¿Cómo habrá sido el ambiente sobrenatural que envolvió el acontecimiento más importante de la Historia? ¡Elevemos el corazón por encima de las circunstancias humanas y consideremos la sublimidad del nacimiento del Niño Dios!
Evangelio de la Misa de medianoche de la Natividad del Señor
(Misa del Gallo)
1 Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. 2 Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. 3 Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. 4 También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, 5 para empadronarse con su esposa María, que estaba encinta.
6 Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto 7 y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.
8 En aquella misma región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. 9 De repente un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor. 10 El ángel les dijo: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: 11 hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. 12 Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». 13 De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: 14 «Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 1-14).
I – La mística es dada a todos
La conquista de la santidad implica recorrer tanto la vía ascética como la mística. En la primera, con la finalidad de impulsar al alma a progresar en la virtud, son concedidas gracias en profusión, pero éstas nos exigen esfuerzo. Existen ocasiones, por ejemplo, en las que somos tentados y necesitamos tomar medidas concretas para evitar el pecado. A veces, alguien que carga desde hace mucho tiempo con la desdicha de ser débil en determinado punto es alcanzado por una gracia cooperante y al reflexionar sobre la eternidad y analizar su relación con Dios se da cuenta de que no está procediendo bien. Percibe, sin embargo, que no tiene fuerzas para corregirse y resuelve asumir una postura de vigilancia, sacrificio y oración, con el fin de implorar al Cielo energías para vencer tal situación. Y Dios siempre atiende. A lo largo de la Historia, cuánta gente se emendó con gracias cooperantes, o sea, a la manera ascética, rigiéndose a sí mismo con el auxilio divino.
No obstante, qué incomparable es el estado místico, en el que predomina la actuación de los dones del Espíritu Santo. Uno experimenta en el fondo de su alma quién es Dios y su misma fuerza, por la acción de gracias operantes y eficaces. Al ser el alma movida por Dios, no puede rechazar esas gracias que logran, incluso, doblar a la criatura humana hasta el punto de hacerla cambiar de vida. Al alma favorecida por tales gracias le cabe solamente dejarse llevar «sin resistencia de los toques y soplos del Espíritu Santificador, que, como a un instrumento músico muy afinado, a su gusto la maneja, arrancando de ella divinas melodías».1
Es incontable el número de los santos que abrazaron su vocación como consecuencia de gracias de este género. La conversión de San Agustín bien lo ilustra.2 Después de una juventud marcada por graves errores doctrinarios y morales —pero regada por las lágrimas de su madre, Santa Mónica—, recibió una gracia en la convivencia con San Ambrosio, en virtud de la cual su existencia tomó un rumbo totalmente diferente.
También vemos cómo San Juan Bosco, pocos meses antes de su muerte, mientras celebraba Misa en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, de Roma, irrumpe en un llanto incontrolable que le obligaba a parar varias veces el Santo Sacrificio. ¿Qué era lo que le sucedía? En su infancia había tenido un sueño profético, cuyo sentido no comprendía, en el que la Virgen le decía: «Un día, en su momento, lo entenderás».3 Y durante esa Misa, muchas décadas después, fue cuando, al echar una mirada a su pasado, le volvieron las imágenes de aquel sueño y vio cómo su vocación estaba allí delineada. La Providencia se sirvió de este medio no sólo para indicarle la dirección que debía seguir, sino también para concederle, ya al final de su vida, una gracia mística que lo colmase de alegría al ver realizados los designios de Dios a su respecto.
Podríamos extraer aún de la hagiografía un vasto elenco de episodios en ese sentido. Pero la mística no es un privilegio de los santos de altar, ni de los grandes contemplativos. También el común de los fieles tiene esas mociones interiores. ¿Quién no ha experimentado nunca, en algún momento, las consolaciones de la gracia? A veces nos encontramos con personas que, iluminadas por un rayo de luz divina, renuncian a hábitos pecaminosos para abrazar criterios nuevos, conformes a la fe. Si dependiera sólo de la voluntad humana, pocos se convertirían… Y si la mística no acompañase a los que inician el camino de la perfección, ¿quién perseveraría hasta el final?
Ahora bien, Dios tiene por costumbre derramar esas gracias, sobre todo cuando quiere preparar a las almas para grandes acontecimientos. ¿Qué favores místicos no habrá dado a aquellos que acompañaron de cerca el acontecimiento central de la Historia, esto es, el nacimiento de Jesucristo?
