«Si hubiera conocido a San Luis Grignion de Montfort cinco minutos antes de su muerte —dijo una vez el Dr. Plinio—, me habría arrodillado, habría besado sus pies y le habría aconsejado: “¡Sea aún más devoto de la Virgen!”».1 La osadía de este consejo, dirigido al más grande de los mariólogos, presupone una vida de insaciable crecimiento en el amor a María Santísima…
En efecto, según los majestuosos designios de la Providencia, la Mediadora universal de todas las gracias obtuvo para el Dr. Plinio el don de anhelar lo sublime, especialmente en la devoción a Ella como Madre de misericordia. Ese fervor tuvo su aurora, superó innumerables pruebas, creció en plenitudes y ahora refulge en su cenit a los pies de la Reina de los Cielos.
¿Cuáles fueron los hitos de ese recorrido? ¿Cuál ha sido la culminación de dicha ascensión?
En los albores del hijo, el supremo magisterio de la madre
El misterio de la maternidad es tan elevado que el propio Creador del universo quiso tener una madre. Y desde entonces, uno de los principales deberes de las madres consiste en reflejar las virtudes de la mujer vestida de sol (cf. Ap 12, 1), elegida para engendrar al Sol de Justicia.
El afecto, la bondad y la dedicación de Dña. Lucilia fueron el primer peldaño para que el pequeño Plinio entendiera a María Santísima
Ese esplendor de la Virgen entre las vírgenes y de la Madre entre las madres se manifestó fielmente en Dña. Lucilia, de quien nació el Dr. Plinio. Ya en los albores de la inocencia primaveral de su hijo, le enseñó a pronunciar los santísimos nombres de Jesús y de María, incluso antes de decir «papá» y «mamá», introduciéndolo así en la atmósfera de lo sobrenatural.
La inagotable bondad, el envolvente afecto y la desinteresada dedicación que el pequeño Plinio conoció en Dña. Lucilia fueron un peldaño fundamental para entender a Nuestra Señora, como afirmaría más tarde: «El hecho de sentir esa paciencia de mi madre me preparaba para algo muchísimo mayor: la devoción a la Santísima Virgen. Y cuando rezo la Salve Regina y el Memorare tengo la impresión de que hago con Ella un poco lo que hacía con mi madre […], comprendiendo que la súplica del hijo afligido es escuchada y que puedo explicarle mis problemas con confianza, pues nunca soy mal recibido».2

Por la cruz de la probación… ¡a la luz de la devoción!
Cuando aún tenía 12 años, en medio de las dificultades que enfrentaba en el colegio, Plinio atravesó una terrible prueba, que sería, sin embargo, causa de un enorme paso en su devoción a Nuestra Señora.
La Auxiliadora de los cristianos, sonriendo desde la inmovilidad del mármol, le hizo sentir su perdón, bondad y ternura, y le ofreció una alianza
Siempre sacaba un diez en comportamiento, pero un día encontró un seis en su boletín de notas. Atónito, decidió hacerse justicia a sí mismo y reescribió torpemente un diez… Su madre reconoció enseguida su letra y le dijo: «Prefiero cualquier cosa a tener un hijo falsificador». Amenazado con ser internado en un lejano colegio de Minas Gerais, terminó el sábado con tristeza y durmió con amargura; y fue muy temprano a la misa dominical en el santuario del Sagrado Corazón de Jesús. Se refugió al fondo de una nave lateral, a la derecha de quien entra, donde la imagen de María Auxiliadora resplandecía con nívea blancura. Genuflexo, rezó la salve, convirtiendo el saludo inicial (Salve, Rainha, en portugués) en la súplica de un náufrago: «¡Sálvame, Reina!».
La Madre de misericordia, sonriendo desde la inmovilidad del mármol, le hizo sentir su perdón, bondad y ternura, y le ofreció una alianza, como si le hablara al alma: «¡Me doy enteramente a ti, pero tú debes darte enteramente a mí! Camina en la fidelidad, di “no” a los revolucionarios, dime “sí” a mí, Reina del Cielo y de la tierra. Lucha y combate, pues un día verás que tus ideales se harán realidad. Ámame toda tu vida y te amaré por toda la eternidad».3 Prometiendo no olvidarse nunca de ese socorro y de serle muy devoto, Plinio respondió en su interior: «¡Madre mía, soy tuyo!».4
El lunes siguiente, el director del colegio confirmó que la nota era un diez y Dña. Lucilia perdonó a su hijo. La severidad de la madre terrena había sido una clemencia, que lo elevó a la Madre celestial. Sí, porque los mayores pasos en la devoción a Nuestra Señora se dan cuando una persona, implorando un perdón extraordinario o afrontando una gran dificultad, le reza y experimenta su misericordia, su amparo y su empeño para salvarlo.

