¿Vivimos injertados en Cristo o en el mundo? ¿Dónde encontraremos paz de alma y cómo podremos cumplir la finalidad sobrenatural para la cual hemos sido creados?

 

Evangelio del XIII Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: 37 «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; 38 y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí.
39 El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. 40 El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; 41 el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo.
42 El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, sólo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa» (Mt 10, 37-42).

I – El Bautismo nos injerta en Jesucristo

Maravilloso reflejo del Creador, la naturaleza material nos presenta sorprendentes y variadas lecciones de vida. Una de ellas se observa en la práctica habitual del injerto de árboles frutales en otros congéneres más resistentes, con el objetivo de mejorar la calidad de los frutos o de posibilitar su crecimiento en un medio hostil. Mediante ese curioso proceso las dos plantas asociadas forman una unidad, nutriéndose el vegetal más débil de la savia del más fuerte.

Este fenómeno botánico es una didáctica imagen de una realidad mucho más rica que se da en el terreno espiritual. En efecto, por el Bautismo somos como injertados en Jesucristo y comenzamos a vivir de su savia, pudiendo, pues, dar frutos que no corresponden a nuestra capacidad, sino que son sobrenaturales, como le dice el Señor a los Apóstoles: «Soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16).

Esta conocida figura del injerto nos ayudará a comprender mejor el altísimo principio contenido en la liturgia del decimotercero domingo del Tiempo Ordinario.

II – La verdadera vida sólo nos viene de la savia divina

Jesús ya había expuesto, antes de hacer las advertencias transcritas en el pasaje del Evangelio seleccionado para este domingo, gran parte de su doctrina y había realizado muchos milagros para probar la veracidad de sus enseñanzas y su origen divino, dejando a las muchedumbres admiradas: «Nunca se ha visto en Israel cosa igual» (Mt 9, 33). Y después envió a los doce Apóstoles a predicar, confiriéndoles el poder de curar enfermedades y expulsar demonios (cf. Mt 10, 5-8; Mc 6, 7-13; Lc 9, 1-2).

Ahora el divino Maestro trata de mostrar la profundidad requerida en la adhesión a Él y algunas de sus consecuencias prácticas.

El legítimo amor familiar debe tener a Cristo en el centro

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 37 «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí;…»

Para que podamos valorar mejor el alcance de esa afirmación de Jesús, conviene recordar su contexto. Acababa de anunciar que no había venido a traer la paz, sino la espada, la oposición entre el hijo y su padre, la hija y su madre, la nuera y su suegra, añadiendo aún que los enemigos serán los propios familiares (cf. Mt 10, 34-36). Es decir, ante Él el mundo siempre se dividirá: unos a favor y otros en contra, incluso en una misma casa, como, infelizmente, se constata con frecuencia en nuestros días.

Y para acentuar cómo el amor de Dios debe primar en todo, el divino Maestro recurre al ejemplo de lo que existía de más entrañado, profundo y vigoroso en el ámbito del afecto humano en aquella sociedad: las relaciones familiares. Los hijos tenían auténtica veneración por sus padres, y era rarísimo que un hijo se rebelara contra la autoridad paterna. Se puede medir la gravedad de dicha falta por el castigo que se le imponía al hijo rebelde que no quisiera enmendarse: la muerte por lapidación (cf. Dt 21, 18-21).

Cómo se armoniza el amor a Dios con el amor a los familiares

¿Acaso quería el Señor, con las palabras de este versículo, desacreditar a la institución de la familia? Hipótesis absurda, ya que el cuarto mandamiento de la Ley de Dios obliga a honrar al padre y a la madre, y otorga un carácter religioso a las relaciones entre hijos y padres. Con todo, conviene recordar la categórica prescripción del primer mandamiento: se ha de amar a Dios sobre todas las cosas —por tanto, más que a nuestros íntimos—, porque todo es de Dios y a Él debe ser restituido.

