Isabel II de Inglaterra – La humanidad se despide de la reina

Una desproporcionada cobertura mediática para una mujer de 96 años que ha fallecido; una incomprensible conmoción mundial; un inquietante sentimiento de que todo será diferente. A fin de cuentas, ¿qué significó la muerte de Isabel II?

Jueves, 8 de septiembre. El mundo se enteraba a través de los principales medios de comunicación de que la reina Isabel II acababa de fallecer. La muerte siempre es cruel y dolorosa, sean cuales sean sus circunstancias. No obstante, analizado desde un punto de vista meramente material —el único que parece tener derecho de ciudadanía en nuestros tiempos—, el revuelo general que siguió a la noticia superaba, en varios aspectos, los límites de lo razonable.

Si hubiera expirado en condiciones inesperadas y violentas, hasta se le podría atribuir a la sorpresa esa reacción popular. Aunque admitámoslo, nadie es eterno. ¿Cómo iba a ser inesperado y sorprendente el fenecimiento de una reina nonagenaria, pese a la extendida ocurrencia acerca de su supuesta inmortalidad, y con una salud visiblemente deteriorada en los últimos meses?

Era jefe de Estado, por supuesto. Pero ¿qué hizo ella por Brasil, por España o por cualquier otro país ajeno al Reino Unido y la Commonwealth como para que desde todos los rincones del planeta su muerte se convirtiera en objeto de atención y tristeza? Más aún: representaba a una nación que no pocas veces en la Historia —duele decirlo— favoreció todo tipo de saqueo y piratería, infringiendo las leyes de la buena convivencia internacional.

E incluso en sus tierras… Bueno, ¿hasta qué punto podía considerarlas «suyas» si en la actual monarquía parlamentaria inglesa no se le otorgaba ningún poder efectivo y si, por el contrario, a lo largo de su reinado tuvo que renunciar paulatinamente a las pocas prerrogativas que le quedaban o, lo que es peor, sancionar con su regia firma toda clase de decisiones, muchas de las cuales, sin la menor duda, le provocarían una enorme repulsión? Entonces, ¿en qué se ha basado el nostálgico reconocimiento del pueblo que, concretamente, no había recibido nada de ella?

Escena del documental «The Coronation with Her Majesty the Queen»

Por si fuera poco, para todos los que no profesan el anglicanismo la distancia que los separa de la monarca se acentúa de manera asombrosa. ¡Ni siquiera la fe, que conforma hermanos y une en un solo cuerpo a personas de distintas razas, lenguas y naciones, tenían en común con ella! En efecto, Isabel II no solamente estaba fuera del redil católico, sino que era la cabeza de una Iglesia nacional, con todo lo que esto representa de execrable. La suma de estos factores hace aún más inexplicable el sentimiento casi universal que marcó aquel 8 de septiembre, incluso en el ámbito de la religión verdadera.

Y eso no es todo. Lo más intrigante es que los homenajes no emergieron de entre polvorientos libros de Historia, protagonizados por medievales del siglo XI o del XIII, ni se inspiraron en figuras ficticias de una novela o un cuento de hadas. ¡No! Lo que allí había era gente de la sociedad más independiente, pragmática e «ilustrada» que haya surgido hasta hoy: la del siglo XXI.

Ante unos ojos materialistas, como decíamos, tal panorama no retrataría sino una anomalía psíquica más de las que a menudo se verifican en el mundo moderno. Isabel II, sin embargo, no representaba lo que esas miradas, prendidas a la carne y ciegas al espíritu, suelen contemplar. De hecho, su larga existencia, en cierto modo el último eco de la fe plantada por San Gregorio Magno en la tierra de los anglos, parece que hubiera conllevado una misión mucho más amplia que las fronteras del Reino Unido. Por eso, aquel día, no solamente una venerable anciana dejaba esta vida: se estaba pasando una página de la Historia.

En efecto, suponía el fin de una era cargada de sufrimientos e infortunios, pero también de heroísmo y de gloria, al que los hombres le dieron, acertadamente, el título de Cristiandad o Civilización Cristiana, y cuyas primeras líneas fueron trazadas por el amor de Dios, al depositar sobre ella sus designios.

