de vista teológico veremos que desde la Antigüedad la contemplación era entendida no únicamente como la búsqueda de la esencia de las cosas a través de la razón, sino como el conocimiento de ellas en su relación con el Creador, alcanzando su ápice en la visión del propio Dios.1

Por eso, ponderaba Santo Tomás de Aquino con gran acierto: «Como elemento principal pertenece la contemplación a la verdad divina, porque tal contemplación es el fin de toda la vida humana».2 En consecuencia, la vida contemplativa consiste en amar a Dios, ya que la caridad hace que nuestro corazón arda en deseos de ver el rostro del Creador.3

Aliada al amor, la natural inclinación de saber lleva al hombre a remontar a las causas observando los efectos. Así pues, empleando la inteligencia y la voluntad para conocer a través de las criaturas la Causa causarum —es decir, el divino Artífice— alcanzará en la vida futura el fin último de la criatura intelectual: ver la esencia de Dios.4 Por lo tanto, contemplar ha de ser la primordial ocupación de quien ama y amar ha de ser el fin de todo el que desea contemplar a Dios.

El Doctor Angélico trata más en profundidad sobre la contemplación en su comentario al Evangelio de San Juan, en el que presenta al Discípulo Amado como prototipo del contemplativo, que transmite de manera sublime lo que, movido por la caridad, observó del Hombre-Dios.

No obstante, en grados diferentes, todos estamos llamados a esta contemplación. ¿Cómo alcanzar tal grado de perfección?

Inteligencia y voluntad unidas en la contemplación

El acto de contemplar es propio del intelecto, ya que comporta el objeto del entendimiento, es decir, la verdad. Sin embargo, Santo Tomás5 muestra que no se puede afirmar que este acto pertenezca tan sólo a la inteligencia, porque el impulso para ejercer tal operación le compete a la voluntad, la cual mueve a todas las demás potencias, incluso al mismo intelecto.

Con sabiduría divina, el Salvador expresó esta realidad cuando dijo: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6, 21). De hecho, el hombre que encuentra el «tesoro escondido» (Mt 13, 44) del conocimiento de Dios es movido por el amor a abandonarlo todo para obtenerlo; el corazón constituye el gran motor de sus acciones para alcanzar el bien anhelado por el intelecto.

De esta forma, como el deleite se obtiene cuando se alcanza el objeto amado, el término de la vida contemplativa consiste en el deleite de conocer el objeto deseado. Con cada nuevo peldaño de conocimiento, el amor se vuelve más intenso, ya que el conocimiento produce amor, y el amor, a su vez, anhela conocer siempre más y más.

Pensar, meditar, contemplar

Conviene también considerar que el hombre llega a la intuición de la verdad progresivamente, mediante muchos actos. Así pues, aunque la vida contemplativa se consuma en un solo acto —el conocimiento y el amor de la verdad—, implica muchos actos que preparan esta acción suprema. Según las enseñanzas de Ricardo de San Víctor, Santo Tomás6 distingue los términos pensamiento, meditación y contemplación a lo largo de este proceso.

El pensamiento es la observación de muchos elementos de los cuales se pretende deducir una simple verdad, vocablo que puede incluir tanto las percepciones de los sentidos que nos dan a conocer ciertos efectos, como los actos de la imaginación o los discursos de la razón acerca de los distintos signos que puedan llevar al conocimiento de la verdad anhelada.

Por su parte, la meditación es el proceso de la razón que pasa a través de los principios para llegar a la consideración de una determinada verdad; y la contemplación, en sí, es la simple intuición de la verdad.

Todavía según el Aquinate, el hombre llega a la contemplación de la verdad de dos modos: por un favor recibido o por un esfuerzo realizado. En cuanto al primero, cabe señalar que puede provenir de los hombres —ya sea una enseñanza oral o escrita, lo cual requiere la audición o la lectura— o puede tener un origen sobrenatural. Cuando el don viene de Dios, hace falta el concurso de la oración, por lo cual el salmista declara que desde la aurora eleva su plegaria al Señor (cf. Sal 87, 14). En el segundo modo —en el que el hombre aplica su propio esfuerzo para llegar a la contemplación—, la meditación es necesaria.

La realidad invisible contemplada en los efectos divinos

Así, la vida contemplativa abarca dos elementos: el principal y el secundario. El primero es la contemplatio de la verdad divina, fin de todas las acciones humanas y pleno gozo eterno. No obstante, esta contemplación será perfecta sólo en la vida futura, cuando veamos a Dios cara a cara.

