En uno de los textos más conmovedores de la literatura profética, Isaías muestra la ingratitud del pueblo elegido ante los beneficios recibidos de Dios, situación que no pierde actualidad, pues puede darse con cualquiera de nosotros.

 

El libro de Isaías es el más grande de los escritos proféticos del Antiguo Testamento. Sus sesenta y seis capítulos ricos en contenido teológico y espiritual hacen de él una verdadera obra catequética. En medio a tamaña riqueza puede pasar inadvertido un pequeño pasaje que, sin embargo, constituye una magnífica lección sobre el amor de Dios a sus criaturas, de las cuales espera una retribución. Se trata del canto a la viña (cf. Is 5, 1-7).

Escrito muy probablemente al inicio de la actividad de Isaías, ese canto —también conocido como el poema de la viña— forma parte del bloque literario compuesto por vaticinios dirigidos a Israel (cf. Is 1-12). En esa sección están un conjunto de oráculos conminatorios y salvíficos entrelazados (1-5), el relato de la vocación de Isaías (6) y el Libro del Enmanuel (7-12), en el cual predominan los textos mesiánicos. Es decir, se alternan amenazas y promesas.

Este poema o canto puede ser contemplado desde dos perspectivas distintas: la teológica y la psicológica. La primera, por una interpretación de la historia de las relaciones entre Dios y su pueblo, una relación de Padre e hijo; la segunda, en la instigación de un juicio de los israelitas sobre ellos mismos, debido a su mala conducta.

El canto a la viña manifiesta el desvelo de Dios para con Israel, del cual esperaba recoger buenos frutos, pero del que sólo obtuvo disgustos. Es la experiencia amarga del viñador dedicado que trabajó en vano; pero, sobre todo, es el fracaso de las relaciones entre Dios y su pueblo, de un amor no correspondido. A pesar de todas las atenciones del Señor con la nación elegida, ésta no le dio más que ingratitud. ¿Qué hará con esa «viña»?

El profeta Isaías – Pedestal del Monumento a la Inmaculada, Roma

El profeta y su época

La mayoría de los comentaristas concuerda en señalar el año 760 como fecha aproximada del nacimiento de Isaías. Sus indicaciones precisas sobre Jerusalén dan a entender que nació en la capital del reino de Judá. Estaba casado y tenía dos hijos, a los cuales les dio nombres simbólicos (cf. Is 7, 3; 8, 3).

Este gran profeta ejerció su ministerio durante cuarenta años (740-700). El comienzo de su actividad coincide con un período de prosperidad dejada por el fallecido rey Ozías (781-740), como resultado de sus victorias militares al este y oeste de Israel. No obstante, ese bienestar ocultaba una realidad socio-religiosa cada vez más decadente, la cual Isaías no dejó de censurar.

Mas adelante, ya en el reinado de Ajaz (736-727), se agravó la situación. Este monarca introdujo en Judá el culto pagano con el fin de agradar al rey asirio, de quien había recibido ayuda militar para enfrentar una amenaza por parte de Siria y del Reino del Norte de Israel.

Con el deseo de rebelarse contra la influencia asiria en la región, esos dos estados le pidieron a Ajaz que se uniera a ellos. Ante su negativa le declararon la guerra y amenazaban destronarlo. En esta peligrosa coyuntura, Ajaz le pidió ayuda al propio rey asirio, contrariando los consejos de Isaías, que le prometía una intervención divina. Tiglath-Pileser III, soberano de aquel imperio, avanzó sobre la región del Levante mediterráneo y acabó con la rebelión. Como consecuencia, Judá quedó dependiendo de Asiria, con todo lo que eso significaba en el terreno religioso.

Con Ezequías (727-687), hijo y sucesor de Ajaz, la situación mejoró inicialmente. Ese piadoso rey hizo todo lo posible por limpiar Jerusalén de los desvíos religiosos introducidos por su padre. En sus primeros años de reinado se mantuvo sometido al soberano asirio. Sin embargo, en torno al año 705, cuando hubo un cambio de gobierno en aquel país, se rebeló.

Jerusalén fue rodeada por las tropas mesopotámicas, pero, gracias a la ayuda del Cielo, el ejército sitiador se vio obligado a batirse en retirada (cf. 2 Re 18-19). Poco tiempo después Isaías salió de escena.

Teología de Isaías

Al ser muy difícil, dada su riqueza, resumir en pocos conceptos la teología de Isaías, destacaremos aquí tan sólo algunos aspectos más importantes.

La raíz de su pensamiento consiste, sin duda, en la santidad divina. El libro gira alrededor de esa idea. Dios es el Santo de Israel, un ser todo revestido de majestad, sentado en su trono como Rey del universo. Es el Juez de las naciones, particularmente del pueblo elegido, con el cual posee una relación especial. Yahvé tiene un designio sobre el mundo; la historia humana avanza hacia una etapa decisiva de la salvación. Rebelarse contra el plan histórico de Dios constituye una gran ofensa.

Isaías resalta también la expectativa de la llegada del Redentor. La figura del Mesías representa la plenitud del tiempo, con todo lo que ello implica de bienestar espiritual y material. Será la solución de todos los problemas del género humano; transformará la sociedad en un reino de justicia y equidad. El día de Yahvé —tema ya tratado por Amós— es para Isaías un día de juicio purificador, en el cual serán humillados los orgullosos y castigados los pecadores. No obstante, se salvará de la catástrofe un resto que será la semilla de la futura sociedad teocrática.

Símbolo del amor de Dios por los hombres

El poema de la viña es una de las mejores piezas literarias de Isaías. Prenuncia la parábola de los viñadores homicidas compuesta por Jesús (cf. Mt 21, 33-46), aunque dándole otro enfoque doctrinario. Para despertar la imaginación de sus oyentes, el profeta se presenta como un trovador que canta las relaciones entre Dios e Israel, pese a que no lo diga expresamente al comienzo.

«Voy a cantar a mi amigo el canto de mi amado por su viña. Mi amigo tenía una viña en un fértil collado» (5, 1).

El canto trata sobre alguien que plantó en buen terreno una viña por él amada. De igual modo podríamos decir que el ser humano es la viña plantada por Dios en la tierra, la cual se volvió objeto de su amor. Entrecavó la tierra, quitó las piedras y plantó cepas selectas. En el centro construyó una torre y cavó un lagar. Esperaba que diera buenas uvas, pero sólo produjo uvas silvestres (cf. Is 5, 2).

Con gran delicadeza el profeta se hace eco de la decepción de su amigo al constatar que, a pesar de haber tenido el cuidado de que su viña diera buenos frutos, el resultado fue lo contrario. En hebreo,  śōrēq —שׂרֵק— significa una vid selecta, de calidad especial (cf. Gén 49, 11; Jer 2, 21). O sea, el dueño de la viña utilizó lo mejor, puso el terreno en perfectas condiciones y edificó una torre de vigilancia contra posibles incursiones enemigas. Pero no obtuvo lo que deseaba.

De la misma manera, Dios le dio al ser humano todas las condiciones para que viva feliz; creó el universo para que estuviera al servicio del hombre. Esperaba así ser reverenciado y adorado por él, pero la Historia nos muestra que el Señor es ofendido y mal correspondido en todo momento. El amor del viñador por su viña simboliza el amor de Dios por sus criaturas, de las cuales espera retribución. Pero no una retribución meramente simbólica: es necesario que se traduzca en actitudes, en el comportamiento con Dios y sus semejantes. «Esto nos dice que no se trata exclusivamente de un amor de sentimiento, sino de obras, y que la respuesta también ha de ser obras»1.

Familia campesina, por Francesco Londonio –
Museo Nacional del Hermitage, San Petersburgo (Rusia)

¿Cómo le retribuimos al Señor el don de la vida?

«Ahora, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá, por favor, sed jueces entre mí y mi viña. ¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no hubiera hecho? ¿Por qué, cuando yo esperaba que diera uvas, dio agrazones?» (5, 3-4).

Isaías interrumpe la continuidad del canto para invitar al pueblo a desempeñar el papel de jurado en un pleito entre el viñador y su viña; desea que haya una participación colectiva, que todos sean testigos de todo lo que él hizo por su viña. El viñador se dedicó por completo, es justo que pida una retribución. Quien recibe, también debe dar, porque amor con amor se paga.

La retribución reclamada por Dios para sí no es, sin embargo, exclusiva; Él quiere que el hombre ejerza la caridad con los demás, que practique obras de justicia con el prójimo. Un autor contemporáneo llega a afirmar: «El objeto del verbo «esperar» no es algo que haga referencia a Dios. Como respuesta, no quiere un amor que se dirija a Él, sino a los seres humanos, a los más pobres, a los más necesitados»2.

Infelizmente, el resultado consiste casi siempre en agrazones; por eso vemos tantas guerras, odio, persecuciones, actos inhumanos, etc. ¿Así es como le retribuimos al Señor el don de la vida?

Es insensato vivir como si Dios no existiera

«Pues os hago saber lo que haré con mi viña: quitar su valla y que sirva de leña, derruir su tapia y que sea pisoteada. La convertiré en un erial: no la podarán ni la escardarán, allí crecerán zarzas y cardos, prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella» (5, 5-6).

El resultado de la esterilidad es el castigo, como le ocurrió al siervo que no se esforzó en hacer que rindiera el talento recibido de su señor (cf. Mt 25, 14-30). Por eso la viña se quedará sin protección y será pisoteada. Un terreno sin cuidados está destinado al fracaso, lo mismo que el alma sin el auxilio de la gracia. Nadie está interesado en un campo que produce hierba silvestre. Cuando el hombre no colabora con el plan de Dios, su vida pierde valor.

Muchas veces el Señor espera el arrepentimiento de quien anda mal y, de un modo u otro, le envía «signos» para que se dé cuenta de su error, pero todo tiene un límite. «Negar la lluvia a los campos es el gesto último de Dios a su pueblo para llamarlo a conversión»3.

No se puede abusar de la bondad divina; vivir como si Dios no existiera es una insensatez. Huir de la propia responsabilidad acarrea consecuencias. Por el contrario, cumplir el deber es garantizar protección para sí: «Si la viña hubiera respondido a las intenciones del amado, ninguna mano la hubiese tocado. Los obedientes son intocables»4.

Santiago y San Pedro – Catedral de Cristo Rey, Hamilton (Canadá)

Los testigos se convierten en reos

«La viña del Señor del universo es la casa de Israel y los hombres de Judá su plantel preferido. Esperaba de ellos derecho, y ahí tenéis: sangre derramada; esperaba justicia, y ahí tenéis: lamentos» (5, 7).

Si restara alguna duda, el profeta hace una dura aplicación: aquellos que eran testigos de un juicio se convierten en reos.

¡Cuántas veces Yahvé fue pródigo con ellos! Como nación escogida, tenía Israel el deber de ser santa, de ser modelo para los demás pueblos. Dios no dejó de enviarles profetas para que transmitieran su voluntad. Siempre que pedían ayuda Él escuchaba sus gemidos y los socorría.

¿De qué sirvió todo ese esfuerzo? Con un lenguaje magistral, Isaías reproduce comparaciones rítmicas: mišpāṭ / miśpāḥ… ṣedāqâ / ṣeՙāqâ  (derecho / sangre derramada… justicia / lamentos). El pueblo le dio al Señor lo contrario de lo que Él esperaba; fue rebelde e injusto.

¿Qué quiere el Señor de nosotros?

Por medio del canto a la viña Dios acusaba a su pueblo de ser ingrato con aquel que le había otorgado tantos beneficios a lo largo de su historia, por no retribuirle según correspondía todo lo que había recibido como demostración de su amor.

Ahora actualicemos el problema.

El Señor da a todo ser humano las gracias necesarias para que actúe rectamente y se santifique, para que lo adore y lo sirva. ¿Cómo correspondemos a tantos favores recibidos? La restitución es una virtud difícil de practicar. Muchas veces pensamos que los éxitos alcanzados en nuestra vida son fruto de nuestras cualidades, de nuestro esfuerzo personal. Raramente reconocemos que todo viene de Dios.

¿Qué quiere el Señor de nosotros? Hemos sido creados con una intención; nadie está en este mundo sin una finalidad. Si queremos gozar de la eterna bienaventuranza no podemos hacer oídos sordos a la voz de Dios; debemos vivir de acuerdo con las obligaciones de todo bautizado. Por lo tanto, no nos convirtamos en una viña estéril, sino que produzcamos frutos de justicia.

 

Notas

1 Alonso Schökel, SJ, Luis; Sicre DÍAZ, SJ, José Luis. Profetas. Isaías, Jeremías. 2.ª ed. Madrid: Cristiandad, 1987, v. I, p. 133.
2 Marconcini, Benito. Guía espiritual del Antiguo Testamento. El libro de Isaías (1-39). Barcelona-Madrid: Herder; Ciudad Nueva, 1995, p. 84.
3 Jiménez Hernández, Emiliano. Isaías: el profeta de la consolación. Madrid: Caparrós, 2007, p. 34.
4 Motyer, J. Alec. Isaías. Barcelona: Andamio, 2005, p. 93.

 

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