En su corta vida, Nellie fue un modelo de amor apasionado por Dios, vivo en la Eucaristía y sufridor en la Pasión, mostrando cómo la inocencia es la clave de la sabiduría que penetra en los misterios divinos más profundos.
En la famosa conversación nocturna narrada por San Juan en su Evangelio, Jesús le dijo a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3, 3); y luego añadió que era necesario renacer «del agua y del Espíritu» (3, 5).
Estas palabras enigmáticas, que dejaron perplejo a aquel buen fariseo, hoy día son de fácil comprensión para nosotros: se trata de una alusión al Bautismo, sacramento por el cual el alma «nace de nuevo» al ser purificada de la mancha original y recibir la vida de la gracia, semilla de la gloria que florecerá en el Cielo.
Quien lo recibe y permanece fiel a las gracias infundidas por él hace que desarrolle en su alma, incluso en la más tierna infancia, una sabiduría y una sensibilidad para con lo sobrenatural propias a personas muy avanzadas en las vías de la perfección.
Tal vez uno de los ejemplos más claros de ese efecto santificador del Bautismo sea la pequeña Ellen Organ, frágil niña irlandesa que vivió menos de 5 años en este valle de lágrimas. Se cuenta que su corta existencia fue uno de los principales motivos que llevaron a San Pío X a anticipar la edad en la que se podía recibir la Primera Comunión.
Infancia marcada por el dolor
Nació el 24 de agosto de 1903 en Waterford, Irlanda, en el seno de una familia humilde. Era la menor de cinco hermanos; y desde la cuna ya tuvo una salud muy delicada. Fue bautizada como Ellen, pero enseguida pasó a ser llamada por el cariñoso apodo de Nellie. Su piadosa madre, Mary Ahern, la llevó en numerosas ocasiones al pie del sagrario a fin de consagrarla a Jesús Sacramentado, que ciertamente recibió con agrado esa generosa ofrenda del corazón materno.
Su padre, William Organ, había entrado en el ejército británico unos años antes y en 1905 fue trasladado al fuerte de la isla Spike, situado en el puerto de Cork. Mientras se encontraba allí, su mujer enfermó de tuberculosis: estuvo más de un año luchando contra la enfermedad sin dejar de cuidar a sus hijos aún pequeños. Cuando falleció, en enero de 1907, el mayor de los niños aún no había cumplido los 9 años. Nellie, la benjamina, tenía solamente 3.
William intentó conciliar el cuidado de la prole con la vida militar, recurriendo a la servicial ayuda de una familia vecina. Pero le fue imposible, principalmente porque la pequeña Nellie estaba desarrollando una deformación en la columna vertebral, consecuencia de una caída cuando era bebé, que le impedía mantenerse erguida y casi todo el tiempo precisaba guardar cama.
Tal vez uno de los ejemplos más claros de ese efecto santificador del Bautismo sea la pequeña Ellen Organ
Entonces decidió encomendar a los niños a establecimientos religiosos, donde serían bien atendidos y educados. Nellie y su hermana Mary fueron confiadas al hospital dirigido por las Hermanas de la Misericordia y después trasladadas a la Escuela San Finbar, administrada por las Hermanas del Buen Pastor de Cork, en mayo de aquel mismo año.
Guiada por la sabiduría de la inocencia
A pesar de que pasaba casi todo el día en la enfermería, debido a su minusvalía, Nellie no dejaba de ser una niña encantadora. Las religiosas se admiraban de su precocidad, expresada en «sus grandes ojos negros, rutilantes de inteligencia y augurio de una gran fuerza de voluntad».1 Atentísima a todas las historias que le contaban, la chiquilla tenía algo de misterioso y cautivante, hasta el punto de que su enfermera comentaba con frecuencia: «Esta niña o será una gran santa o una gran pecadora».2
Cuando la llevaron por primera vez a la capilla y le señalaron el sagrario, diciéndole que allí se encontraba el Señor, dejó escapar una perplejidad: «¿Por qué el Santo Dios está encerrado en una casa tan pequeñita?»3. Al escuchar las explicaciones comprendió, como pocas almas, el gran misterio de amor que es la Sagrada Eucaristía. A partir de entonces, todos los días pedía que la condujeran hasta allí para estar con el «Santo Dios», como empezó a llamarlo. En cada visita fijaba en el tabernáculo sus ojos oscuros, juntaba las manos y balbucía sus oraciones, en un íntimo coloquio que ciertamente agradaba mucho al Corazón Eucarístico de Jesús.
«¡Allí está el Santo Dios! Pero ¿por qué dejaron que esos malvados verdugos hicieran eso? ¡Pobre Santo Dios!»