Moisés con las tablas de la Ley, por Rembrandt – Gemäldegalerie, Berlín
Moisés con las tablas de la Ley, por Rembrandt – Gemäldegalerie, Berlín

A pesar de la aparente contradicción, ambos preceptos se armonizan, respetada la debida jerarquía

A pesar de la aparente contradicción, ambos preceptos se armonizan, respetada la debida jerarquía, como enseña San Agustín: «Cristo te enseña a desdeñar a tus padres y a amar a tus padres. Porque entonces los amas ordenada y piadosamente, cuando no los antepones a Dios. Son palabras del Señor: “Quien ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí”. Parece como si con estas palabras te animara a que no los ames; pero, si atiendes, te exhorta a que los ames. Podía haber dicho: quien ama a su padre o a su madre no es digno de mí. […] No promulga, pues, ahora una ley contraria, sino que recomienda la antigua; te indica el orden, no te quita la piedad, al decir: […] Ámelos, pues, pero no más que a mí. Dios es Dios y el hombre es hombre. Ama a los padres, respétalos, hónralos; pero si Dios te llama a una empresa más alta, en que el afecto de los padres pueda ser un impedimento, guarda el orden, no quebrantes la caridad»1.

Jesús quiere una familia bien constituida, es decir, ordenada en función de lo alto. Por consiguiente, el amor del hijo o de la hija a su padre o a su madre, y viceversa, debe estar subordinado y condicionado al amor de Dios.

Hay que combatir los afectos familiares desordenados

Ahora bien, no pocas veces los más allegados son los mayores opositores a las vocaciones religiosas, como lo demuestra el célebre episodio de la vida de San Francisco de Asís en el que su padre, disconforme con las generosas limosnas que su hijo daba, lo desheredó. «¡Cuántos mártires en los hogares!», exclama San Pedro Julián Eymard. «El amor soberano de Jesucristo revelará un día —en el gran día— virtudes sublimes que sólo tuvieron por testigos a los que deberían haber sido su amparo y no sus verdugos»2.

En sentido contrario, la hagiografía registra maravillosos ejemplos de padres que sobresalieron por la educación de sus hijos en el temor de Dios y alentaron su entrega a Él, como los Santos Luis Martín y Celia Guérin: sus cinco hijas, entre ellas Santa Teresa del Niño Jesús, se hicieron religiosas. O Santa Mónica, que lloró durante muchos años por la conversión de su hijo, San Agustín, cuando aún era un exitoso maestro de retórica. Y, de la misma manera, se puede decir que sólo tienen verdadero cariño por sus padres los hijos que aman a Dios sobre todas las cosas.

Es importante señalar que la frase «no es digno de mí» no significa únicamente que Dios repele al que ama a un pariente más que a Él. Indica que la propia persona, por el hecho de no estar injertada en Cristo, sino en su respectiva familia, es de ésta de quien recibe la savia —o sea, la mentalidad, el modo de ser, la concepción de la vida—, y no de Jesús. Por lo tanto, Dios quiere que nuestro amor a Él sea exclusivo y prevalezca incluso sobre los sentimientos más nobles y legítimos. Y en este pasaje del Evangelio nos enseña a que nos dejemos confiscar por la Providencia de forma libre y espontánea, tomando la resolución de adherir a Él de plena voluntad. Esto comporta a menudo en arduos combates espirituales contra los apegos desordenados. Y en este sentido nada es desdeñable, porque, así como una pequeña llama puede provocar un gran incendio, cualquier afecto desmedido a algo o a alguien puede separarnos definitivamente de Dios, pues implica el preferir una criatura al Creador.

Por las palabras de ese versículo, el divino Maestro advierte de manera especial a los hijos que tienen vocación religiosa y anteponen a ésta el aprecio familiar, y a los padres que impiden a sus hijos que sigan ese llamamiento: unos y otros se vuelven indignos de Cristo.

El amor soberano de Jesucristo revelará un día virtudes sublimes que sólo tuvieron por testigos a los que deberían haber sido su amparo y no sus verdugos

Un modelo de esto fue el mismo Niño Jesús en el Templo, cuando, a la pregunta de su Madre virginal —«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados» (Lc 2, 48)?—, Él le respondió: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Y cuando también dijo en medio de una predicación: «El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35). Huelga recordar que el amor de Jesús a María Santísima y a San José era lo más perfecto posible.