Pactos de amor entre Dios y los hombres

Varias veces se ha dignado Dios bajar hasta uno de sus elegidos para firmar un pacto de amor. Sea por la prodigalidad infinita del Altísimo, sea por la natural limitación humana, tal vínculo no se restringe a esa alma escogida, sino que se extiende al pueblo o institución del que proviene, siglos adentro. Fue lo que ocurrió en el pasado con Noé, de quien, a propósito de la alianza, surgió una nueva civilización; con Abrahán, que engendró naciones y heredó tierras sin fin; con David, en quien el Señor bendijo la realeza y a quien le otorgó ser antepasado del Mesías.

Cuando, con Clodoveo, un nuevo arco iris se desplegaba entre el Creador y un reino que se estaba bautizando, Dios mostraba que su manera de actuar con los hombres se perpetuaba en el Nuevo Testamento. Así pues, con Carlomagno se solidificaría una civilización marcada por la cruz de Cristo: a un mismo tiempo nacía el Sacro Imperio y se confirmaba la predilección divina por la hija primogénita de la Iglesia. Siglos más tarde, en la unión de la bondad, la grandeza y el sacrificio, Francia vislumbraría los planes que sobre ella se proyectaban, al conocer verdaderamente en San Luis IX un monarca.

De un modo similar, a la luz de los divinos designios, podríamos considerar otras naciones, como la Hungría de San Esteban, la Polonia de San Casimiro, la España de San Fernando.

¿Y la Inglaterra de San Eduardo?

En aquel inolvidable jueves de septiembre, Dios, a través de la naturaleza, parecía indicarnos que era ésa la perspectiva por la cual se comprendería, en su auténtica proporción, el gran cambio ocurrido. Sobre el palacio de Buckingham un doble arco iris adornó el cielo. ¿Qué nos estaría señalando el milenario símbolo de la alianza divina sino el recuerdo de la predilección que la Isla de los santos había tenido en el plan de Dios? Una predilección marcada en la persona de San Eduardo el Confesor, cuyas virtudes perfumaron la cristiandad y cuya corona ceñiría la frente de todos los monarcas ingleses, hasta hoy.

Con este pacto, ¿qué grandiosa misión le habrá sido encomendada a Inglaterra? Quién sabe si, guiada por el llamamiento divino, haría que en sus montañas y praderas, pero sobre todo en sus hijos, el Cielo se uniera a la tierra. Da la impresión de que hasta la naturaleza estuviera orientada a ello. ¿Quién, al contemplar sus primorosos céspedes, no se remonta a las alfombras del Paraíso? ¿Quién, al oír voces británicas cantando, no piensa que esté escuchando un espectáculo de ángeles? ¿Quién, al ver la rectitud a la que tiende con gran facilidad el espíritu de los ingleses, no se sorprende de que el desorden del pecado en algo les haya tocado menos?

Los ojos de la Iglesia se dirigen con nostalgia hacia aquel pasado en el que tantas esperanzas había puesto en la tierra de los anglos. Esperanzas que vio premiadas al contemplar su firmamento salpicado de santos ingleses, pero que luego se vieron frustradas cuando, ya hace casi cinco siglos, su cisma separó drásticamente ese amado país, bañándolo en sangre y rodeándolo de violencia.

No obstante, misteriosamente, algo de aquella bendición inicial ha permanecido. La nación no ha sido fiel; Dios, sin embargo, le sería fiel, pues no podía negarse a sí mismo (cf. 2 Tim 2, 13). El pacto establecido con San Eduardo daría en cierta manera los frutos que la voluntad divina deseaba.

Última luz de la civilización cristiana

Isabel II representaba dos alianzas: la que Dios había hecho con los monarcas ingleses y la que había instituido con la cristiandad
Retrato oficial de la reina Isabel II el día de su coronación, el 2 de junio de 1953

No uno, sino dos arcos iris aparecieron sobre el palacio. Quizá porque Isabel II representaba dos alianzas: la que el Altísimo había hecho con la larga sucesión de monarcas ingleses y la que había instituido con la cristiandad, de quien la reina era el último símbolo.