Esclavitud: realidad aún no explicitada, pero ya vivida
Probado como el oro en el crisol y purificado por la Auxiliadora, Plinio adquirió fuerzas para luchar contra la Revolución. Tras iniciar su militancia en el Movimiento Católico, atravesó seis meses de terrible prueba. Durante este tormento, una novena a Santa Teresa del Niño Jesús lo condujo al libro de su vida: el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, de San Luis María Grignion de Montfort.
Mientras lo leía, se topó con un tema que nadie había mencionado antes: el Reino de María, meta hacia la cual volaba. Admiró a los combatientes llamados a implantar ese reino, así como el auge de santidad que lo marcaría como ápice de la historia. Estudió el libro con raptos de alegría, pero como quien llevaba pensando en tales maravillas desde el episodio del «¡Sálvame, Reina!». Para sellar su entrega a la Virgen Santísima, fue a la iglesia y comulgó, luego se encerró en su habitación, meditó, rezó el Veni Creator Spiritus y el Ave Maris Stella, y finalmente se consagró.
A lo largo de su vida, en la acción de gracias después de la comunión, imploraría siempre a Jesús la plenitud y culmen de la devoción a María, hasta donde la naturaleza humana auxiliada por la gracia lo permitiera, teniendo como objetivo la instauración del reinado de Nuestra Señora en las almas y en el mundo.
La infalibilidad de la oración, garantizada por el Redentor (cf. Mt 7, 7) y atestiguada en sus frutos por los discípulos del Dr. Plinio, nos lleva a concluir que, de hecho, había agotado su capacidad de amar a la Madre de Dios.

Escuela para constituir una orden de caballería
En la basílica de San Pedro, una galería de treinta y nueve fundadores invita a los fieles a elevar la mirada al Cielo. La razón de este honor especial se debe a que los fundadores reciben el don de entusiasmar no sólo a individuos o multitudes, sino también a pléyades llamadas a difundir el carisma que les ha sido concedido.
Consagrado a María como esclavo, el Dr. Plinio imploraba diariamente a Dios la gracia de alcanzar la plenitud y el pináculo de la devoción a Ella
Al ver en el Dr. Plinio el arquetipo y apóstol de la esclavitud de María, discípulos suyos lo tomaron como mediador y pusieron en sus manos la consagración hecha a Ella. El pionero en recibir esta inspiración, el joven João Scognamiglio Clá Dias, fundaría décadas más tarde los Heraldos del Evangelio, en cuyo carisma el Tratado es un libro de luz, como lo fue para su maestro, que había ideado una orden de caballería cimentada en las enseñanzas de San Luis Grignion.
Así como la mejor manera de consagrarse a Jesús consiste en la esclavitud a la Santísima Virgen —pensó João—, quien tenga al Dr. Plinio como padre y fundador debe entregarse a Nuestra Señora a través de él, para llevar al ápice su obediencia, su servicio y su alabanza a Dios.
Si la esclavitud es la verdadera devoción, entonces una maravilla de la gracia nos impone una profecía: Reino de María… ¡reino de esclavos de María!
Un consejo para toda la vida
En 1967 una crisis de diabetes perjudicó gravemente la salud del Dr. Plinio. No le afligía la perspectiva de la muerte, sino el temor de ver cumplido el oráculo de las Escrituras: «Hiere al pastor, que se dispersen las ovejas» (Zac 13, 7). Dejar su misión incompleta era su dolor. En el auge de su angustia, recibió una estampa del fresco de la Madre del Buen Consejo que se venera en la localidad italiana de Genazzano. Entre ambos se estableció una profunda comunicación, y la Virgen, como sonriendo, le habló al corazón: «Hijo mío, no te inquietes. Confía, porque tu obra será concluida y cumplirás plenamente tu misión».5 A tal favor le dio el nombre de gracia de Genazzano.
En medio de semejante sufrimiento, ¿habría mejor consejo que ése? ¡No! Como afirmó repetidamente, el resto de sus días transcurrieron apoyados en la certeza de ese auxilio sobrenatural. Unos años antes de terminar su lucha en la tierra, declaró: «Con tantas preocupaciones, si no fuera por la promesa de Genazzano me habría muerto, pues no podía soportar las incertidumbres y las dudas».6
Esa gracia mística elevó su devoción a cotas aún mayores. Cruces y batallas se volverían más arduas, conquistas y victorias serían más esplendorosas. En recompensa, su unión con María alcanzaría plenitudes cada vez más amplias.
En sus últimos días, en 1995, aun sacudido por el cáncer que lo llevaría a la muerte, el Dr. Plinio seguía incentivando en todos la devoción a la Virgen. Cierto día, señalando a un cuadro de la Madre del Buen Consejo y apretando la mano de Mons. João, le preguntó: «Hijo mío, mira allí. ¿Tienes idea de cuánto Ella te ama?». Ante la respuesta afirmativa, añadió: «¡Sabes lo mucho que te aprecio! ¡Nuestra Señora te ha dado tanto!». Y el discípulo fiel, reconociendo todo cuanto había recibido de su padre y maestro, le respondió: «Sí, Nuestra Señora me ha dado mucho: me ha dado a usted y me dio a Dña. Lucilia. ¡No quiero nada más!». El incentivo había encontrado correspondencia…