La cruz de enfrentar la opinión de los cercanos

38 «… y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí».

Ésta es la primera alusión, en los Evangelios sinópticos, que Jesús hace a la manera como iría a padecer y morir, pero también a los sufrimientos morales a los que todos estamos sujetos, muchas veces más atroces que los físicos. A este respecto, lo que más hirió al divino Redentor no fueron los clavos que le atravesaron sus manos y sus pies sacrosantos, sino el haber sido rechazado por el pueblo al que había venido a salvar.

Si no vencemos la tendencia a estar en armonía con nuestros círculos sociales, nuestro cambio de vida no será efectivo. Sólo el que se desapega de la opinión del mundo logra abandonar hábitos pecaminosos —costumbres, maneras de ser, de pensar e incluso de hablar— y asumir un nuevo modo de vivir (cf. Hch 5, 20), según el espíritu del Evangelio. Y refrenar en su interior ese deseo de la aprobación de los demás, así como luchar contra sus caprichos y aflicciones, constituye para el hombre una de las mayores dilaceraciones, al significar la victoria sobre sí mismo, victoria sólo posible para el que está injertado en la gloriosa cruz de Cristo, el árbol de la vida. Como lo advierte San Hilario de Poitiers: «Aquellos que han crucificado su cuerpo y con él sus vicios y sus concupiscencias, son de Cristo (cf. Gál 5, 24) y es indigno de Cristo el que no sigue al Señor después de haber tomado su cruz, por la que nosotros sufrimos con Él, morimos, somos enterrados y resucitados, para vivir con espíritu nuevo en este misterio de la fe»3.

Dos vidas contrapuestas

39 «El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará».

Un sacerdote heraldo administra el sacramento del Bautismo - Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)
Un sacerdote heraldo administra el sacramento del Bautismo – Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)

Al tratarse de dos vidas distintas, la del alma y la del cuerpo, ese antagonismo presentado por el Señor puede confundir un poco al lector. Después de haber hablado de las exigencias de hacer prevalecer el amor a Él sobre cualquier lazo familiar, y del deber de, si fuera necesario, doblegar el propio instinto de sociabilidad para abrazar su cruz, Jesús indica ahora otro instinto que clama dentro de nosotros: el de conservación. Un pequeño corte, una gota cualquiera de sangre que empieza a escurrir, cualquier malestar pasajero, nos pone a temblar inmediatamente por causa de ese bien tan preciado como es la salud…

Por eso, San Juan Crisóstomo aclara: «Considerad aquí la inefable sabiduría del Señor. No habla sólo a sus discípulos de los padres, ni sólo de los hijos, sino de lo que más íntimamente nos pertenece, que es la propia vida»4.

Pues bien, el divino Maestro censura a aquel cuya preocupación con su vida corporal excede la reverencia y el amor a Él, porque terminará por perder la vida por excelencia, o sea, la sobrenatural, dejando de estar injertado en Él. Relacionarnos con Dios, ser hijos suyos por estar en su gracia, ésa es la verdadera vida y debemos apreciarla más que nuestra existencia física, ya que caer en pecado grave significa morir para la eternidad.

Un pequeño corte, una gota cualquiera de sangre que empieza a escurrir, cualquier malestar pasajero, nos pone a temblar inmediatamente a causa de ese bien tan preciado como es la salud…

En la segunda lectura (Rom 6, 3-4.8-11), San Pablo se expresa muy bien al respecto: «¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Por el Bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rom 6, 3-4). En los primeros tiempos del cristianismo el sacramento del Bautismo era administrado por inmersión. Existían baptisterios que eran como una pequeña piscina, con escaleras a ambos lados: el catecúmeno —con la ayuda del sacerdote y del padrino que lo cogían por las manos— bajaba los escalones por uno de los laterales hasta llegar al fondo y sumergirse en el agua tres veces, y después subía por el otro, para simbolizar la muerte para el mundo y la resurrección con Jesucristo. De hecho, por el Bautismo todos morimos para el pecado y somos injertados en el tronco divino, sorbiendo una nueva savia. Por ese motivo debemos «andar en una nueva vida», participativa de la naturaleza de Dios, y jamás cometer la ingratitud de regresar al viejo espíritu de nuestra vida anterior. Sólo así conseguiremos «perder la vida» para el mundo y conservarla en Cristo Jesús.