Si la aurora de la civilización cristiana, en un espectacular florecimiento de aspiraciones, estuvo repleta de promesas, su ocaso vino acompañado de tristeza y pesar incluso por parte del hombre cada vez más animalizado de nuestros días. En las últimas décadas, mientras los fulgores de la cristiandad se apagaban lentamente, Isabel II continuaba brillando —aunque con muchas de las sombras inherentes al proceso revolucionario en el que estamos inmersos— y lo hacía de un modo especial, representando todas las luces que un día iluminaron el mundo.

Ésa es la página de la Historia que ahora se está cerrando. A pesar de las tachaduras, las manchas y los borrones que los hombres escriben en ella, la Providencia quiso acabarla con un colofón de oro. Por eso brotan las lágrimas, en una mezcla entre dolor por el final y respeto por los quilates que ese oro mostró poseer.

Llamo aquí la atención del lector: escribir poéticamente sobre algo que ha pasado es fácil; lo admirable es comprobar que, en el asunto en cuestión, la poesía sólo describe la realidad.

Inexorable en el cumplimiento del deber

Sí, porque no basta con gozar de realeza para ser respetado por la multitud, ni con saludar desde un imponente balcón para ganarse el favor de la gente. Los hombres se sienten cautivados únicamente si disciernen que quien los gobierna es bueno.

Con su habitual elocuencia, Santo Tomás de Aquino observa que, cuando esto sucede, ni siquiera la muerte del soberano es un obstáculo a la admiración que sus súbditos le profesan. «¿Quién duda de que los buenos reyes, no sólo en vida, sino más aún después de la muerte, viven en cierta manera en la alabanza de los hombres y subsisten en la nostalgia; y que, por el contrario, el nombre de los malos o bien desaparece enseguida, o bien, si se distinguían por su maldad, nos acordamos de ellos detestándolos?».1

Ser buen gobernante, empero, no es tarea fácil. Isabel lo descubrió muy pronto y trató de prepararse para estar a la altura de su misión. Abrazaría la cruz de soberana hasta el final, como lo había prometido cuando cumplió 21 años: «Toda mi vida, ya sea larga o corta, estará dedicada a vuestro servicio». Setenta y cinco años después, ¡cuántos sacrificios no habría hecho para llevarlo a cabo!

En un mundo en permanente cambio, donde el vendaval de lo novedoso amenaza con tambalear los principios más sólidos y en donde la defensa de los valores de la civilización ha pasado a ser una preocupación anacrónica, ella se convirtió en un punto de referencia en medio de la inestabilidad de nuestros días o, como decía un taxista inglés, «la única constante que todos hemos tenido en nuestras vidas».

Tal vez sin haber hecho explícito lo que los filósofos y los santos definen como la perfección en su posición, todo para Isabel II se resumía en esta palabra: deber. Sin promulgar leyes o imponer sanciones —y mucho más que si hubiera renunciado a esta condición por el rechazo que los avances del mal en los siglos XX y XXI le causaban, al acentuarse la aparente inutilidad de su situación—, por el ejemplo de su conducta cumplía el ideal del monarca: renunciando a su propio bien, luchó por el bien común, fomentando la virtud y reprimiendo el error.

Símbolo de una realidad más elevada

Los ojos de la Iglesia se dirigen con nostalgia hacia aquel pasado en el que tantas esperanzas había puesto en la tierra de los anglos
Capilla ardiente en el Westminster Hall, Londres

Instalada en su capilla ardiente, la reina recibió la despedida de miles de personas. Por un sentimiento que pocos lograban explicar, en los escasos segundos ante el féretro todos daban por compensadas las horas —e incluso días— que para ello habían esperado en las calles de Londres. «Ella trabajó setenta años por nosotros, un día en la fila no es nada», afirmaban algunos.

Una vez frente al ataúd, manifestaban una reverencia casi religiosa, curiosa exteriorización de un sentido muy arraigado en las almas, que los siglos de adoctrinamiento en la negación de la jerarquía y de la trascendencia no pudieron borrar.

