En una sociedad que busca el goce con una obsesión cada vez más exclusivista —dejando en segundo, tercero o último plano aquello que, todavía ayer, sería considerado «primordial»—, el sufrimiento, el infortunio y la prueba son considerados adversarios mortales.
Así establecido, el mundo moderno se contrapone a la realidad de la Creación, en la cual la lucha figura como parte integrante y necesaria de la vida: es preciso combatir para vencer las enfermedades, para trabajar la tierra, para soportar las inclemencias del tiempo. Y esta verdad se vuelve más convincente en el campo espiritual, donde somos constantemente confrontados con el «enemigo» (Mt 13, 28).
No se trata de una consecuencia desastrosa del pecado original, como muchos pueden pensar. La primera batalla de la tierra se dio precisamente en aquel paraíso magnífico en el cual Dios permitió la entrada de la serpiente. ¿Cuál era la razón? La de darle al hombre la oportunidad de que, mediante la lucha, imitara la lealtad de los ángeles, perfeccionara su semejanza con el Creador y se convirtiera en un héroe, merecedor del premio eterno.
Ni siquiera el pecado puede frustrar ese plan de Dios. En primer lugar, porque Él hizo que fulgieran todas las perfecciones de la virtud, de la fidelidad y de la victoria en la frágil Virgen de Nazaret, coronada en el Cielo como Reina de los hombres, de los ángeles y de todo lo creado. En segundo lugar, porque hay una cadena de oro en la Historia que ata el Génesis al Apocalipsis con el sello de una santidad íntegra, que permanece intacta a pesar de los pantanos que tenga que atravesar. Por último, porque contemplamos en la Iglesia un constante crecimiento en gracia que, a imagen de su divino Esposo crucificado, la hace relucir con especial brillo en las horas de su «Pasión».
El plan divino se realiza también, de forma meticulosa, en la lucha interior de cada alma. Todo hombre precisa rechazar al demonio profiriendo un «fiat» que preserve y enriquezca el tesoro de su inocencia, comprado por el Redentor en la cruz «a buen precio» (1 Cor 6, 20). Y, con el fin de ayudarlo en una batalla que, de otro modo, sería desproporcional, Dios le ofrece su gracia, el auxilio infalible de Nuestra Señora y la constante protección de los ángeles.
Sin embargo, vencer en ese combate exige del alma mucha humildad y mucha pureza. La Santísima Virgen nos enseña que el Todopoderoso realiza maravillas en favor de quien reconoce su nada (cf. Lc 1, 48-49), y no se es verdaderamente humilde sin ser puro. Mientras la humildad refina y eleva la castidad, ésta resguarda y fortalece a aquella. Ambas virtudes, tan características de María, son como dos murallas de acero que se protegen mutuamente, y por eso son tan odiadas.
Al vencedor, Jesús le concede sentarse con Él en su trono (cf. Ap 3, 21). Sin lucha, no obstante, no hay victoria. Para darle al hombre la gloria del triunfo, la Providencia lo expone al riesgo de la batalla. En el transcurso de ésta, cabe a cada cual darle al César lo que es del César, sin dejar de, antes y por encima de todo, tributarle a Dios lo que es de Dios. ◊
Dios bendiga a los Heraldos del Evangelio.