En un primer viernes de mes pudo contemplar al Santísimo expuesto en la custodia, lo cual no había tenido oportunidad de ver antes; sin que llegaran a darle explicación alguna, exclamó enseguida: «¡Allí está el Santo Dios!»4. Recorrieron con ella todo el Vía Crucis y cuando llegaron a la undécima estación no se contuvo y gritó entre lágrimas: «Pero ¿por qué dejaron que esos malvados verdugos hicieran eso?»5. Y con voz dolorida repetía: «¡Pobre Santo Dios!»6.
Guiada por la sabiduría de la inocencia, enseguida penetró en los misterios divinos más profundos, revelando un amor apasionado por el Señor en la Eucaristía y en la Pasión. A menudo, cuando le acometían terribles dolores, presionaba sobre su pecho un crucifijo y decía: «Ved cuánto el Santo Dios ha sufrido por mí»7. En esas ocasiones soportaba con impresionante paciencia todos los padecimientos de su enfermedad, pero no escondía su pena de no poder ir a visitarlo a la capilla…
Pequeño soldado del Santo Dios
A medida que la atrofia se iba desarrollando, aumentaban sus dolores. En cierta ocasión, se quedó tan flaca que su enfermera —a quien llamaba afectuosamente «mamá»— le comentó que temía no verla más al regresar al día siguiente, porque quizá Jesús fuera ya a buscar a su querida Nellie. Ésta, sin embargo, le respondió: «No, el Santo Dios me ha dicho que aún no soy lo bastante buena como para irme con Él»8. Entonces contó que le había visitado, colocándose junto a su cama, e imitó su postura, con los brazos cruzados sobre el pecho y fisonomía grave y recogida.
Desde ese momento, Nellie empezó a prepararse para el gran encuentro con Jesús. Vivía siempre en la presencia de Dios: sólo pensaba en Él y sólo hablaba de Él. Memorizó las oraciones de la mañana y de la noche y continuamente hacía actos de fe, esperanza y caridad. Aprendió de corrido los principales misterios de nuestra santa religión y sabía con precisión numerosos hechos del Evangelio.
Al tomar conocimiento de la precocidad sobrenatural de esta niña impar, el obispo de Cork quiso administrarle la Confirmación, para lo cual se dirigió personalmente a la Escuela San Finbar. Como estaba muy débil, imposibilitada de arrodillarse o de sentarse, Nellie fue llevada en brazos hasta la capilla y, en el regazo de su enfermera, recibió el sacramento. La superiora de la casa comentó que la niña reflejaba en su rostro una belleza celestial. Y al ser felicitada por las religiosas y alumnas del colegio, repetía: «Ahora soy el pequeño soldado del Santo Dios»9.
«¡No puedo esperar más!»
Su candente amor a Jesús en las sagradas especies brotó en una delicada sensibilidad eucarística.
Cuando la religiosa enfermera que la cuidaba necesitaba ausentarse la sustituía una alumna de la escuela, quien a veces pasaba la noche junto a la pequeña.
Desde su lecho de dolor sabía cuándo el Santísimo estaba expuesto en la custodia, sin que nadie le dijera nada
Una mañana, en lugar de ir a la Misa matutina, la joven sustituta se fue a la cocina sin que nadie lo notara y allí estuvo sola durante el período de la celebración. Al regresar, cuál no fue su sorpresa al ser censurada por Nellie: «No has recibido al Santo Dios esta mañana; se lo voy a contar a mamá»10. Tras el asombro, la muchacha decidió ponerla a prueba y en otra ocasión repitió la misma trastada: no compareció al Santo Sacrificio. Pero cuando volvió para estar con la pequeña… fue reprendida de nuevo.
Desde su lecho de dolor sabía cuándo el Santísimo estaba expuesto en la custodia, sin que nadie le dijera nada; y cuando tenía la oportunidad de ir a la capilla a adorarlo, su rostro resplandecía de encanto y sus ojos brillantes parecían que penetraban los velos eucarísticos y veían al propio Jesús. Deseaba ardientemente recibirlo en su corazón y no dudaba en suplicarlo con insistencia: «Preciso del Santo Dios, preciso del Santo Dios. ¡Oh, cuánto deseo que venga a mi corazón! ¿Cuándo vendrá? ¡No puedo esperar más!»11.
Sin embargo, Nellie ¡tenía solamente 4 años! Para aliviar la angustia de la espera, le pedía a su enfermera que, cada día, fuera a abrazarla tan pronto comulgara, pues de esta forma sentía que la presencia eucarística de algún modo se comunicaba a su alma.