En la noche de Navidad, al iniciarse la Misa del Gallo, el Niño Jesús nace mística y litúrgicamente —al igual que hace dos mil años en Belén—, y viene a nosotros sacramentalmente, en el Misterio Eucarístico. He aquí una excelente ocasión para que meditemos sobre la atmósfera de gracias que circundaba el pesebre cuando María «dio a luz a su hijo primogénito».
II – La Navidad contemplada desde el prisma de la mística
Al leer el sencillo relato de San Lucas, propuesto por la liturgia para esta celebración,4 es normal que surja en nuestro interior un interrogante: ¿era posible que Dios se encarnase y naciese de una forma tan milagrosa, abandonando el seno de María sin tocar en ninguna de las paredes de ese altísimo tabernáculo, y que este acontecimiento no estuviese cercado de fenómenos místicos extraordinarios? ¿Se llevaría a cabo en un ambiente de pura pobreza, únicamente en compañía de animales?
Consideremos a María. «¿Qué lengua será capaz, aunque sea angélica, de ensalzar con dignas alabanzas a la Virgen Madre, y Madre no de cualquiera, sino de Dios? […] Digna ciertamente de que el Señor fijara en Ella su mirada, de que el Rey de reyes desease su hermosura y de que con su olor suavísimo lo atrajese a sí desde aquel eterno reposo en el paterno seno».5 La Anunciación, nueve meses antes de la Natividad del Niño Jesús, fue un episodio que nos indica la elevada clave mística en la que transcurrió toda su vida. Ciertamente su infancia y su juventud estuvieron impregnadas de consolaciones, arrobamientos y gracias eficaces, que culminaron en el momento en que San Gabriel la visita para revelarle la Encarnación del Verbo.
En función de esto, sería poco razonable suponer que, en la inminencia de dar a luz al divino Redentor, estuviese dominada por aflicciones humanas, preocupada con los aspectos concretos de la situación en la que se encontraba. Tanto más que, exenta del pecado original, el parto habría de ser completamente diferente, no sólo indoloro y libre de las dificultades habituales de la naturaleza, sino asistido también por la máxima cantidad de gracias que aquella circunstancia comportaba —como fue, por cierto, cada uno de los instantes de su existencia terrena.
Una escena concebida por Dios con la mayor belleza posible
Por lo tanto, sirve para este acontecimiento la ley inversa que San Ignacio6 propone para la meditación sobre el inferno en los Ejercicios Espirituales. Según él, debemos concebir este lugar de tormentos de la forma más horrorosa posible, opuesta a todos nuestros deseos y placeres, y aun así no tendremos una noción exacta de aquella terrible realidad. Con relación al nacimiento de Jesús podemos decir lo contrario: la escena más hermosa que podamos imaginar siempre será inferior a lo que de hecho ocurrió, porque nuestra mente jamás alcanzará la plenitud infinita de la inteligencia divina que lo planeó todo de la forma más perfecta. Sería una blasfemia pensar que Dios Padre, habiendo proyectado desde toda la eternidad la venida de su Hijo al mundo, hubiera sido descuidado.
Cabe aquí otra pregunta: ¿Por qué eligió entonces una gruta? Dios quiso dejar muy claro, para beneficio de la humanidad y gloria de su Unigénito, el contraste entre los aspectos humanos y los divinos de la Navidad, con la finalidad de evitar que prestásemos más atención en aquellos que en éstos. Nuestra naturaleza se volvió tan ruda después del pecado original que si el Niño Jesús hubiera nacido en un palacio suntuoso mucha gente se detendría a admirar el edificio, relegando al Salvador a un segundo plano. La gruta, el buey y la mula, e incluso la ausencia de testigos, aparte de María y José, fueron elementos providenciales para hacer brillar de modo especial la divinidad de Cristo.
María y José en la expectativa de la llegada del Niño Dios
Como no existe una descripción más detallada de la escena, nos es permitido componerla sirviéndonos de nuestra imaginación. Meditemos sobre San José, un varón asistido por gracias especialísimas, inherentes a su elevada misión y, tal vez, también por el discernimiento de los espíritus. En cierto momento percibe que María está entrando en contemplación y que, poco a poco, se va desprendiendo de la sensibilidad terrena. En este extraordinario recogimiento, se abstrae de todas las cosas de su alrededor: lo mismo podía ser una gruta como un palacio, una cuna de oro o un pesebre. Lo importante era, eso sí, la divinidad del Niño que estaba en su seno purísimo y en contacto con Ella, diciéndole, casi lamentándose, que en breve abandonaría tan amado tabernáculo para reposar en sus brazos virginales. Claro está, Él nunca cesará después de favorecerla y de tener un altísimo relacionamiento con Ella.
