El Salvador nació pobre y era conocido como «el hijo del carpintero». ¡Cuánto se rebajó para elevarnos! Parece que fuera el único rey que no ha querido tener un trono propio… ¿Acaso sería eso?

 

Desde los tiempos más remotos la figura del soberano ha sido siempre el pináculo de la sociedad en las civilizaciones y culturas más variadas. Se convertía en la cabeza de un pueblo aquel que sobresaliera por sus capacidades bélicas, por su carácter dominante, por sus dotes naturales o, incluso, por su noble linaje. Los dos primeros monarcas que tuvieron los hebreos, Saúl y David, fueron elegidos directamente por Dios.

A pesar de las diferencias de costumbres nunca le faltó a ningún rey el uso de un trono. ¿Quién ideó este objeto? ¿Quién fue el primer jefe que se sentó en él? Su origen se pierde en las brumas de los milenios… Sea como fuere, ese vocablo no indica únicamente un tipo de asiento, sino que significa también poder, mando, realeza.

En las Escrituras encontramos muchos pasajes que hacen referencia a él, como el siguiente: «Morirán en la tierra de Egipto todos los primogénitos: desde el primogénito del faraón que se sienta en su trono» (Éx 11, 5). Y en la promesa que el Todopoderoso le hizo al rey profeta con respecto de su hijo Salomón, en cuya persona vaticinaba al Mesías, se afirma: «Será él quien construya una casa a mi nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre» (2 Sam 7, 13.16).

En el Nuevo Testamento esta figura se reviste de un esplendor sobrenatural cuando es empleada por el arcángel Gabriel para anunciarle a María que el Señor le dará el trono de David a aquel a quien Ella iba a concebiría (cf. Lc 1, 32). El propio Jesús le promete un trono a cada uno de los Apóstoles, cuando Él mismo se siente en el trono de su gloria (cf. Mt 19, 28). Finalmente, San Pablo nos incentiva a que «comparezcamos confiados ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para un auxilio oportuno» (Heb 4, 16).

La doctrina de la Iglesia enseña que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, al ser Dios eterno e idéntico al Padre y al Espíritu Santo, dejó aparentemente su gloria en el Cielo para hacerse mortal y obrar la Redención del género humano. No sólo quiso asumir nuestra naturaleza, sino también pasar por los sufrimientos a los que estamos sometidos. Eligió para sí lo más humillante para después darnos, con divina largueza, las maravillas de la gracia.

Ahora bien, Él, Rey de reyes, nació pobre y era conocido como «el hijo del carpintero». ¡Cuánto se rebajó el Salvador para elevarnos! Parece que fuera el único soberano que no ha querido tener un trono propio… ¿Acaso sería eso?

En realidad, Jesús rechazó todo aquello que revelara su realeza natural —¡porque era hijo de David!— y divina, pero no desconsideró el papel simbólico del trono. Escogió para sí el más extraordinario que pudiera haber: no era de oro ni de marfil, ni engastado de piedras preciosas; no poseía suaves y apacibles cojines, ni tampoco estaba adornado con símbolos heráldicos. ¡Su solio real fue María Santísima! Por eso hay una canción navideña que dice: «Un trono virginal, más hermoso y sublime que el Cielo, lo acogió».

Cristo es el rey que posee el trono más excelso que haya habido y habrá en todo la Historia. Y este mismo honor le reserva a quienes perseveren en la fidelidad, en medio de las pruebas, luchas y persecuciones: «Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono» (Ap 2, 21).

Recurramos a la Santísima Virgen con total y filial confianza, sin temor a nuestras miserias. Ella nos ama con insondable predilección y cariño; tan sólo nos pide una cosa: que nos abandonemos, llenos de fe, a sus cuidados. Exhalado el último suspiro, el Dios encarnado cumplirá su promesa y compartirá con nosotros su trono de gloria: el regazo amable y suave de María.

 

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2 COMENTARIOS

  1. AVE AVE SALVE MARIA!! Cuan maravilloso es (y seguira siendo hasta el fin de los tiempos y mas alla) El plan DIVINO y PERFECTISIMO de nuestro BENDITO PADRE ETERNO, Aleluya, Aleluya por los siglos de los siglos…

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