Jesús fundó la Iglesia sobre una roca inquebrantable (cf. Mt 16, 18). A diferencia de las instituciones puramente humanas, ella, además de ser inmortal, conserva una frescura de eterna juventud, por así decirlo, porque su cabeza, Cristo (cf. Col 1, 18), es el mismo ayer, hoy y siempre.

Ciertamente la Esposa de Cristo ha pasado por numerosas vicisitudes en su trayectoria. Herejías maquinaron contra sus dogmas, corrupciones morales tramaron envenenarla con toda clase de vicios, persecuciones sanguinarias buscaron su ruina. Todo en vano. Antes bien, a cada nueva embestida, resurgía siempre más vigorosa.

Uno de los medios utilizados por la Providencia para conservar la juventud de la Iglesia fue la fundación de nuevas Órdenes religiosas, así como el despuntar de hombres providenciales, adaptados a cada época.

Como atestigua San Gregorio Magno en sus escritos, San Benito, después de haber sido elegido superior de la incipiente comunidad de religiosos que se había formado a su alrededor, enseguida fue objeto de envidia y de odio por parte de algunos monjes. Éstos intentaron envenenarlo precisamente porque no querían abandonar sus antiguas costumbres y someterse al nuevo modo de vida monacal.

San Bernardo de Claraval loaba a los Templarios justamente por ser una caballería de «estilo nuevo» —es decir, formada por monjes-soldados—, sin abandonar, no obstante, su vínculo con el pasado.

Tomás de Celano llama a San Francisco de Asís el «nuevo soldado de Cristo», que venía trayendo un «espíritu nuevo» y «principios nuevos» para formar «nuevos discípulos de Cristo». Según su biógrafo, el Poverello era el «hombre nuevo» (Ef 4, 24) enviado por Dios.

Por lo tanto, la Iglesia siempre es joven porque está continuamente enriquecida de vinos nuevos, conservados en odres nuevos.

Los Heraldos del Evangelio pretenden ser, sin falsa modestia, parte de un nuevo soplo del Espíritu Santo en la Iglesia. Efectivamente, fueron aprobados por San Juan Pablo II en cuanto siendo el primer carisma del nuevo milenio. Como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, han sido llamados «brazo del Papa» por el cardenal Jorge María Mejía. Como carisma, son una «nueva caballería no seglar, sino religiosa, con un nuevo ideal de santidad y un heroico empeño por la Iglesia», que representa «la novedad que se manifiesta en los últimos años en la Iglesia», de acuerdo con las expresiones del cardenal Franc Rodé.

Desde su fundación, hace veinte años —es decir, una generación entera—, la revista ha ido caminando en armonía con la asociación que la inspira. Nótese que en las generaciones meramente humanas, las más recientes tienden a desdeñar a las más antiguas, para evidenciar su ruptura con las costumbres pasadas. Las «generaciones» de la Iglesia, sin embargo, se suceden en armonía, siempre que sus miembros procuren aprender unos de los otros, pues ni lo nuevo ni lo antiguo son necesariamente mejores. En realidad, lo más perfecto consiste en reflejar el rostro eternamente joven de Cristo, inmutable en sí, pero dinámico en sus obras.

Que, en los próximos dos decenios, esta publicación mensual pueda ser cada vez más heraldo de la Buena Nueva, o sea, nuncio de la belleza tan antigua y tan nueva del Creador, fulcro de su vocación.

 

Arriba, una delegación de los Heraldos del Evangelio en la plaza de San Pedro en 2001; abajo, Santa Misa en la casa Lumen Prophetæ en 2018. En el resaltado, Mons. João en 2021

 

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