Así, envuelta cada vez más en el misterio de la Encarnación y nacimiento del Verbo Eterno —uno de los principales misterios de nuestra fe—, la Santísima Virgen está ansiosa por ver la fisionomía de Dios hecho hombre, e iba a ser la única criatura sobre la faz de la tierra que podrá llamarlo Hijo y, al mismo tiempo, adorarlo con todas las fuerzas de su alma. También es la única Madre que puede hacer esto con relación a su propio Hijo sin caer en la idolatría, y hasta, por el contrario, como acto de perfección. Dice San Lorenzo de Brindis, que «Dios exaltó a María no sólo por encima de todas las criaturas terrenas y celestes, sobre los ángeles y los hombres; sino que, incluso si Él hubiese de crear un número indefinido de otros espíritus sublimes, superiores incluso a los querubines y serafines, en esta misma hipótesis, María Virgen, por el hecho de ser Esposa de Dios y Madre de Cristo, todavía continuaría siendo superior con mucho a todos ellos».7 En vista de esto, la adoración tributada por la Virgen al Niño Jesús en el primer instante en que su mirada posó sobre Él, fue mayor que la suma de todos los actos de adoración prestados por el conjunto de los ángeles y de los bienaventurados y por los hombres en el curso de la Historia, hasta el final de los tiempos.
Cabe conjeturar que todo eso habría creado un clima tan elevado dentro de la gruta, que las lámparas materiales dispuestas para iluminar el ambiente se habrían vuelto inútiles… De la Virgen Santísima debía emanar una luz indescriptible.
San José contempla, lleno de júbilo, aquella luz que, tenue al principio, aumentaba de intensidad. Entiende perfectamente, en virtud de su incomparable fe, que el Creador del sol y de las estrellas no podía nacer en las tinieblas. Cristo es la Luz que viene al mundo, y aun en el claustro materno de María, ilumina la gruta como si allí brillase el sol del mediodía. Por cierto, tal vez sea ésa una de las razones por las que la gruta fue un elemento indispensable… para contener algo de ese fulgor, porque de lo contrario causaría asombro en todo el orbe. Y San José se queda tan encantado y entusiasmado, tan arrebatado por gracias eficaces, que, a semejanza de su esposa santísima, ya no se preocupa con las circunstancias precarias que lo circundan.
Y si los ángeles cantaron a los pastores, ¿por qué no lo harían también con San José cuando nació el Niño Jesús? ¡Es evidente que así habría sido! Y si Jesús le prometió a Natanael: «Veréis el Cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre» (Jn 1, 51), ¿por qué San José no habría de ver los coros angélicos uniendo la gruta con el Cielo?
Podríamos extendernos a través de infinitas páginas elaborando consideraciones sobre la vigilia de aquella primera Navidad, cuando María Santísima y San José se preparaban para acoger al Niño Dios. Para concluir nuestra meditación, reflexionemos en los efectos producidos por ese acontecimiento inigualable.
III – Él nos trajo la salvación
Muy significativo es el pensamiento que nos sugiere la segunda lectura (Tit 2, 11-14), extraída de la Epístola de San Pablo a Tito: «Pues se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (2, 11). Si, por un lado, es difícil que nos hagamos una idea acertada de la situación de la humanidad antes de la Encarnación del Verbo, por otro, basta tener la experiencia de la acción de la gracia para concebir que, por el simple hecho de nacer, Cristo otorgó al mundo un beneficio incalculable. Al analizar la Historia comprobamos cuán eficaz es la influencia de un santo en la sociedad. Ahora bien, qué habrá significado el nacimiento del Santo con «S» mayúscula, Santo por esencia, Dios, Creador y Redentor nuestro. Si Jesús ofreciese al Padre una sonrisa, un movimiento del brazo, un pestañear o un acto de voluntad en reparación de nuestros pecados, sería suficiente para operar la Redención. Por eso, la llegada del Salvador, en sí, rasgó la obra de Satanás, que dominaba la Antigüedad, y reprimió la proyección que el mal tenía sobre la tierra hasta ese momento, como bien observa San Andrés de Creta: «El que, por su naturaleza, es misericordioso determinó justamente que su Hijo unigénito se manifestara con nuestra propia naturaleza, para condenar a nuestro adversario».8
Jesús nos fortalece para que cambiemos de vida
En los versículos siguientes, San Pablo subraya el papel de la gracia que Jesús ha traído: «enseñándonos a que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, llevemos ya desde ahora una vida sobria, justa y piadosa, aguardando la dicha que esperamos y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2, 12-13). En el original griego, el verbo enseñar posee una connotación que va más allá del concepto de la mera transmisión de una doctrina, e incluye también la noción de dar fuerza, de infundir la capacidad de practicar lo que se aprendió, a la manera del águila cuando entrena a sus crías para el vuelo. La enseñanza que da la gracia penetra con vigor en lo más profundo del alma y, al hacernos amar lo que entendemos, nos vuelve aptos para practicarlo. Por lo tanto, nuestra inteligencia no puede abarcar esa mudanza que Jesús introdujo en la faz de la tierra. Necesitaríamos ojos divinos para contemplar todo el proceso histórico después del pecado original, desde Adán y Eva hasta el nacimiento del Redentor, y, a partir de aquí, la irradiación de la gracia, enseñando e infundiendo fortaleza a las personas para cambiar de mentalidad. No es diferente lo que el Apóstol resalta en el último versículo presentado en la segunda lectura: «El cual se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo de su propiedad, dedicado enteramente a las buenas obras» (Tit 2, 14).
