Fuente de la vida verdadera

Al encarnarse, el Señor nos dio vida en abundancia, especialmente por la insondable dádiva de la gracia divina, que supera en valor a cualquier manifestación de la existencia natural sobre la tierra.

Evangelio del V Domingo de Cuaresma

En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro le mandaron recado a Jesús diciendo: «Señor, el que tú amas está enfermo». Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no es para la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo se quedó todavía dos días donde estaba. Sólo entonces dijo a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea».

17 Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. 20 Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. 21 Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. 22 Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». 23 Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». 24 Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día». 25 Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; 26 y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». 27 Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».

33b Jesús se conmovió en su espíritu, se estremeció 34 y preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?». Le contestaron: «Señor, ven a verlo». 35 Jesús se echó a llorar. 36 Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!». 37 Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que éste muriera?».

38 Jesús, conmovido de nuevo en su interior, llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta con una losa. 39 Dijo Jesús: «Quitad la losa». Marta, la hermana del muerto, le dijo: «Señor, ya huele mal porque lleva cuatro días». 40 Jesús le replicó: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». 41 Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; 42 yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». 43 Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, sal afuera». 44 El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar». 45 Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en Él (Jn 11, 3-7.17.20-27.33b-45).

I – Dios, único Señor de la vida

De entre los muchos descubrimientos que el hombre ha ido realizando a lo largo de los siglos, destacan los métodos de curación de diversas enfermedades, los cuales le han conferido a la medicina un extraordinario avance en el tratamiento de dolencias que antes eran mortales. ¿Quién podría imaginar, tan sólo dos siglos atrás, la existencia de determinados fármacos o los trasplantes de órganos que han salvado tantas vidas?

Sin embargo, pese a estos progresos, la humanidad jamás conseguirá hallar la ansiada «píldora de la inmortalidad». El final de nuestros días en esta tierra puede ser pospuesto por la ciencia, pero nada más en apariencia, pues la hora de la muerte solamente le pertenece a Dios, Señor de la vida. Así como vivimos en sus manos —aunque muchos se olviden de Él por completo—, moriremos en sus santas manos y, si somos buenos, resucitaremos para la felicidad eterna también por ellas.

He aquí el tema de la liturgia de este quinto domingo de Cuaresma: la vida.

En la primera lectura, Ezequiel compara al pueblo elegido, que se encuentra cautivo y sin esperanzas de regresar a la tierra prometida, con los muertos en sus tumbas. Con el propósito de henchirlos de ánimo, el Altísimo proclama por boca del profeta: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestros sepulcros y os saque de ellos, pueblo mío, comprenderéis que soy el Señor. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestra tierra» (Ez 37, 12-14).

Por su parte, la segunda lectura (cf. Rom 8, 8-11) recoge un fragmento de la epístola de San Pablo a los romanos donde el Apóstol nos muestra que, por la Redención obrada por Nuestro Señor, tenemos en el Espíritu Santo la promesa de una vida imperecedera: «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros» (8, 11).

Mediante estas consideraciones, la Santa Iglesia nos prepara, con maternal sabiduría, a que comprendamos adecuadamente la sublime lección escondida en el Evangelio, cuyo texto, profundo y lleno de sustancia doctrinaria, es, al mismo tiempo, sumamente conmovedor.

II – Jesucristo, fuente de vida

Los Evangelios narran distintos milagros realizados por Jesús que confirman, por la vía de los hechos, la afirmación que Él hizo de sí mismo: «He venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10, 10). Esta efusión de vida se manifestaba de manera especial en el contacto personal con el Redentor, como fuente inagotable de salud corporal, pues «salía de Él una fuerza que los curaba a todos» (Lc 6, 19).

Al leproso que le pedía: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8, 2); al ciego que le imploraba: «¡Que recobre la vista!» (Mc 10, 51); a la hemorroísa que intentaba tocar la orla de su manto (cf. Mt 9, 22); o al centurión romano que le suplicaba la curación de su siervo (cf. Mt 8, 6-8), a todos los atendía en sus anhelos. En algunas ocasiones el divino Maestro iba aún más lejos, llegando a devolverles la vida a quienes la habían perdido, como, por ejemplo, el hijo de la viuda de Naín (cf. Lc 7, 11-15) y la hija de Jairo (cf. Mc 5, 41).

Y este verdadero desbordamiento de vida alcanzó un auge inconcebible en el episodio del Evangelio de San Juan escogido por la liturgia para este domingo.

Tres hermanos, íntimos amigos del Señor

En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro le mandaron recado a Jesús diciendo: «Señor, el que tú amas está enfermo». Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no es para la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo se quedó todavía dos días donde estaba. 7 Sólo entonces dijo a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea».