Adoración al Santísimo Sacramento – Casa de Formación Thabor, Caieiras (Brasil)

En cuanto peregrinos en este valle de lágrimas, poseemos una contemplación imperfecta de la verdad divina, como el reflejo a través de un espejo, confusamente. Por los efectos divinos llegamos a Dios —y en esto consiste el segundo elemento de la contemplación—, conociendo las realidades sólo mediante las cosas creadas.

Por ello, la consideración de las criaturas no ha de ser el ejercicio de una curiosidad estéril, desperdicio de vitalidad o disipación del espíritu, sino un medio —impulsado por la caridad— de transcender a lo que es perenne.7

Objetivo último: la bienaventuranza

Sin embargo, aunque la contemplatio perfecta sólo ocurra en la eternidad, la contemplación de Dios a través de sus criaturas confiere ya un comienzo de bienaventuranza que, iniciada en esta vida, alcanzará su plenitud en la otra.

En este sentido, Santo Tomás afirma que es imposible que la bienaventuranza del hombre —un bien perfecto que, siendo el último fin, aquieta el deseo— esté en los bienes creados. En efecto, el objeto de la voluntad, la cual mueve al hombre a desear obtenerlo, es el bien universal; y el objeto del intelecto es la verdad universal. Por lo tanto, nada puede aquietar los anhelos del hombre sino el bien universal, que no se encuentra en ninguna cosa creada más que en Dios. Concluye entonces el Doctor Angélico que «la bienaventuranza última y perfecta sólo puede estar en la visión de la esencia divina».8

Además, la perfección de la inteligencia se mide por el conocimiento de la esencia de una cosa. No obstante, si el intelecto conoce la esencia de un efecto y, por ella, no es capaz de conocer la esencia de la causa, no se puede decir que el intelecto conozca la esencia de la causa realmente. Ahora bien, si el entendimiento humano, conocedor de la esencia de algún efecto creado, sólo consigue llegar a la existencia de Dios, su perfección aún no alcanza realmente la causa primera y en él permanece el deseo natural de investigarla. Por eso, aún no es bienaventurado en plenitud y sólo lo será cuando alcance la perfección en la visión y en el conocimiento de Dios.9

Santo Tomás también afirma, basándose en San Agustín, que nadie puede ver a Dios durante esta vida estando sujeto a los sentidos del cuerpo. Para ser elevado a la visión de la esencia divina, el hombre ha de morir de algún modo a este mundo, ya sea separándose totalmente del cuerpo, ya sea prescindiendo de los sentidos carnales.

De hecho, se puede estar en la vida presente de dos maneras: de un modo actual, cuando se hace un uso real de los sentidos corporales, o de un modo potencial, cuando el alma, aun unida al cuerpo mortal como forma de éste, no se sirve de los sentidos corporales ni de la imaginación. En el primer caso, la contemplación jamás podrá alcanzar la visión de la esencia divina; en el segundo, sí, como sucede en el arrobamiento.10

No obstante, a pesar de ser bella y sublime, la teoría no sería asimilable si no se tradujera en ejemplos concretos, capaces de ilustrar a los hombres en el elevado camino que, a través de la contemplación, conduce al Creador.

Alta, amplia y perfecta: la «contemplatio» joánica

Con la talla de un gran teólogo y la admiración de un santo, el Aquinate nos presenta al Discípulo Amado como modelo de contemplación. Ya en el prólogo de su obra Lectura super Ioannem, en la cual comenta de forma magistral el cuarto Evangelio, señala el excelso grado de contemplación que poseía el Apóstol virgen, subrayando que, «mientras los otros evangelistas se ocuparon principalmente de los misterios de la humanidad de Cristo, Juan muestra especial y particularmente en su Evangelio la divinidad de Cristo, […] sin descuidar por ello los misterios de su humanidad».11

Visión de San Juan Evangelista en la isla de Patmos – Museo Diocesano de Santarém (Portugal)

Juan —a quien Jesús más amaba, el que contempló en la tierra la gloria del enviado del Padre, que reclinó su cabeza sobre el corazón del Verbo Encarnado, que, en fin, recibió como depositario su mayor Tesoro al pie de la cruz— experimentó con los sentidos corporales los efectos divinos en el Hombre-Dios y, por otra parte, fue arrebatado y contempló la corte celestial y la gloria del Creador (cf. Ap 4, 2).

