A la par con la gracia va siempre el sacrificio. [San Pablo de la Cruz] había comprado a sus hijos con oraciones, lágrimas y dolores. Satanás se los hacía pagar muy caro. [Cierto hijo espiritual] le costó trabajos indecibles. Lo llevó de Roma a Argentario durante el rigor del invierno. Fatigado como estaba con tantos viajes y trabajos, cayó enfermo. Dolores atroces lo martirizaban, llegando a causar aprensión su estado.
Lo trasladaron a Orberello, a casa de un piadoso bienhechor. Nada lograba calmar la vehemencia de los sufrimientos. Eran tan agudos y punzantes que el santo, para no quejarse, recitaba las letanías de Nuestra Señora, con un acento de profunda tristeza. Comía poquísimo y todo le provocaba arcadas.
No pegó ojo durante cuarenta días y cuarenta noches. Partía el corazón escucharlo, con los ojos fijos en una imagen de María, dirigiéndole conmovedoras súplicas:
«Oh María, una hora de descanso… Al menos —insistía clamando— al menos media hora… Oh Madre, mi dulce Madre, por caridad… Un cuarto de hora, ¡por lo menos un cuarto de hora!…».
Y no era atendido… Bien sabía la tierna Madre que no era deseo del Señor dar tregua a los dolores de ese hijo amado. A lo amargo de este cáliz, sobrevenían insoportables desamparos, fantasmas horribles, pensamientos desoladores, espantosas angustias… El pavor del infierno, más que el temor a la muerte, le torturaba el alma. Los demonios lo afligían y martirizaban. […] Todo lo soportó el santo, durante cinco meses, con inalterable paciencia y resignación.
LUIS TERESA DE JESÚS AGONIZANTE, CP.
Vida de San Pablo de la Cruz.