Lázaro, Marta y María, tres hermanos de una de las familias más nobles y ricas de Israel, tenían, entre otras propiedades, una amplia casa de campo en Betania, un sitio muy agradable y a tan sólo tres kilómetros de Jerusalén (cf. 11, 18). Marta, mujer emprendedora, organizada y eficiente, recibía allí a Jesús siempre que necesitaba descansar de sus tareas evangelizadoras. La íntima amistad con esta familia, que refiere el evangelista, se debía ciertamente al gran llamamiento de sus miembros y al reposo que su compañía le traía al Salvador.

El Señor resucita a Lázaro – Catedral de San Quiliano, Cloyne (Irlanda)

Quizá no tuvieran aún una noción clara de que el Señor era Dios —que sólo podrían adquirirla por la Revelación—, pero estaban plenamente convencidos de que era el Mesías prometido y, en las más variadas circunstancias de su trato con Él, sentían sin duda el benéfico efecto de su presencia, mencionado antes, lo que naturalmente les hacía crecer en la fe.

Habiendo caído Lázaro gravemente enfermo, las dos hermanas le insistían al divino Maestro a través de mensajeros que fuera a Betania cuanto antes, pues sabían que si llegaba a tiempo podría salvar a su amigo.

No obstante, Jesús prolongó su estancia en el lugar donde se encontraba y en ese ínterin Lázaro dejó esta vida. ¡Cuán dura habrá sido la prueba de Marta y de María al ver que su petición era rechazada, aparentemente, por aquel con quien tenían tanta intimidad!

Mientras tanto, el Señor trataba con los Apóstoles acerca de la enfermedad de su amigo con un lenguaje misterioso, afirmando que Lázaro tan sólo dormía (cf. Jn 11, 11-13).

Calculada llegada del Salvador

17 Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado.

Únicamente cuatro días después de la sepultura de Lázaro fue cuando el Señor compareció en Betania. Por la influencia de su familia de origen, los tres hermanos se relacionaban con la más alta sociedad de la época y, por tanto, al haberse difundido por los alrededores la noticia de la muerte del primogénito, «muchos judíos» (Jn 11, 19) acudieron desde las ciudades más cercanas a presentar sus condolencias. Éstas se prolongaban, en un período de duelo más intenso, durante una semana. Los visitantes se sentaban en corro, en torno de los parientes, y lloraban junto con ellos la muerte del ser querido.

No cabe duda de que allí no faltaron los notables del pueblo y muchos representantes de la secta farisaica, que jamás perdían la ocasión de pavonearse en situaciones como éstas, en las cuales, lamentablemente, la vanidad y los intereses mundanos hacen acto de presencia. Estas circunstancias serían providenciales para que el acontecimiento que pronto iba a producirse un eco incontenible en toda la nación.

Un lamento lleno de fe y amor

20 Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. 21 Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. 22 Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá».

Cuando la anfitriona supo que el Señor estaba allí, fue a su encuentro, tratando de no llamar demasiado la atención, mientras María se quedó en oración con los visitantes. Este detalle muestra lo mucho que Marta, después de la reprensión de Jesús (cf. Lc 10, 41-42), había progresado en la vida espiritual hasta el punto de comprender que lo más importante era estar cerca de Él.

Su primera preocupación al acercarse al Salvador fue la de lamentar, con toda confianza, la muerte de su hermano. No obstante, conservaba una firme esperanza e insinuó con delicadeza que, aunque Lázaro hubiera fallecido, creía «aún ahora» en el poder del Maestro. ¿Estaría ratificando su fe, a pesar del aparente desmentido, y rogándole que resucitara a su hermano, o tan sólo pidiéndole por el alma del fallecido?

Todo indica que, aun de manera difusa, Marta confiaba en el poder del Señor, como diciendo: «Si quieres, puedes resucitarlo». Se trataba de una proclamación de fe movida por su gran amor a Jesús.

A la vista de los hechos que siguieron, es plausible pensar también que la conmoción del Señor por la muerte de Lázaro, y la nostalgia que sentía de su amigo, llegaran a un punto culminante cuando Él percibió la aflicción de Marta, desconsolada por la falta de su queridísimo hermano. Su sufrimiento fue la gota que hizo que desbordara el cáliz de la emoción del Hombre Dios.

He aquí una lección del amor que debe reinar entre nosotros los católicos, pues a menudo Dios nos concede gracias en atención a la preocupación manifestada por los demás.

Prueba para crecer en la fe

23 Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». 24 Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día».

Al constatar la correspondencia de Marta a la gracia, el divino Maestro comenzó a exigirle cada vez más fe, indicándole que la respuesta dudosa que había dado a su delicada insinuación era una prueba para hacerla crecer en esa virtud… Mientras Jesús pronunciaba sus palabras, ciertamente la esperanza se fortalecía y la confianza se volvía inquebrantable en el alma de aquella dama.