Dije «reverencia casi religiosa». No se trata de una locución aleatoria, ni se refiere a su condición de jefe del anglicanismo, sino que indica que, como máxima expresión de la autoridad —«punto monárquico» de una sociedad—, constituía un trazo de unión entre los hombres y Dios.

En efecto, el ser humano es consciente de su propia contingencia. Peregrino en esta tierra, está, natural y espontáneamente, en busca de quienes lo vinculen al Altísimo, y éste es el papel más excelso de los hombres investidos de autoridad. Como imagen del Bien Supremo —que todo lo gobierna con justicia y todo lo sustenta con misericordia— Isabel II impresionó a la sociedad con su grandeza y la amparó con su bondad.

Más aún: sin despojarse vilmente de su dignidad, sino manteniendo los antiguos ceremoniales y costumbres, hizo accesible al alma humana —sedienta de símbolos— una realidad más elevada que la palpable; expresaba a través de gestos, de la indumentaria, del protocolo, la alta noción de su propia nobleza y la sublimidad de su misión.

Según la lógica moderna, los inferiores deberían sentirse oprimidos por tal actitud… Aunque eso no fue lo que se vio ni lo que los corazones revelaron en aquellos días de luto. Al entrar en el Westminster Hall, muchas damas se inclinaban ante aquella que ya no vivía, pero que les había conquistado su admiración. «Para mí, la reina es mi modelo femenino a seguir», decía una joven. «No sabía cuánto significaba ella para mí», aseveraba entre lágrimas un hombre procedente de Malasia.

Mucho más que el funeral de una reina

Llegamos ahora a la parte crucial de estas líneas. ¿Con Isabel II se extinguieron todos estos valores y principios? Antes de afirmarlo o negarlo, cabe otra pregunta: ¿Quién, además de la soberana, los representa en el mundo? ¿Cuál de las otras monarquías cristianas aún manifiesta con denuedo su propio significado, como ella lo hizo?

Sabemos que no estuvo exenta de imperfecciones, y por eso no es un ejemplo en todos los ámbitos. Sin embargo, incluso sus enemigos, acusándola de crímenes que no ella, sino otros cometieron en nombre de la corona, reconocen que mucho más allá de su persona, con sus miserias y errores, Isabel II representaba un orden de cosas. Su funeral, con toda la pompa y los sentimientos posibles, no fueron sólo suyos; con ella fueron enterrados los valores de los que ella era símbolo.

¿Qué significará esto para nuestros días? Un futuro nuevo e incierto se abre ante nosotros: es la primera vez desde su creación que la humanidad se ve privada de tales valores. ¿Podrá la sociedad subsistir? ¿En qué abismo se precipitará? Son preguntas que sólo el tiempo podrá responder.

A las exequias de la emperatriz Zita, celebradas al gran estilo imperial en la Austria republicana de 1989, Le Figaro Magazine le dedicó un artículo titulado «Europa se despide de su última emperatriz». Era verdad. ¿Cómo le llamaríamos a este artículo en unas circunstancias a un tiempo tan parecidas y tan diferentes? Esta vez no fue sólo una emperatriz, sino la civilización cristiana de la que la humanidad se despidió.

Esta vez la humanidad no le dijo adiós sólo a una reina o una emperatriz, sino a la civilización cristiana
El ataúd de la reina Isabel II durante la procesión de su entierro en el castillo de Windsor. Al fondo, la torre del Big Ben – Londres

Imploremos al mismo Señor que hizo surgir la cristiandad como fruto excelente de su sangre preciosísima y sembró la tierra entera con las maravillas engendradas por ella, que la haga renacer de forma todavía más perfecta, para la plena realización de la súplica consignada en las páginas del Evangelio: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo». 

 

Notas


1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. De regno ad regem Cypri. L. I, c. 11.

 

1 COMENTARIO

  1. Qué artículo más agradable de leer, con una belleza no sólo retórica, sino hasta lírica.
    Un artículo que nos deja en mucho, pero mucho qué pensar… Adiós, reina Isabel. Adiós, cristiandad visible. Esta cristiandad por lo menos no morirá en mi corazón. Saludos.

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