Ya es de noche en Sevilla. La ciudad se prepara para vivir las horas más emotivas de su mundialmente famosa Semana Santa: la «Madrugá», es decir, el período que comprende la medianoche del Jueves Santo hasta el amanecer del día siguiente, el comienzo de una vigilia donde las hermandades de penitencia de entre las de mayor antigüedad, siguiendo un riguroso orden, recorren las pintorescas calles hacia el Monumento del Santísimo Sacramento instalado en la catedral.
En contraste con el bullicio de otras procesiones, en las que, lamentablemente, la predominancia de turistas y curiosos sobre los verdaderos devotos resta en gran medida el debido recogimiento, una cofradía de nazarenos —la más veterana de todas— avanza en completo silencio, interrumpido unas pocas veces sólo por un sencillo trío de oboes y fagot o una sentida saeta, ya que las imágenes del Señor y de su Santísima Madre que lleva no van acompañadas por una banda de música o de cornetas y tambores, como en la mayoría de las otras hermandades.
Evitando con gran compostura ir fijándose en los transeúntes a través de los agujeros del antifaz —pues tienen por norma mantener la mirada al frente— y revestidos con llamativas túnicas de tejido negro ruan, con su singular aspecto encerado, y cinturón penitencial de esparto, el porte de los miembros de esta cofradía, incluso más serios que el común de sus compatriotas sevillanos, hacen que se la conozca simplemente como la Hermandad del Silencio. Su nombre oficial —pomposo y cargado como una letanía— es: Primitiva Hermandad de los Nazarenos de Sevilla, Archicofradía Pontificia y Real de Nuestro Padre Jesús Nazareno, Santa Cruz de Jerusalén y María Santísima de la Concepción. Fundada en el siglo xiv, recibe el cariñoso título de «madre y maestra» de todas las cofradías penitenciales de la Semana Santa sevillana.
Descubrimos en su larga denominación a la imagen de la Virgen titular que portan los costaleros en esta conmovedora procesión: la Inmaculada Concepción, aunque en una particular versión de dolorosa. Entre otras singularidades, su espléndido palio plateado está adornado con abundantes flores de azahar —símbolo de la más íntegra pureza— que despiden un agradabilísimo aroma al mezclarse con las fragancias de la cera de abeja de los cirios y el peculiar incienso cofrade.
En medio de la interminable comitiva de Nuestra Señora, engalanada con diversos estandartes y emblemas, hay tres insignias que llaman poderosamente la atención de los fieles que se apiñan a su paso. Un alba bandera con símbolos marianos bordados en azul flanqueada por dos nazarenos que llevan uno, a la derecha, un cirio encendido finamente pintado, y el otro, a la izquierda, una tradicional espada ropera de puro acero toledano. ¿Qué representan?
Entre las familias de almas, como la Orden Franciscana, y los distintos pueblos que defendieron obstinadamente la honra de María Inmaculada, en la disputa que en cierto sentido escindió a la cristiandad antes de la proclamación de este dogma de fe en 1854, se encuentra la nación española, donde todavía se pueden ver en la entrada de todo tipo de edificios estos pintorescos versos grabados en azulejos y placas: «Que nadie pase este umbral / sin que jure por su vida, / que María es concebida / sin pecado original».
En poco tiempo se multiplicaron por toda España las instituciones dedicadas a la Purísima Concepción, los votos en defensa del dogma, las entidades que adoptaban como patrona esta advocación —entre ellas, la propia nación española en 1644— y un sinfín de iniciativas. Y aquí es donde encontramos el origen de los símbolos utilizados por la Hermandad del Silencio. En medio de las inmaculistas controversias, en 1615 el hermano mayor de la cofradía propuso a sus afiliados la emisión de un voto, al parecer aún inédito, de «creer, confesar y defender hasta dar la vida el misterio de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María». Es decir, a la mera declaración de fe se le sumaba el propósito de llevarla al derramamiento de la propia sangre, si fuera necesario.
El cirio representa, por tanto, la creencia en la limpia concepción de María certificada por el voto, y por eso cada año se pinta en él la imagen de la Purísima, el símbolo de la hermandad y la fecha de la promesa, 29 de septiembre de 1615, fiesta de San Miguel Arcángel. La espada retrata la determinación de luchar por esa estricta finalidad, de ahí que sea portada con un noble tejido en su empuñadura.
Cuán evocador es para nuestros días el hecho de que fervorosos católicos laicos —¡qué tiempos!— se comprometieran de esa manera en relación con una doctrina que aún no gozaba de la aprobación definitiva de la Iglesia que supone su elevación a la categoría de dogma de fe. El Espíritu Santo les indicaba así a los legítimos pastores, a través de la voz del pueblo fiel, por el más sano sensus fidelium, el rumbo que deseaba para la Esposa Mística de Cristo en este aspecto particular.◊