Respecto a San Miguel Arcángel, tenemos una breve nota: «San Miguel, príncipe de la milicia celestial, en la batalla que tuvo lugar en el Cielo luchó contra los ángeles rebeldes. A él le compete continuar esta lucha para liberarnos del demonio. De él dependen los ángeles de la guarda. Es el ángel protector de la Iglesia y quien presenta al Padre eterno la oblación eucarística».
Me gustaría señalar el hecho de que San Miguel haya comandado la lucha contra el demonio y lo precipitara al infierno, y que sea el jefe de los ángeles de la guarda de individuos e instituciones. Además, él mismo es el ángel de la guarda de la institución de las instituciones, la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
Podemos preguntarnos qué relación hay entre su misión de echar al infierno a los que se levantaban contra Dios, nuestro Señor, y la protección que le da a la Iglesia y a los hombres en este valle de lágrimas, en esta arena que es la vida.
Caballero leal, fuerte, puro y victorioso
Estas dos misiones se concatenan. San Miguel defendió a Dios, que quiso valerse de él como su escudo contra el demonio, y quiere que también sea el escudo de la Santa Iglesia y de los hombres contra las embestidas diabólicas. Sin embargo, se trata de un escudo que es, al mismo tiempo, una espada. Por lo tanto, no se limita a defender, sino que derrota y precipita al infierno. Ésta es la doble misión del arcángel.
Por ello, en la Edad Media era considerado como el primero de los caballeros, el caballero celestial, ideal y perfectamente leal, fuerte, puro y victorioso como debe ser un caballero, poniendo toda su confianza en Dios y en la Virgen.
San Miguel era considerado en la Edad Media como el primero de los caballeros, el caballero celestial, ideal, fuerte, puro y victorioso
Ésta es la admirable figura de San Miguel, a quien debemos considerar como nuestro aliado natural en las luchas, porque no queremos ser otra cosa sino hombres que ejecutan, en el plano humano, su tarea, es decir, defender el honor de Dios, la gloria de la Santísima Virgen, la Iglesia Católica, la civilización cristiana, pero a nivel de contraofensiva, para postrar por tierra el imperio del demonio y establecer en esta tierra el Reino de María.
Existe, por consiguiente, una enorme afinidad entre este príncipe celestial y nuestra misión, y obran bien los que de entre nosotros quieran constituirlo en su especial patrón.
«¡Adelante, no desfallezcáis, atacad!»
En Visiones y revelaciones completas, de la Beata Ana Catalina Emmerich,1 encontramos los siguientes datos:
«He visto nuevamente la iglesia de San Pedro con su gran cúpula. Sobre ella resplandecía el arcángel San Miguel vestido de color rojo, teniendo una gran bandera de combate en las manos.
»La tierra era un inmenso campo de batalla. Los verdes y azules luchaban contra los blancos; éstos, sobre los cuales había una espada de fuego, parecían que iban a sucumbir».
Los blancos eran, por supuesto, los buenos.
«No todos sabían por qué causa combatían. La iglesia era de color sangriento, como el vestido del arcángel».
¿Qué falta para que podamos decir eso de la Iglesia?
«Oí que decían: “Tendrá un bautismo de sangre”. Cuanto más se prolongaba el combate, más se apagaba el vivo color rojo de la iglesia y se volvía más transparente».
La purificación estaba haciendo de ella algo de diáfano, de puro.
«El ángel descendió y se acercó a los blancos. […] Éstos cobraron gran valor, sin saber de dónde les venía. El ángel derrotó a los enemigos, los cuales huyeron en todas direcciones. La espada de fuego que estaba sobre los blancos desapareció».
Era una especie de acción diabólica, de maldad que oprimía a los blancos.
«En medio del combate aumentaban las filas de los blancos: grupos de adversarios se pasaban a ellos».
Cristalizaciones, pánicos, conversiones.
«Y una vez se pasaron en gran número».
¿Qué ocasión es ésa en la que se pasa un gran número? ¿Qué hecho será ése? Lo sabremos, si Dios quiere.
«En el campo de batalla había, en el espacio, legiones de santos que hablaban con las manos, diferentes entre sí, pero animados por un mismo espíritu».
Son signos que exhortan: «¡Adelante, avanzad, no desfallezcáis, atacad!», mientras, abajo los buenos luchan bajo este aliento. El Cielo entero está abierto a los buenos, y ellos derrotan a los malos para instaurar el Reino de María.
Mediador de la oración litúrgica de la Iglesia
También tenemos una ficha de Dom Guéranger2 sobre la vocación contemplativa de los ángeles:
«De manera que la Iglesia considera a San Miguel como el mediador de su oración litúrgica: está entre Dios y los hombres. Dios, que distribuyó con un orden admirable las jerarquías invisibles, emplea por opulencia en la alabanza de su gloria el ministerio de estos espíritus celestes, que están mirando continuamente la cara adorable del Padre y que saben, mejor que los hombres, adorar y contemplar la belleza de sus perfecciones infinitas».
Mediador entre los hombres y la divinidad, el arcángel que gritó «¿Quién como Dios?» se presenta como un modelo de humildad perfecta
San Miguel Arcángel es quien presenta la oblación eucarística al Padre eterno. Y así es como se apareció en Fátima, a los pastorcitos: con el cáliz en la mano.
«Mi-Ka-El: “¿Quién como Dios?”. Expresa este nombre por sí solo, en su brevedad, la más completa alabanza, la adoración más perfecta, el agradecimiento más acabado de la superioridad divina, y la confesión más humilde de la nada de la criatura».
Se presenta, por tanto, como modelo de humildad. Porque quien exclama que nadie es como Dios, afirma que no es nada. Y en esto consiste la humildad perfecta. La forma de humildad propia del caballero no se parece en nada a la del «herejía blanca»:3 «Ah, tú eres más que yo…». No. Se trata de lo siguiente: «Dios es todo y nadie es nada. Ahora, a partir de ahí, hablemos».
Modelo de contemplación
«La Iglesia de la tierra invita también a los espíritus celestiales a bendecir al Señor, a cantarle, a alabarle, y a ensalzarle sin cesar. Esta vocación contemplativa de los ángeles es el modelo de la nuestra, como nos lo recuerda un bellísimo prefacio del sacramentario de San León: “Es verdaderamente digno darte gracias, a ti, que nos enseñas por tu Apóstol que nuestra vida es trasladada al Cielo; que con amor nos ordenas transportarnos en espíritu allá donde sirven los que nosotros veneramos, y dirigirnos a las cumbres que en la fiesta del bienaventurado arcángel Miguel contemplamos con amor”».
He aquí un rasgo de devoción a los ángeles que conviene señalar. Los ángeles son habitantes de la corte celestial, donde viven en eterna contemplación de Dios cara a cara. Y las visiones de todos los grandes místicos nos dicen que hay fiestas en el Cielo, y que son verdaderas solemnidades. No son imágenes ni quimeras, sino auténticas celebraciones en las que Dios manifiesta sucesivamente su grandeza y los ángeles lo aclaman con nuevos triunfos, que nunca terminan.
Hay una felicidad en el Cielo —la patria de nuestra alma, el orden mismo de las cosas para el cual hemos sido creados— que corresponde plenamente a nuestras aspiraciones. Algo de este sentimiento de bienaventuranza celestial por la contemplación cara a cara de Dios, que es la perfección absoluta, puede y debe pasar a la tierra. En tiempos de verdadera fe, algo de esta felicidad filtra, algo de esta piedad es sentida y comunicada por las almas más notablemente piadosas, como un tesoro común para toda la Iglesia.
Deseo de las cosas celestiales
Esto es lo que tanto falta hoy día, de modo que la gente no tiene idea de la felicidad celestial. Y sin esta idea no se posee apetencia del Cielo, y las personas se regodean en la pura apetencia de los bienes terrenales. Pero si pudieran comprender por un momento en qué consiste una consolación, una gracia del Espíritu Santo, este tipo de felicidad que comunica la consideración de los bienes celestiales, entonces comenzaría el desapego de los bienes de la tierra, llegaría la comprensión de cómo todo es transitorio, cómo todo carece de importancia, cómo hay valores que están por encima de las cosas terrenales y las convierten en un poco de polvo.
Los ángeles viven inundados de felicidad celestial, y pueden obtenernos la gracia de adquirir una verdadera apetencia del Cielo
Es exactamente eso lo que los santos ángeles pueden conseguir para nosotros, ellos que están inundados de esa felicidad, que de vez en cuando se comunica a los santos. Hay un tipo de fenómeno místico que se manifiesta como un concierto muy lejano, de una armonía maravillosa y extraterrenal. Santa Teresa del Niño Jesús recibió esa gracia e incluso la menciona en Historia de un alma. Es algo del cántico eterno de los ángeles que llega, de esa forma, a los oídos de los justos, para darles la apetencia de las cosas del Cielo.
En nuestra época, esa apetencia falta de manera fabulosa. A la gente sólo le interesa y entusiasma las cosas de la tierra, el dinero, el politiqueo, el mundanismo, las trivialidades de las noticias cotidianas, pero no les emocionan las cuestiones elevadas, doctrinarias y, menos aún, las realidades específicamente celestiales.
Pidámosles a los ángeles que nos comuniquen el deseo de las cosas celestiales, de las que están inundados. Ésta es una excelente intención para presentarla en la fiesta de San Miguel Arcángel, junto con la petición de que nos haga sus imitadores, perfectos caballeros de la Virgen en esta tierra. ◊
Extraído de: Conferencia.
São Paulo, 28/9/1966.
Vínculo entre ángeles y hombres «angelizados»
Cuando los medievales se referían a los ángeles, a menudo hablaban de caballería angélica. Decían que los espíritus celestiales fueron los primeros caballeros, porque lucharon contra los primeros malos, los ángeles rebeldes.
No nos resulta fácil comprender cómo fue el prœlium magnum, esa gran batalla librada en el Cielo entre los ángeles y los demonios. ¿Cómo lucha un puro espíritu contra otro? ¿Cuáles son los recursos de un espíritu para vencer a otro, hasta el punto de precipitarlo al infierno? ¿Cómo sucede la expulsión de un espíritu por otro de un determinado lugar?
Ciertamente, esta guerra se desarrolló de una manera intrínsecamente mucho más noble que las cruzadas. Aquellos espíritus angélicos, en el momento en que se disponían a luchar contra los demonios, eran confirmados en gracia y conquistaban para siempre jamás la corona eterna.
El jefe de esta caballería celestial es el arcángel San Miguel, quien, constituido patrón de los caballeros, resume en sí todo el espíritu de las cruzadas, de la caballería y, en consecuencia, todo el espíritu de la Edad Media.
Creemos que es muy noble que alguien derrame su sangre por una gran causa. Pero la nobleza de un espíritu como San Miguel, desplegando toda su fuerza contra el demonio, ¡es inimaginable! La belleza del príncipe de la milicia celestial es tal que el intelecto humano se revela incapaz de captarla, aunque de algún modo puede sospechar, vislumbrar, conjeturar, como un escalón para imaginarnos la infinita perfección de Dios.
Sin duda, también en esta guerra incruenta en la que estamos enrolados —guerra psicológica, de gracias y carismas contra tentaciones e insidias diabólicas, del espíritu de inocencia contra el de complicidad y toda clase de indecencia, de crimen y de fraude de la Revolución— hay mucha más nobleza que en la propia caballería terrena.
Sin embargo, no podremos contrarrestar la ofensiva revolucionaria a menos que seamos tales que los ángeles se reconozcan afines a nosotros y nuestros aliados naturales; a menos que establezcamos con la caballería angélica esta consonancia por la que los celestiales guerreros vienen a luchar con nosotros y en nosotros con naturalidad, como si el abismo que nos separa de ellos no existiera.
Ese vínculo entre ángeles y hombres, y de hombres, por así decirlo, «angelizados», actuando sobre la opinión pública en el sentido contrarrevolucionario, en continuidad con la caballería celestial, es lo que debe caracterizarnos. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año XXI.
N.º 246 (set, 2018); p. 4.
Notas
1 BEATA ANA CATALINA EMMERICH. Visiones y revelaciones completas. 2.ª ed. Buenos Aires: Guadalupe, 1953, t. I, p. 607.
2 GUÉRANGER, OSB, Prosper. El Año Litúrgico. El Tiempo después de Pentecostés. Segunda parte. Burgos: Aldecoa, 1956, t. V, pp. 490-491.
3 Expresión forjada por el propio Dr. Plinio para describir la mentalidad, común en ciertos ambientes católicos a partir del siglo xviii, de quienes consideran la religión con un optimismo sistemático, como si el pecado original y el mal no existieran, hipótesis cuya formulación constituiría una verdadera herejía y que conduce a una falta de vigilancia y de combatividad en relación con los defectos morales propios y ajenos.