Injertados en Cristo… ¡el apostolado!

40 «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado;…»

Si amamos a nuestro divino Redentor por encima de todo, asimilaremos su mentalidad y ordenaremos la existencia en función de la vida sobrenatural, disponiéndonos para el apostolado.

Ahora bien, el que cosecha un fruto producido por la rama que ha sido injertada, acepta la savia procedente del árbol más fuerte. De manera similar, una vez injertados en Cristo, no seremos nosotros los aceptados o rechazados cuando vayamos a evangelizar, sino Él, de quien seremos embajadores. El divino Maestro «nos enseña que Él tiene el oficio de mediador: porque viniendo Él de Dios y recibiéndolo nosotros a Él mismo, Él mismo nos transmite a Dios. Y según este orden de gracias, lo mismo es recibir a los Apóstoles que recibir a Dios, puesto que Cristo está en los Apóstoles y Dios en Cristo»,5 explica San Hilario.

Injertarse en un profeta, también es injertarse en Dios

41 «… el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo».

La realización de la promesa de Jesús, formulada en el versículo de arriba, la encontramos ilustrada en la primera lectura (2 Re 4, 8-11.14-16a) de este domingo. Una sunamita rica, encantada con la santidad de Eliseo, a quien varias veces había acogido en su casa, le propuso a su esposo: «Estoy segura de que es un hombre santo de Dios el que viene siempre a vernos. Construyamos en la terraza una pequeña habitación y pongámosle arriba una cama, una mesa, una silla y una lámpara, para que cuando venga pueda retirarse» (2 Re 4, 9-10). Esta mujer quiso proceder de ese modo para beneficiarse de la presencia de Eliseo. Es decir, quiso hacer un injerto espiritual con el profeta, pasando a recibir su savia, el soplo que venía de Dios. En retribución a su devota obra, no sólo obtuvo numerosas gracias, sino también el don de una descendencia: el hijo, que tanto deseaba y no le había sido posible concebir, le fue prometido que lo tendría en el plazo de un año.

El profeta Eliseo y la mujer sunamita – Museo Nacional de Varsovia (Polonia)
El profeta Eliseo y la mujer sunamita – Museo Nacional de Varsovia (Polonia)

Cuando surge uno de esos varones providenciales hemos de colocarlo en el centro de la casa de manera que su luz ilumine a los fieles y haga florecer la justicia y la piedad

¿Qué es entonces ese «recibir» al que alude el Señor? ¡Admirar! El que tiene avidez de conocer la Palabra de Dios y de acoger a los que la pueden transmitir, recibe el premio de participar de las maravillas divinas, de las cuales el profeta es portador. De la misma forma, el que admira a un santo y ama sus virtudes, se impregna de su santidad, pues el amor es transformante. Como enseña San Juan de la Cruz, «el amor hace semejanza entre lo que ama y es amado»6. Y cuanto mayor es el cariño, mayor será la identidad o semejanza. Ésa debe ser exactamente la actitud de la humanidad ante los profetas y los santos. Cuando surge uno de esos varones providenciales, hemos de colocarlo en el centro de la casa, es decir, de la sociedad, de manera que su luz ilumine a los fieles y haga florecer la justicia y la piedad.

Esto también sucede en el sentido del mal. Cuando apreciamos a alguien ruin, algo de su maldad nos penetra y hasta nos sujeta, según la advertencia del santo carmelita: «El que ama criatura tan bajo se queda como aquella criatura, y en alguna manera más bajo, porque el amor no sólo iguala, mas aun sujeta al amante a lo que ama»7.

42 «El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, sólo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa».