Ahora bien, todo judío conocía la doctrina de la resurrección final, revelación hecha en el Antiguo Testamento. Al juzgar insuficiente para sus expectativas dicha respuesta, Marta como que le sugiere al Maestro que esperaba más. Esta fervorosa actitud permitirá que Él le haga una extraordinaria revelación.

Jesús, vida en esencia

25 Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; 26 y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».

Detalle de «La resurrección de Lázaro», de Giotto di Bondone – Capilla de los Scrovegni, Padua (Italia)

Todavía algo ambiguo en cuanto al propósito de la conversación, el Señor revela que Él mismo es la resurrección y la vida, por lo tanto, el autor de toda y cualquier resurrección y el sustentador de la vida eterna. Quien cree en Él no muere, pues la muerte física es un paso para llegar a la vida verdadera. Con tales palabras, llenas de sublimidad, Jesús confirma a Marta en su íntima convicción de que, por obra suya, su hermano vivirá.

El divino Maestro subraya su propósito con la enfática pregunta formulada al final: «¿Crees esto?». Una vez más, quiere que la fe de Marta aumente a cada paso, para mostrarnos que si tenemos esta virtud teologal bien robustecida, todo lo conseguiremos.

La confesión de Marta

27 Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».

La categórica respuesta de Marta pone de manifiesto cómo el Señor había logrado su objetivo, hasta el punto de que ella declara con respecto de Jesús algo similar —e incluso superior— a lo que San Pedro confesó en Cesarea de Filipo. Si al proclamar: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16), Simón fue elevado al papado, ¿qué no merecería Santa Marta por afirmar: «Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo»?

Marta confiesa que Él es el Mesías, que Él es Dios; por tanto, ¡lo podía todo! Y esa fe movió al Señor a ir hasta la tumba de Lázaro.

La conmoción del Hombre Dios

33b Jesús se conmovió en su espíritu, se estremeció 34 y preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?». Le contestaron: «Señor, ven a verlo». 35 Jesús se echó a llorar. 36 Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!». 37 Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que éste muriera?». 38a Jesús, conmovido de nuevo en su interior…

En estos versículos aparece un aspecto poco comentado, pero que merece atención: la armoniosa oposición existente entre las naturalezas humana y divina del Señor. ¡Es un verdadero misterio! En cuanto Dios, segunda Persona de la Santísima Trinidad, contempló esa muerte desde toda la eternidad y era su voluntad que Lázaro falleciera y permaneciera cuatro días en el sepulcro, para luego resucitarlo. En cuanto hombre, también sabía que esto sucedería, porque su alma estaba en la visión beatífica. Pero su voluntad humana, sin contradecir en nada los designios divinos, estaba rodeada de sentimientos de afecto, que pedían que su amigo no muriera.

Acceso al sepulcro de Lázaro en Betania (Tierra Santa)

Jesús se conmovió hasta las lágrimas. Tan sólo en otra ocasión vemos esta escena en los Evangelios: cuando llora sobre Jerusalén (cf. Lc 19, 41). Su llanto manifiesta el choque entre una naturaleza increada y una naturaleza creada; la divina, que se mantiene siempre inquebrantable, y la humana, obligada a colocarse a la altura de Dios.

Este episodio nos ofrece una pálida idea de lo mucho que necesitamos esforzarnos por vivir en consonancia con nuestra vocación cristiana, y nos muestra que las dificultades que esto conlleva son comprensibles. El Señor armoniza enteramente su voluntad humana con la divina, ¡y así debemos también nosotros actuar en relación con las exigencias de nuestra muy noble condición de hijos de Dios!

Una orden dada con imperio

38b …llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta con una losa. 39 Dijo Jesús: «Quitad la losa». Marta, la hermana del muerto, le dijo: «Señor, ya huele mal porque lleva cuatro días». 40 Jesús le replicó: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?».

El evangelista señala, con razón, uno de los aspectos que más contribuirá a la estruendosa repercusión del milagro. En aquel tiempo se usaban como tumba algunas excavaciones o cavidades en la roca, y los cuerpos, ungidos con bálsamo y vendados, se dejaban en ciertos compartimentos en el interior de esas cuevas, las cuales, a su vez, eran lacradas por fuera con una piedra.

Ahora bien, el cadáver de Lázaro llevaba cuatro días en el sepulcro. Todos debieron haberse quedado espantados ante la orden dada por el Señor de retirar la losa, hasta el punto de que la propia Marta, a pesar de su fe, llama la atención del Maestro sobre este particular, quizá a petición de los que habían sido designados a remover la lápida que sellaba la tumba. Tal acto implicaría —además de la transgresión de una norma legal, tanto judía como romana, que impedía violar las sepulturas— sentir el desagradable e intenso olor de la muerte.