La victoria comprada por el Niño Jesús al nacer en Belén
En este siglo XXI, en donde el mal se muestra con ostentación en la cúspide del mundo y prolifera con un dinamismo y delirio avasallador, Jesús continúa realizando su misión, pues a su obra no se le aplican las leyes de la botánica, en las que, plantada la semilla, el vegetal crece, da frutos y, completado su desarrollo, comienza a mustiarse. En el árbol divino plantado por el Salvador, o sea, la Iglesia, siempre brotarán nuevas maravillas, y cada vez más potentes. La terrible decadencia que hoy constatamos en la humanidad es para nosotros un signo de que habrá en nuestros días una gran manifestación del poder de Dios, sin precedentes en la Historia. La Redención obrada en el Calvario producirá ahora frutos más excelentes y numerosos que en la época en que fue consumada.
Ésta es la impostación de alma con la que debemos considerar la Navidad: mucha esperanza —y, por qué no decirlo, ¡certeza!— de que el Niño Jesús quiere concedernos a cada uno de nosotros la fuerza para abrazar el bien. Por consiguiente, no nos preocupemos con nuestra flaqueza, porque cuanto mayor sea, mayor será su acción sobre nosotros. Somos un campo donde Jesucristo va a demostrar su poder. Cuando observamos al Divino Infante representado en los belenes, vemos por un lado la debilidad de la naturaleza humana y, por otro, su omnipotencia. Lo mismo nosotros: somos un receptáculo del poder de Dios que se manifiesta, sobre todo, en nuestra miseria y en nuestro nada. Llenémonos, entonces, de júbilo y confiemos en la voz del ángel que proclama: «Os anuncio una buena noticia». ◊
Notas
1 GONZÁLEZ ARINTERO, OP, Juan. Cuestiones místicas, o sea, las alturas de la contemplación y el ideal cristiano. 3.ª ed. Salamanca: San Esteban, 1927, p. 664.
2 Cf. SAN AGUSTÍN. Confessionum. L. V, c. 13-14, nn. 23-25. In: Obras. 7.ª ed. Madrid: BAC, 1979, v. II, pp. 216-219.
3 AUFFRAY, Augustin. Un grand éducateur: le Bienheureux Don Bosco. Paris: Emmanuel Vitte, 1929, p. 504.
4 El presente artículo busca complementar los comentarios a este Evangelio ya publicados anteriormente. Véase: CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. «O Evangelho do nascimento do Menino Jesus». In: Arautos do Evangelho. São Paulo. N.º 1 (ene, 2002); pp. 7-9; «Lux in tenebris lucet». In: Heraldos del Evangelio. Madrid. N.º 41 (dic, 2006); pp. 10-17; Comentarios al Evangelio de la Misa de la Noche de la Natividad del Señor – Ciclos A y C, en los volúmenes I y V, respectivamente, de la colección Lo inédito sobre los Evangelios.
5 SAN BERNARDO. Sermones de Santos. En la Asunción de la Virgen María. Sermón IV, nn. 5; 7. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1953, v. I, p. 722.
6 Cf. SAN IGNACIO DE LOYOLA. Ejercicios espirituales. Segunda semana, n.65-72. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1952, pp. 173-174.
7 SAN LORENZO DE BRINDIS. Alabanzas e invocaciones a la Virgen Madre de Dios. El «Ave-María». Saludo del ángel a la Virgen. Sermón III, n.º 4. In: Marial. Madrid: BAC, 2004, pp. 187-188.
8 SAN ANDRÉS DE CRETA. Homilía V. En la Anunciación de la Santísima Madre de Dios y Señora nuestra. In: Homilías Marianas. Madrid: Ciudad Nueva, 1995, p. 101.