La tan deseada Primera Comunión
De visita a la escuela, un sacerdote jesuita se interesó por la piadosa enferma y quiso conversar con ella. Al preguntarle si sabía bien qué era la Comunión, le respondió sin titubear: «Es el Santo Dios. Es quien hace a los santos; y todos los santos lo son por Él»12. Impresionado con la sabiduría y elevación de estas palabras, indicadoras de una vida interior ya trabajada por la gracia, ese sacerdote intercedió por Neille ante el obispo y éste la autorizó a recibir la Eucaristía.
La noticia arrebató a la niña que, tomada de entusiasmo, le contaba a todos la enorme gracia de la que pronto sería objeto. La fecha fijada para la Primera Comunión fue el 6 de diciembre de aquel mismo año de 1907, primer viernes de mes, ocasión en que el Santísimo se exponía.
La noche anterior Nellie no consiguió dormir ante la expectativa de tan anhelado encuentro; y por la mañana temprano despertó a su enfermera para que la arreglara.
Toda la comunidad, hermanas y alumnas, reunidas en oración en la capilla, esperaban el momento solemne. Llevada en brazos de su «mamá», vestida de blanco y con una corona de rosas en la cabeza, Nellie parecía un ángel. No hubo quien no se conmoviera al ver la piedad y emoción con que recibió a Jesús Hostia en su interior. Una luz extraordinaria transfiguró su rostro, dándole un celestial resplandor, fenómeno que se repitió en otras comuniones en el poco tiempo que siguió antes de su marcha al Cielo. Terminada la ceremonia, fue reconducida a la cama, donde hizo una prolongada acción de gracias.
Sufriendo mucho, exhausta y febril, con una caries que le corroía el hueso de la mandíbula, Nellie sentía muy cerca de ella al divino Crucificado
A partir de entonces Nellie recibía casi diariamente las sagradas especies. Si se encontraba con fuerzas se acercaba a la capilla para asistir a la Santa Misa; cuando no podía hacerlo, el capellán le llevaba la comunión. No era raro que su acción de gracias durara entre dos o tres horas, período en el que quedaba absorta en Dios.
Se emocionaba frecuentemente y llegaba a derramar lágrimas al manifestar su contentamiento por ser visitada por el Santo Dios en su corazón. Él constituía su único pensamiento y deseo en esta vida. Con toda razón, más tarde, la Santa Liga Eucarística de Milán llamaría a Nellie «la pequeña violeta del Santísimo Sacramento»13.
Intercediendo por los niños del mundo entero
Se acercaba la hora de la partida. El Santo Dios, que la había alegrado con su presencia eucarística, quería tener a esa cándida flor de pureza e inocencia a su lado, en el jardín celestial.
Unos días antes de su muerte, le dice a su enfermera: «¡Quiero al Santo Dios! ¡Preciso del Santo Dios! ¿Aún se retrasa el día?»14. Y, después de comulgar, se quedó en recogimiento desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde; entonces la superiora de la casa, preocupada, la llamó. Abriendo los ojos, Nellie contestó: «¡Oh, madre mía, estaba tan feliz! Hablaba con el Santo Dios»15.
Sufriendo mucho, exhausta y febril, con una caries que le corroía el hueso de la mandíbula, Nellie sentía muy cerca de ella al divino Crucificado. Quien se aproximaba a ella llorando, salía consolado, pues la niña afirmaba que iría al Cielo y eso le era motivo de felicidad.
Su agonía se dio de modo suave. Un viernes, el 2 de febrero de 1908, a las tres de la tarde, Nellie fijó sus brillantes ojos negros, empapados de lágrimas, en algo que parecía que veía a los pies de la cama y en dos ocasiones extendió sus brazos en ademán de alcanzarlo. El movimiento de sus labios indicaba que hablaba con alguien. Elevando la mirada, entregó su alma al Santo Dios, que la recibió en el Reino de los Cielos.
Ciertamente fue una gran intercesora para que se aprobara la Primera Comunión para los niños, pues un folleto que circulaba en la época, con el imprimátur de un monseñor de los Sacros Palacios, afirmaba: «Durante el año que siguió a su muerte, las alumnas pensaron hacerle una novena a su pequeña Nellie para pedirle que obtuviera un “milagro”: el de inspirar al Sumo Pontífice a que les concediera el beneficio de la Primera Comunión a todos los niños pequeños del mundo entero. Unos meses más tarde, Su Santidad Pío X publicaba el decreto Quam Singulari en el que autorizaba la comunión a todos los niños que disfrutaran del uso de razón»16. ◊