Hora decisiva de la historia

Al coronar la imagen de la Virgen, habéis firmado el testimonio de una correspondencia filial y constante a su amor. Hicisteis más: os alistasteis como cruzados para la conquista de su Reino, que es el Reino de Dios. Y en esta lucha, no puede haber ni neutros ni indecisos.

«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra» (2 Cor 1, 3-4), y con el Señor sea bendita aquella que Él constituyó Madre de misericordia, Reina y Abogada nuestra amorosísima, Medianera de sus gracias, Dispensadora de sus tesoros. […]

Expresivo símbolo de amor y gratitud

Vuestra presencia hoy en este santuario, en una muchedumbre tan inmensa que nadie puede contar, está atestiguando que la Virgen Santa, la Inmaculada Reina, cuyo Corazón materno y compasivo hizo el prodigio de Fátima, escuchó sobreabundantemente nuestras súplicas.

El amor ardiente y reconocido os ha traído y habéis querido darle una expresión sensible condensándolo y simbolizándolo en esa corona preciosa, fruto de tanta generosidad y tanto sacrificio, con que, de la mano de nuestro cardenal legado, acabamos de coronar la imagen taumaturga. […]

¿Cómo no agradecérselo? O más bien, ¿cómo agradecerlo condignamente? […] Hoy todos vosotros, todo el pueblo de la Tierra de Santa María, con los pastores de vuestras almas, con su gobierno, las súplicas ardientes, los sacrificios generosos, las solemnidades eucarísticas, los mil y un homenajes que os ha dictado el amor filial y reconocido, unisteis esa preciosa corona y con ella ceñisteis la frente de Nuestra Señora de Fátima, aquí en este oasis bendito, impregnado de lo sobrenatural, donde más sensiblemente se experimenta su prodigioso patrocinio, donde todos sentís más cerca su Corazón Inmaculado latiendo con inmensa ternura y solicitud materna por vosotros y por el mundo.

Corona preciosa, símbolo expresivo de amor y de gratitud.

Cielos y tierra unidos para glorificar a María

Pero vuestro mismo concurso inmenso, el fervor de vuestras oraciones, el resonar de vuestras aclamaciones, todo el santo entusiasmo que en vosotros vibra incoerciblemente, […] evocan en nuestro espíritu otras multitudes mucho más innumerables, otras aclamaciones mucho más ardientes, otros triunfos mucho más divinos, otra hora —eternamente solemne— en el día sin ocaso de la eternidad: cuando la Virgen gloriosa, entrando triunfante en la patria celestial fue, a través de las jerarquías bienaventuradas y de los coros angélicos, sublimada hasta el trono de la Trinidad Beatísima, que, ciñéndole la frente con una triple diadema de gloria, la presentó a la corte celestial, sentada a la derecha del Rey inmortal de los siglos y coronada Reina del universo.

Y el Empíreo vio que Ella era realmente digna de recibir el honor, la gloria, el imperio; porque estaba más llena de gracia, era más santa, más hermosa, más deificada, incomparablemente más que los mayores santos y ángeles más sublimes, bien por separado, bien juntos; porque estaba misteriosamente emparentada en el orden de la unión hipostática con toda la Trinidad Beatísima, con aquel que sólo es por esencia la Majestad infinita, Rey de reyes y Señor de señores, cual Hija primogénita del Padre y Madre extremosa del Verbo y Esposa predilecta del Espíritu Santo; porque es Madre del Rey divino, de aquel a quien desde el seno materno le dio el Señor Dios el trono de David y la realeza eterna en la casa de Jacob (cf. Lc 1, 32-33) y quien de sí mismo proclamó que le había sido dado todo el poder en los Cielos y en la tierra (cf. Mt 28, 18): Él, el Hijo Dios, refleja sobre la celestial Madre la gloria, la majestad, el imperio de su realeza; porque estando asociada, como Madre y Ministra, al Rey de los mártires en la obra inefable de la humana Redención, le está siempre asociada, con un poder casi inmenso, en la distribución de las gracias que de la Redención derivan.

Realeza materna y benéfica, que debe ser reconocida por todos

Jesús es Rey de los siglos eternos por naturaleza y por conquista; por Él, con Él, subordinadamente a Él, María es Reina por gracia, por parentesco divino, por conquista, por singular elección. Y su Reino es vasto como el de su Hijo y Dios, ya que nada está excluido de su dominio.

Por eso la Iglesia la saluda Señora y Reina de los ángeles y de los santos, de los patriarcas y de los profetas, de los apóstoles y de los mártires, de los confesores y de las vírgenes; por eso la aclama Reina de los Cielos y de la tierra, gloriosa, dignísima Reina del universo —Regina cælorum, gloriosa Regina mundi, Regina mundi dignissima— y nos enseña a invocarla de día y de noche entre los gemidos y las lágrimas de los que este exilio es fecundo: Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra.

Porque su realeza es esencialmente materna, exclusivamente benéfica. ¿Y no es precisamente esta realeza la que habéis experimentado? ¿No son los infinitos beneficios, las innumerables caricias con las que os ha mimado el Corazón materno de la augusta Reina, lo que hoy proclamáis y agradecéis? […]

Corona de lealtad y de esperanza, de vasallaje y de fe

La coronáis Reina de la paz y del mundo, para que le ayude a encontrar la paz y a resurgir de entre sus ruinas. Y así esa corona, símbolo de amor y gratitud por el pasado, de fe y de vasallaje en el presente, se convierte también, para el futuro, en corona de fidelidad y de esperanza.

Al coronar la imagen de la Virgen, habéis firmado, con el testimonio de fe en su realeza, el de una sumisión a su autoridad, de una correspondencia filial y constante a su amor. Hicisteis aún más: os alistasteis como cruzados para la conquista o reconquista de su Reino, que es el Reino de Dios. Es decir: os obligasteis a trabajar para que Ella sea amada, venerada, servida en vuestro entorno, en la familia, en la sociedad, en el mundo.

Y en esta hora decisiva de la historia, como el reino del mal con infernal estrategia se vale de todos los medios y emplea todas las fuerzas para destruir la fe, la moral, el Reino de Dios, del mismo modo los hijos de la luz e hijos de Dios tienen que emplearlo todo y emplearse todos para defenderlo, si no se quiere ver una ruina inmensamente mayor y más desastrosa que todas las ruinas materiales acumuladas por la guerra.

En esta lucha, no puede haber ni neutros ni indecisos. Es necesario un catolicismo iluminado, convencido, intrépido, de fe y de mandamiento, de sentimientos y de obras, en lo privado y en lo público. El lema que hace cuatro años proclamaba en Fátima la briosa juventud católica: «¡Católicos cien por cien!». 

Fragmentos de: PÍO XII.
Radiomensaje con ocasión de la solemne
coronación de la Virgen de Fátima,
13/5/1946: AAS 38 (1946) 264-267.

 

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