Al decir aquí «pequeños», Jesús no se refiere a los de poca edad, sino a los que se humillaron, lo abandonaron todo hasta no poseer nada más por amor a Él, es decir, a sus discípulos. En relación con estos, todo y cualquier gesto de generosidad —incluso el ofrecer un vaso de agua— será recompensado por Dios. Cuánto más si le damos lo mejor de nosotros.

III – Es necesario una unión plena con Cristo

Como hemos visto, las lecturas de la liturgia de este domingo tratan de la integridad del amor a Jesucristo y nos invitan a ser verdaderos esclavos suyos. Si ya lo somos como criaturas y pecadores redimidos por su sangre, debemos querer serlo también como hijos amorosos que se dan enteramente a él, de modo voluntario, concreto, explícito, movidos por la gratitud.

La adhesión al Señor acarrea lucha

En este contexto se comprende mejor la advertencia del divino Maestro, mencionada anteriormente: «No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada» (Mt 10, 34). Si pertenecemos al mundo, no causamos extrañeza en los círculos sociales y somos aceptados con naturalidad. Sin embargo, a partir del momento en que cambiamos de conducta y adecuamos la vida a la Ley de Dios, pasamos de la paz a la espada. Se rompe esa imbricación con nuestro ambiente y nos convertimos en una piedra de escándalo, a semejanza del divino Maestro (cf. 2, 34), porque la observancia de las reglas de la moral constituye un «non licet tibi? – no te es lícito» (Mt 14, 4), que suscita problemas de conciencia en los pecadores y provoca indignación. Por eso, los buenos no son tolerados y son perseguidos, muchas veces, incluso por los más cercanos.

La paz concebida según el mundo significa dar rienda suelta a las pasiones. Se hace lo que se quiere, aunque sea pecado. ¡Qué importa! Esa es la falsa paz de la que hablaba el profeta: «deceperint populum meum dicentes: Pax, et non est pax –han extraviado a mi pueblo diciendo “¡Paz!” y no había paz» (Ez 13, 10).

Por el contrario, enseña San Agustín,8 la verdadera paz es la tranquilidad en el orden. Así pues, la paz de alma sólo puede venir de la práctica de la virtud, la cual supone el combate a las tentaciones del demonio, del mundo y de la carne. No habrá un solo instante en que nuestras pasiones no nos soliciten el pecado y los apegos desordenados a tantas personas o cosas.

De esta forma, todo hombre tiene ante sí sólo dos caminos: vivir de la savia divina o de la savia del mundo. No existe otra hipótesis. He aquí el gran dilema de cada alma y de la Historia. Cuando, finalmente, la humanidad resuelva cooperar con la gracia de Dios y empiece a vivir exclusivamente de la savia divina, maravillas se obrarán, «como fruto de las grandes resurrecciones de alma de la que los pueblos también son susceptibles. Resurrecciones invencibles, porque no hay lo que derrote a un pueblo virtuoso y que verdaderamente ame a Dios»9

 

Notas

1 SAN AGUSTÍN. Sermo LXXII/A, n.º 4. In: Obras. Madrid: BAC, 1983, v. X, p. 360.
2 SAN PEDRO JULIÁN EYMARD. A Santíssima Eucaristia. Petrópolis: Vozes, 1955, v. V, p. 204.
3 SAN HILARIO DE POITIERS. Commentarius in Evangelium Matthæi. C. X, n.º 25: ML 9, p. 977.
4 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XXXV, n.º 2. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1-45). 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. I, p. 703.
5 SAN HILARIO DE POITIERS, op. cit., n.º 27, pp. 977-978.
6 SAN JUAN DE LA CRUZ. Subida del Monte Carmelo. L. I, c. 4, n.º 3. In: Vida y Obras. 5.ª ed. Madrid: BAC, 1964, p. 371.
7 Ídem, ibídem.
8 Cf. SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L. XIX, c. 13, n.º 1. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVI-XVII, p. 1398.
9 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 5.ª ed. São Paulo: Retornarei, 2002, p. 132.
Artículo anteriorEl misterio de la Sagrada Eucaristía
Artículo siguienteExcelsa Madre de Dios y Abogada de los pecadores

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí