Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel – Un Grande de España

La austera figura del duque de Alba es presentada frecuentemente como la de un sanguinario. Un detenido examen de los hechos, no obstante, revela la parcialidad de esa sentencia.

El siglo XVI se halla, sin duda, entre los más relevantes de la Historia universal. En él encontramos, al mismo tiempo, el surgimiento de un gran número de santos que marcaron su época, el despuntar de un sinfín de prodigios marítimos —con la circunnavegación del globo o la conquista de América—, el pulular de una interminable letanía de controversias doctrinarias que, si no eran resueltas con la sutileza de la pluma… a menudo acababan dirimidas a punta de espada.

En ese contexto, el 29 de octubre de 1507, nacía en las tierras castellanas de Piedrahíta un niño destinado a ejercer un importante papel en el porvenir de los acontecimientos en Europa y en el mundo. Se llamaba Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba, el heredero de uno de los más nobles linajes españoles. Su Casa pertenecía al número de las veinticinco familias cuyos miembros ostentaban la dignidad de Grandes de España, por lo que eran considerados «primos del rey».

En los campos de batalla

Desde joven, Fernando recibió una refinada educación: fue adiestrado en la finura de la diplomacia y de la cultura, como convenía a alguien de cuna tan noble, sin dejar de lado el no menos necesario arte de la guerra. En cuanto a este último, lo aprendió tanto en los libros —como el De re militari de Vegecio, que se sabía de memoria— como igualmente y sobre todo en el propio campo de batalla.

Intensa y admirable fue su trayectoria en ese terreno. Con tan sólo 17 años, se destacó como joven capitán en una escaramuza con los franceses por la villa de Fuenterrabía. Una vez que fue conquistada por los españoles, Carlos V encomendó su gobierno al valiente oficial —muchacho aún por la edad, pero ya un héroe en el corazón— que se había distinguido en la empresa.

Incrementó todavía más su experiencia bélica en 1535, durante la campaña de Túnez, en la que el ejército de Carlos V derrotó al pirata Barbarroja y recuperó el dominio del mar Mediterráneo.

En 1547, fue nombrado capitán general del ejército imperial para la batalla de Mühlberg, contra los príncipes protestantes alemanes. Sin apartarse de la regla de los mejores comandantes de la Historia, el duque de Alba se colocó en la vanguardia y, combatiendo con furia a los enemigos, hizo que la victoria pesara del lado de su señor. Tras el sonado triunfo sobre los herejes, le preguntaron de manera aduladora si era cierto que, el día de la batalla, el astro rey se había detenido en el cielo como ocurrió con Josué. Sólo respondió que había tenido tanto que hacer en la tierra que no le había sobrado tiempo para mirar el sol.

Tenacidad y determinación

Tuvo incontables intervenciones decisivas más en las empresas que el emperador le encargó. Si fuéramos únicamente a enumerarlas, llenaríamos de sobra el espacio destinado a este artículo… Sin duda, Carlos V no erraba en su juicio cuando, en una carta a su hijo Felipe II, escribió: «El duque de Alba es el más hábil estadista y el mejor soldado que tengo en mis reinos».1

Después de que el emperador abdicara del trono en 1556, don Fernando conservó un papel muy importante en la corte española, ya que sus consejos eran los que con más frecuencia seguía Felipe II. Con su chispa e ingenio característicos, estuvo con él en las dificultades, presentándole soluciones de innegable sabiduría, tanto en la guerra como en la diplomacia, pese a que en ocasiones chocaban ante la excesiva severidad del general.

Levantamiento en Flandes

En 1566, el duque de Alba se lanzó en la que ciertamente sería la mayor epopeya de su vida. Tras un intento fallido por parte del rey de aplicar en los Países Bajos los decretos del Concilio de Trento, estalló una revuelta instigada por pequeños grupos de protestantes que amenazaba la soberanía real. Para Felipe II, tal levantamiento fue la gota que colmó el vaso. De hecho, le había dicho al Papa San Pío V: «Antes de sufrir la menor cosa en perjuicio de la religión o del servicio de Dios, perdería todos mis Estados y cien vidas que tuviese, pues no pienso ni quiero ser señor de herejes».2

El monarca reunió entonces a sus consejeros y les expuso el problema. En poco tiempo quedó trazado el plan. Se presentaría allí alguien que no fuera él a fin de darles una buena lección a los rebeldes, ruda misión para la cual sólo un nombre parecía cumplir los requisitos necesarios: don Fernando. Cuando el duque hubiere castigado debidamente a los culpables, hacia allí se dirigiría el propio rey para conceder indultos a los arrepentidos y amenizar la situación. Sabio proyecto, que seguramente habría dado buenos resultados si Felipe II hubiera cumplido su parte.

El Camino español y la disciplina militar

El duque de Alba, por supuesto, aceptó la misión. Sin embargo, ésta no resultó ser nada fácil desde el principio. Primero tendría que trasladar un ejército completo a una región con la que no tenía fronteras. Decidió realizar parte del viaje por tierra, ya que llegar a los Países Bajos por mar significaba enfrentarse a los famosos barcos ingleses. La ruta terrestre, no obstante, requería una gran preparación y una eficiencia logística que no podía fallar, so pena de diezmar a las escuadras antes incluso de que colisionaran con el enemigo. Por otro lado, era necesario inculcar disciplina en toda la tropa porque, al tener que atravesar territorios neutrales —y a veces no muy cordiales–, la expedición fracasaría si alguna insensatez provocara que los reinos vecinos se pasasen al bando contrario.

Pero orden no era ninguna novedad para quien marchaba bajo la dirección de Fernando Álvarez de Toledo. En palabras del célebre historiador Thomas Walsh, «fue ésta una de las marchas memorables de la Historia. Memorable no solamente por su rapidez, sino por la férrea disciplina del duque. Estaba prohibido el saqueo y el pillaje. Si un soldado insultaba al pasar a una mujer, estaba a los pocos momentos colgado del árbol más próximo».3

Así llegaron a Flandes los tercios —la temible infantería que inmortalizó el ejército español del Siglo de Oro—, después de franquear los Alpes, pasando por el ducado de Saboya, y atravesar Suiza y una parte de Francia. Este recorrido sería conocido en adelante con el nombre de Camino español, por la gran cantidad de soldados y pertrechos que lo cruzaron en esa incursión y a lo largo de las décadas siguientes.

«El Camino español», por Augusto Ferrer-Dalmau

El Duque de Hierro

Una vez en los Países Bajos, el duque de Alba tomó medidas inmediatamente. No había guardado nunca secreto acerca de sus planes en el caso de que tuviera éxito: «Cortar la cabeza de los jefes —lo había hecho repetidamente— y reducir los demás a la obediencia. Una mentalidad como la suya, acostumbrada a ver las cosas de su color, blancas o negras, no estaba dispuesta a hacer sutiles distinciones. Tenía órdenes y estaba decidido a cumplirlas».4 Con mucha sagacidad, cogió por sorpresa a los condes de Egmont y de Horn —hombres clave de la sublevación— y, tras un proceso de nueve meses, los justició por el crimen de alta traición. A lo largo de su misión en Flandes, tuvieron el mismo destino en torno al millar de sediciosos.5

Si bien la táctica de la severidad produjo buenos efectos a corto plazo, era de esperar que, al cabo de unos años, la situación acabara volviéndose insostenible. Así pues, el 18 de diciembre de 1573, el duque de Alba tuvo que abandonar los Países Bajos en secreto, siendo sustituido por don Luis de Requesens y Zúñiga.

Su siguiente campaña tuvo lugar en Portugal. Tras la muerte del cardenal Enrique, hombre anciano y enfermo —que había heredado, con el fallecimiento del rey Sebastián I, el trono luso—, Felipe II se convertiría en el primero de la lista en cuanto al derecho de sucesión. El duque de Alba, por entonces con 73 años, fue puesto al frente de un ejército de 20 000 soldados para asegurar los intereses de su señor. No hace falta decir que sus métodos lograron el resultado deseado.

Durante esa misión fue cuando, el 15 de diciembre de 1582, aquel hombre de hierro entregó su alma a Dios, aquejado de una enfermedad que ya duraba un mes. Le había pedido autorización a Felipe II para regresar a sus tierras en Alba de Tormes, con el deseo de pasar allí sus últimos días; pero el permiso nunca le llegó. Talis vita, finis ita, dice el conocido adagio: tal como fue su vida, así fue su final. Nada más natural que, habiendo estado toda su existencia luchando bravamente en el campo de batalla, don Fernando muriera también en campaña.

Tercios españoles, detalle de «Rocroi, el último tercio», por Augusto Ferrer-Dalmau

La leyenda negra

Con el tiempo, la enérgica, austera e inflexible figura del duque de Alba fue convertida en una especie de monstruo sanguinario, principalmente por su actuación en los Países Bajos. Incluso hubo quien pensó que salvaba su reputación al compararlo con un desequilibrado como Robespierre.6 Con todo, un detenido examen de los hechos revela la parcialidad de tales sentencias.

En primer lugar, los crímenes que cometieron los protestantes durante el período de la sublevación fueron innumerables. A guisa de ejemplo, podemos citar el caso de dos anabaptistas. Éstos confesaron que cuando se cansaron de algunas de sus esposas —cada uno de ellos tenía cuatro— el ministro la llevaba al bosque y sigilosamente la mataba. Uno de estos «santos varones» admitió haber asesinado a unas seis o siete mujeres. Además, enseñaban que era lícito matar y robar a los católicos.

Las depredaciones de iglesias por parte de calvinistas y anabaptistas eran frecuentes. En menos de una semana fueron destruidos 400 templos católicos, con las habituales profanaciones del Santísimo Sacramento, de las imágenes y hasta de las religiosas consagradas y de los ministros de Dios, los cuales eran maltratados a golpes o expulsados de sus conventos.

Algunos podrían alegar que los herejes andaban buscando un mínimo de tolerancia ante la tiranía de la Corona. No obstante, Margarita de Parma —regente de los Países Bajos y hermana de Felipe II— en una carta dirigida a éste se quejaba de que les había propuesto a los jefes insurgentes la total libertad de culto, además de otras concesiones, y que obtuvo una negativa como respuesta. A fin de cuentas, no era la libertad de religión lo que deseaban los rebeldes, «sino la libertad de todas las religiones, excepto la católica».7

Criterio y juicio

Fernando Álvarez de Toledo, por Anthonis Mor – Museo de La Sociedad Hispánica de América, Nueva York

Por otro lado, es completamente ilegítimo juzgar la conducta de un personaje del pasado de acuerdo con los estándares de nuestro siglo. Al confrontar las actitudes del duque de Alba con la de algunos de sus contemporáneos, ciertos autores lo consideran incluso muy humano e indulgente en cuanto a los métodos empleados o en cuanto al número de condenados. Basta pensar en los tribunales ingleses que, durante los reinados de Enrique VIII e Isabel I, sentenciaron a numerosísimos católicos completamente inocentes a muertes mucho más violentas. Lo mismo se puede decir con relación al proceder de los Tudor en Irlanda o de los Habsburgo en Transilvania.8

Además, cabe preguntarse: si las leyes aplicadas por el duque de Alba fueron tan injustas y crueles, ¿por qué constituyeron la base para el procedimiento y el derecho penal de los Países Bajos durante los dos siglos y medio que le siguieron? Quizá porque, como bromeaba Roca Barea, «la ley de Alba era dura, pero era ley, no aplicación arbitraria de castigos».9

Sea como fuere, parece cierto que actuó de buena fe en toda su política. En su lecho de muerte afirmó que en toda su vida no había derramado una sola gota de sangre contra su conciencia y que a cuantos decapitó en Flandes lo hizo por ser herejes y rebeldes.

Concluimos, pues, con una frase escrita por él mismo. En ella se nota cómo su espíritu era demasiado grande para nutrir esa mezquina preocupación con la opinión de los otros que conduce al hombre a poner su propia reputación por encima del sentido del deber: «La naturaleza perversa de ciertas gentes malvadas les lleva a dar a todo la peor interpretación posible; pero la verdad de todo ello sólo el tiempo y Dios lo decidirán».10 

 

Notas


1 WEISS, Juan Bautista. Historia Universal. Barcelona: La Educación, 1929, v. IX, p. 285.

2 FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel. El Duque de Hierro. Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba. Pozuelo de Alarcón: Espasa-Calpe, 2007, p. 315.

3 WALSH, William Thomas. Felipe II. Madrid: Espasa-Calpe, 1943, p. 461.

4 Ídem, p. 463.

5 Existe una llamativa contradicción con respecto a la cantidad de ajusticiados durante la campaña en los Países Bajos. Según Roca Barea, «la propaganda convirtió al duque de Alba en un monstruo y elevó el número de muertos de 1073 ejecuciones a 200 000» (ROCA BAREA, María Elvira. Imperiofobia y leyenda negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español. 28.ª ed. Madrid: Siruela, 2020, p. 253). Thomas Walsh proporciona cifras menos divergentes: «El número de personas ejecutadas por órdenes de este Tribunal durante los pocos años de su jurisdicción se ha estimado, diversamente, desde 1700 que da Cabrera hasta los 8000 que acusan, exagerando mucho, los protestantes» (WALSH, op. cit., p. 464).

6 Cf. PIRENNE, Henri. Historia de Bélgica, apud FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, op. cit., p. 359.

7 WALSH, op. cit., p. 450.

8 Cf. Ídem, p. 464; ROCA BAREA, op. cit., p. 254.

9 ROCA BAREA, op. cit., p. 254.

10 WALSH, op. cit., p. 522.

 

2 COMENTARIOS

  1. Que duda cabe de que estamos hablando de una de las grandes figuras que a lo largo de nuestra historia ha habido y como ha pasado con muchos más, por motivos oscuros sus vidas han sido manipuladas, desvirtuadas por el simple hecho de que a «0tros”no les conviene que se conozca realmente la vida de estas personas que tanta influencia tuvieron./ En este caso concreto, me atrevo a asegurar que por motivos políticos./ España, tierra de María, está siempre en lucha contra el maligno, el cual está empeñado en hacernos desaparecer. Siempre la lucha del Bien contra el mal. Pero no nos olvidemos de la promesa de Nuestra Señora en Fátima: «Al final Mi Inmaculado Corazón triunfará»; así que este gran caballero, como otras tantas figuras acabarán siendo reconocidas como lo que realmente fueron.

    • gloria a Dios

      Santo Fernando de Toledo,y como Santa Isabel Católica, Duque Olivares y Cardenal Cisneros santo varón y muchos católicos valientes no deben olvidarse.
      Viva el Papa!!!
      viva el Rey!!!
      Viva España!!!
      Viva la Santa Iglesia Católica Romana y Apostólica!!!
      Viva San José
      viva Santiago
      Viva la Virgen María
      «tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y las puertas del infierno no prevalecerá contra Ella»(Mateo XVI)Amén Aleluya

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