Pensamientos de sabiduría evidencian lo insondable del amor
La profundidad del amor del Dr. Plinio por la Santísima Virgen, ¿quién lo puede medir? Para él, sin la fidelidad de Nuestra Señora, el mundo habría acabado tras el deicidio; tal es su importancia en la historia de la salvación. Al ser la mujer del Génesis (cf. Gén 3, 15) y la del Apocalipsis, que abre y cierra la Revelación, y al reinar por encima de los tiempos y de los lugares, Ella impide que la humanidad rechace la totalidad de las gracias derramadas sobre los hijos de Adán, recogiendo en sí, como Vas honorabile, los designios del Creador al concebir el universo.
Deseaba que sus últimas palabras fueran un canto de loor a la Virgen y a la Iglesia: «católico apostólico romano, esclavo de María»
Para vislumbrar sus grandezas, pensemos en todas las maravillas de la Iglesia y de la cristiandad sintetizadas y quintaesenciadas en su alma: «Considerando los esplendores de la historia, elevados a un ápice nunca alcanzado, podremos hacernos una idea de quién es Nuestra Señora. Arca de la Alianza, recogió lo que los hombres fueron rechazando y, como en el Libro de la Vida, almacenó todo lo que es bello y bueno, grande y verdadero, en proporciones inimaginables».7 ¿Podría alguien sentir así los abismos y las culminaciones de la historia sin vivir seriamente la esclavitud a María?

Ahora comprendemos mejor el consejo que el Dr. Plinio le habría dado a San Luis: crecer aún más en la devoción a la Santísima Virgen. Insaciable en su entrega a la Reina del universo, él lo vivió: «Al exhalar mi último suspiro, que mis palabras sean un himno de amor a Nuestra Señora y a la Santa Iglesia: católico apostólico romano, esclavo de María. ¡Nada más!».8
Siempre buscó lo sublime, primer élan de su alma, y en ese impulso hacia lo alto obedeció a San Bernardo: De Maria nunquam satis. Varón católico, vivió respirando a María, como vivirá el mundo cuando triunfe su Inmaculado Corazón. ◊
Notas
1 Corrêa de Oliveira, Plinio. Charla. São Paulo, 26/12/1994.
2 Corrêa de Oliveira, Plinio. Notas autobiográficas. São Paulo: Retornarei, 2008, t. i, p. 71.
3 Corrêa de Oliveira, Plinio. Notas autobiográficas. São Paulo: Retornarei, 2012, t. iii, p. 196.
4 Idem, ibidem.
5 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 26/4/1974.
6 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 16/8/1992.
7 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 13/12/1977.
8 Corrêa de Oliveira, Plinio. Charla. São Paulo, 14/3/1981.