Sin embargo, el imperio del Señor fue tal que se impuso a cualquier objeción. Y a él se sumó la expectación en la que se encontraba la opinión pública, ávida por presenciar, aunque desde una perspectiva meramente humana, algún acontecimiento extraordinario.

Palabras que sólo Dios puede pronunciar

41 Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; 42 yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». 43 Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, sal afuera».

Bien podemos imaginar el tremendo hedor que salió del interior del sepulcro al rodar la piedra, pormenor que serviría para certificar de una manera aún más concluyente la veracidad del prodigio que estaba a punto de ocurrir. Este intervalo fue aprovechado por el Señor para hacer una bellísima oración, en la cual invocó al Padre eterno, pero sin implorarle la realización del milagro. Éste sería llevado a cabo por la voz omnipotente de aquel que minutos antes se había declarado «la resurrección y la vida», diciendo de forma imperativa: «Lázaro, sal afuera».

Él, que poco antes acababa de manifestar su humanidad llorando por su amigo, en este instante hace brillar su divinidad. En efecto, ¿quién tiene poder para darle órdenes a un muerto y ser obedecido por éste, sino Dios mismo?

Un milagro tras otro

44 El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar». 45 Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en Él.

Si ya era un milagro fuera de serie resucitar a un muerto de cuatro días, otro prodigio lo haría aún más impactante. Como se mencionó anteriormente, en aquel tiempo los cadáveres se recubrían con telas de tal manera que era imposible que una persona viva, así envuelta, consiguiera andar y, mucho menos, subir las escaleras de la sepultura. Además, el trayecto de la salida de la tumba de Lázaro, conservada hasta nuestros días, es empinado y difícil de recorrer incluso para quien por allí transita en circunstancias normales. Ahora bien, el hermano de Marta y María subió, vendado, hasta la puerta del sepulcro y sólo entonces el Señor mandó que lo desataran para que pudiera caminar. ¿Cómo llegó hasta arriba? Milagro tras milagro, que mostraba de sobra la omnipotencia del Maestro.

Detalle de «La resurrección de Lázaro», de Giotto di Bondone – Capilla de los Scrovegni, Padua (Italia)

Por este motivo, San Juan subraya que muchos de los judíos que habían presenciado la escena creyeron en el Señor. Muchos, sí; pero no todos, pues este hecho totalmente extraordinario fue el detonante de la condena a muerte del divino Redentor por parte del sanedrín (cf. Jn 11, 46-53), el cual también decidió asesinar a la prueba viva del milagro, el proprio Lázaro (cf. Jn 12, 10).

La grandeza y el esplendor manifestados por el Mesías verdadero eran demasiado deslumbrantes para ser tolerados por quienes encarnaban la infidelidad de Israel al Dios único, que los había colmado de beneficios a lo largo de la Historia Sagrada. Misterio de iniquidad…

III – Un milagro más grande que la resurrección de Lázaro

Los domingos de Cuaresma de este Ciclo A del año litúrgico ponen un particular énfasis en el papel de la gracia en el progreso espiritual. Así pues, la Santa Iglesia desea que las lecturas acerca de la vida presentadas en la liturgia de hoy sean aplicadas sobre todo a nuestra relación para con Dios, la cual se establece, de una manera especial, mediante la vida divina que nos es conferida en el sacramento del Bautismo. De hecho, la vida verdadera es aquella que tendremos después de la resurrección final —eterna e inmune a las enfermedades o cualquier otro efecto del pecado— cuya semilla recibimos en esta tierra con la gracia.

Introducir en una criatura la propia vida divina, sacándola del estado de muerte sobrenatural y elevándola a la categoría de hija de Dios, es una auténtica resurrección, infinitamente superior al impresionante milagro de la resurrección de Lázaro, e incluso a la resurrección de la humanidad entera, ya que una ínfima participación en la vida divina vale más que todo el universo creado.1

Cuántos de nosotros a menudo le tenemos un aprecio extraordinario a la vida terrena, deseosos de prolongarla eternamente. No obstante, estamos en este mundo de paso, para ser probados y, habiendo alcanzado la gracia de una buena muerte, esperar en la gloria el día en que el mismo Señor que le dijo a Lázaro: «¡Sal afuera!», nos dé también la orden de resucitar. Entonces recuperaremos nuestros cuerpos en estado glorioso y con ellos entraremos en la eterna bienaventuranza. 

 

Notas


1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 112, a. 1.

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados