Encargo divino en manos humanas

En el ministerio de Pedro se revela, por una parte, la debilidad de lo que es propio del hombre, pero al mismo tiempo también la fuerza de Dios: precisamente en la debilidad de los hombres el Señor manifiesta su fuerza.

«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). ¿Qué es lo que le dice propiamente el Señor a Pedro con estas palabras? ¿Qué promesa le hace con ellas y qué tarea le encomienda? Y ¿qué nos dice a nosotros, al Obispo de Roma, que ocupa la cátedra de Pedro, y a la Iglesia de hoy?

Si queremos comprender el significado de las palabras de Jesús, debemos recordar que los Evangelios nos relatan tres situaciones diversas en las que el Señor, cada vez de un modo particular, encomienda a Pedro la tarea que deberá realizar. […]

Cruz y gloria: realidades inseparables

[En el evangelio de San Mateo], la promesa tiene lugar junto a las fuentes del Jordán, en la frontera de Judea, en el confín con el mundo pagano. El momento de la promesa marca un viraje decisivo en el camino de Jesús: ahora el Señor se encamina hacia Jerusalén y, por primera vez, dice a los discípulos que este camino hacia la Ciudad Santa es el camino que lleva a la cruz: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21).

Ambas cosas van juntas y determinan el lugar interior del primado, más aún, de la Iglesia en general: el Señor está continuamente en camino hacia la cruz, hacia la humillación del Siervo de Dios que sufre y muere, pero al mismo tiempo siempre está también en camino hacia la amplitud del mundo, en la que Él nos precede como Resucitado, para que en el mundo resplandezca la luz de su palabra y la presencia de su amor; está en camino para que mediante Él, Cristo crucificado y resucitado, llegue al mundo Dios mismo. En este sentido, Pedro, en su primera Carta, asumiendo esos dos aspectos, se define «testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse» (5, 1).

Cristo sale victorioso en la Iglesia que sufre

Para la Iglesia el Viernes Santo y la Pascua están siempre unidos; la Iglesia es siempre el grano de mostaza y el árbol en cuyas ramas anidan las aves del cielo. La Iglesia, y en ella Cristo, sufre también hoy. En ella Cristo sigue siendo escarnecido y golpeado siempre de nuevo; siempre de nuevo se sigue intentando arrojarlo fuera del mundo. Siempre de nuevo la pequeña barca de la Iglesia es sacudida por el viento de las ideologías, que con sus aguas penetran en ella y parecen condenarla a hundirse.

Sin embargo, precisamente en la Iglesia que sufre Cristo sale victorioso. A pesar de todo, la fe en Él se fortalece siempre de nuevo. También hoy el Señor manda a las aguas y actúa como Señor de los elementos. Permanece en su barca, en la navecilla de la Iglesia. De igual modo, también en el ministerio de Pedro se manifiesta, por una parte, la debilidad propia del hombre, pero a la vez también la fuerza de Dios: el Señor manifiesta su fuerza precisamente en la debilidad de los hombres, demostrando que Él es quien construye su Iglesia mediante hombres débiles.

La oración de Jesús es la protección de la Iglesia

Veamos ahora el Evangelio según San Lucas, que nos narra cómo el Señor, durante la Última Cena, encomienda nuevamente una tarea especial a Pedro (cf. Lc 22, 31-33). Esta vez las palabras que Jesús dirige a Simón se encuentran inmediatamente después de la institución de la santísima Eucaristía. […] Dice que Satanás ha pedido cribar a los discípulos como trigo. Esto alude al pasaje del libro de Job, en el que Satanás le pide a Dios permiso para golpear a Job. […]

Lo mismo sucede con los discípulos de Jesús, en todos los tiempos. Dios le da a Satanás cierta libertad. A nosotros muchas veces nos parece que Dios deja demasiada libertad a Satanás; que le concede la facultad de golpearnos de un modo demasiado terrible; y que esto supera nuestras fuerzas y nos oprime demasiado.

Siempre de nuevo gritaremos a Dios: ¡Mira la miseria de tus discípulos! ¡Protégenos! Por eso Jesús añade: «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22, 32). La oración de Jesús es el límite puesto al poder del maligno. La oración de Jesús es la protección de la Iglesia.

«Pedro, ¡yo recé por ti!»

Podemos recurrir a esta protección, acogernos a ella y estar seguros de ella. Pero, como dice el Evangelio, Jesús ora de un modo particular por Pedro: «para que tu fe no desfallezca». Esta oración de Jesús es a la vez promesa y tarea. La oración de Jesús salvaguarda la fe de Pedro, la fe que confesó en Cesarea de Filipo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

La tarea de Pedro consiste precisamente en no dejar que esa fe enmudezca nunca, en fortalecerla siempre de nuevo, ante la cruz y ante todas las contradicciones del mundo, hasta que el Señor vuelva. Por eso el Señor no ruega sólo por la fe personal de Pedro, sino también por su fe como servicio a los demás. Y esto es exactamente lo que quiere decir con las palabras: «Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32).

«Tú, una vez convertido»: estas palabras constituyen a la vez una profecía y una promesa. Profetizan la debilidad de Simón que, ante una sierva y un siervo, negará conocer a Jesús. […]

«Tú, una vez convertido». El Señor le predice su caída, pero le promete también la conversión: «El Señor se volvió y miró a Pedro…» (Lc 22, 61). La mirada de Jesús obra la transformación y es la salvación de Pedro. Él, «saliendo, rompió a llorar amargamente» (Lc 22, 62). […]

La verdad es más fuerte que la muerte

La tercera referencia al primado se encuentra en el Evangelio de San Juan (Jn 21, 15-19). El Señor ha resucitado y, como Resucitado, encomienda a Pedro su rebaño. También aquí se compenetran mutuamente la cruz y la resurrección. Jesús predice a Pedro que su camino se dirigirá hacia la cruz. En esta basílica, erigida sobre la tumba de Pedro, una tumba de pobres, vemos que el Señor precisamente así, a través de la cruz, vence siempre.

No ejerce su poder como suele hacerse en este mundo. Es el poder del bien, de la verdad y del amor, que es más fuerte que la muerte. Sí, como vemos, su promesa es verdadera: los poderes de la muerte, las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia que Él ha edificado sobre Pedro (cf. Mt 16, 18). 

Fragmentos de:
BENEDICTO XVI.
Homilía, 29/6/2006.

 

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