Por eso Santo Tomás no duda en afirmar: «Porque Juan trasciende los seres creados —los propios montes, cielos y ángeles— y llega al Creador de todo, […] se hace manifiesto que su contemplación fue altísima».12

Aplicando a la contemplación joánica un pasaje de Isaías, el Doctor Angélico la califica de «alta, amplia y perfecta».13 El profeta narra que vio al Señor en un trono de gloria; su majestad cubría la tierra y la orla de su manto llenaba el templo.

A partir de estas palabras el Aquinate describe los tres aspectos de la contemplación del Discípulo Amado: es alta porque, trascendiendo las criaturas, llega hasta el Verbo de Diosvi al Señor sentado sobre un trono elevado y excelso; amplia, pues se extiende a la consideración de su poder sobre todas las cosasllena está la tierra de su majestad; y perfecta, ya que lo llevó a adherir con el afecto y el entendimiento a la Suma Verdad contempladalo que estaba debajo de Él llenaba el templo (cf. Is 6, 1.3).

El Evangelio del Apóstol virgen constituye la manifestación más hermosa del refinamiento de su contemplación al transmitir la incomprensibilidad del Verbo, que existía desde el principio, estaba junto a Dios, era el propio Dios (cf. Jn 1, 1-2). «Juan no sólo enseñó cómo Jesucristo, Verbo de Dios, es Dios elevado sobre todas las cosas, y cómo por medio de Él todo fue hecho, sino que también por Él somos santificados y a Él adherimos por la gracia que en nosotros infunde».14

San Juan alcanzó tal profundidad de visión y fue elevado a la cima del conocimiento mediante la caridad. El amor al Verbo encarnado hizo que, aun viviendo en esta tierra, ascendiera a las alturas celestiales, donde abarcó la amplitud del firmamento y se embriagó en el deleite de la Verdad inmutable, experimentando, por tanto, la contemplatio perfecta. 

 

El reverso del Cielo

Es habitual, en noches particularmente bonitas y agradables, salir a la terraza de casa para observar la vastedad del firmamento poblado de astros. En el espíritu humano sensible, esta contemplación causa verdadero deslumbramiento. […]

Ahora bien, las constelaciones han sido dispuestas así por Dios y, como todas sus realizaciones, se revisten de una inmensa pulcritud. Debemos comprender que nos hablan del Creador y representan, hasta cierto punto, el «envés de la alfombra» para los que no conocen la visión de conjunto que el propio Altísimo posee del cielo estrellado y no lo consideran según un orden determinado que desde la tierra no nos es comprensible.

El eterno Señor, para infundirnos el deseo de participar en su sabiduría, ha constituido el universo de esta manera, como si nos dijera: «Hijos míos de todas las épocas, el reverso de la alfombra de mi morada es este esplendor. Subid más allá y encontraréis la ordenación misteriosa e insondable que ahora no podéis vislumbrar».

Entonces, nos ha sido reservada lo que se denomina beatitudo incomprensibilitatis, la bienaventuranza de los que no entienden, pero que tienen un alma respetable y jerárquica, y por ello se complacen en admirar y contemplar: «Es incomprensible para mí; no obstante, Dios lo comprende. ¡Oh, maravilla!».

Sepamos, pues, que lo mejor de todo no será cuando veamos y entendamos el orden de las estrellas, sino cuando contemplemos a Dios cara a cara, y en Él percibamos lo insondable de la ordenación estelar. En ese momento comprenderemos, igualmente, cómo habrá valido la pena vivir para amarlo y adorarlo, para servirlo e imitarlo. Habremos buscado conocer este orden en el sentido superior de la palabra, es decir, en último análisis, el divino gobierno del Creador de todas las cosas visibles e invisibles, símbolos suyos, la Perfección de las perfecciones. 

CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio.
«Bem-aventurança da admiração».
In: Dr. Plinio. São Paulo. Año IX.
N.º 94 (ene, 2006); p. 4.

 

 

Notas


1 Cf. CONTEMPLACIÓN. In: BERARDINO, Angelo Di (Org.). Dicionário patrístico e de antiguidades cristãs. Petrópolis: Vozes, 2002, p. 337.

2 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 180, a. 4.

3 Cf. Ídem, a. 1.

4 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Compendium Theologiæ. L. I, c. 104.

5 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 180, a. 1.

6 Cf. Ídem, a. 3.

7 Cf. Ídem, a. 4.

8 Ídem, I-II, q. 3, a. 8.

9 Cf. Ídem, ibídem.

10 Cf. Ídem, II-II, q. 180, a. 5.

11 SANTO TOMAS DE AQUINO. Lectura super Ioannem. Prologus, n.º 10.

12 Ídem, n.º 2.

13 Ídem, n.º 1.

14 Ídem, n.º 8.

 

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