A cierta distancia, algunas hienas se yerguen en su insignificancia, ansiosas por usurpar un trono que no les pertenece… Pero ignoran que incluso en esas horas el rey de la selva nunca baja la guardia.
La inmensa llanura dorada, quemada por el calor del sol, comienza a cubrirse con el manto estrellado de la noche. Silencio… Sólo se oye el susurro de la hierba seca movida por el viento.
Sin embargo, a veces se escucha otro sonido: el rugido del león. Al principio no se distingue de dónde viene, ya que su origen se encuentra a kilómetros de distancia. De actividad nocturna, este animal hace que su explosivo bramido resuene amenazante a fin de exigir de los circunstantes respeto hacia el grupo del cual es jefe. En ese momento, todos le obedecen.
Pero ¿qué sucede mientras duerme el amo de la selva?
Durante el día, la vida de la estepa transcurre con normalidad: roedores de los más variados tamaños salen de sus madrigueras en busca de alimento, aves exóticas vuelan de aquí para allá, algunos cuadrúpedos de mayor envergadura también aprovechan para vagar por el campo. Y en mitad de todo ese movimiento, descansa soberanamente el león.
Como suele ocurrir, siempre están los que consideran esa circunstancia una oportunidad para actuar «libremente» y sacar tajada de la situación. Entre ellos destacan ciertos mamíferos carnívoros que, caminando de manera traicionera, andan en grandes grupos emitiendo aullidos similares a una lúgubre risotada humana: las hienas.
A lo lejos, se divisa una manada que se va acercando. En general, las hienas se alimentan perezosamente de los restos de los cadáveres dejados por otros depredadores, pero en conjunto llegan a arriesgarse a atacar temerariamente al rey de los animales.
Aprovechándose de su sueño, piensan que poseen el control de los acontecimientos; conmemoran anticipadamente la victoria y degustan el sabor de su presa aún tan distante. Planean rodear a la «víctima» por todos los lados y embestir contra ella mientras descansa, pues saben que si se despierta convertiría a todas las cazadoras en presa o, al menos, las dispersaría en desbandada, dejándolas en ridículo.
A medida que se aproximan, caminan más sigilosamente…
No obstante, el enorme felino, incluso durante su regio descanso, no pierde la capacidad de vigilar. En ese ínterin, sus músculos se están fortaleciendo y sus garras creciendo, mientras su audición permanece atenta para captar cualquier amenaza.
Las hienas, ahora a unos pocos metros de distancia, no sólo sueñan con masticar a su valiosa presa, sino con arrebatarle una posición que no les corresponde en la jerarquía animal…
Detengamos aquí la narración de la vida salvaje para elevarnos a realidades más altas, de las cuales ninguno de nosotros está excluido: la actual coyuntura en la que se encuentra la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
Templos que van cerrando o que, peor aún, llegan profanados; fieles que se apartan de los sacramentos sin problema de conciencia, porque no hay quien cumpla el deber de exhortarlos a un mejor estado… Por otra parte, cuántos viven en un optimismo ateo, alegando que no va a suceder nada trágico. No hay quien lleve el conocimiento de la fe a los ignorantes, quien corrija a los descarriados, quien fortalezca a los débiles, ni sustente a los buenos. Los pecados más grandes se han vuelto «moneda corriente» en nuestros días.
Al igual que las hienas con el león, o la tempestad con la barca de Pedro, o incluso los fariseos con el Redentor, los enemigos de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, arman trampas para destruirla, desvirtúan su imagen sacrosanta y procuran, con alocada saña, eliminarla para siempre.
«Exsurge, quare obdormis, Domine?» —Despierta, Señor, ¿por qué duermes?— (Sal 43, 23 Vulg.). La fuerza del brazo del Señor es omnipotente. Si los adversarios de la verdad y del bien piensan que están ganando terreno y a pocos pasos de la victoria anhelada por su insensatez… ¡que esperen! En breve el León de Judá, no únicamente rey de la selva, sino Señor absoluto de la Creación, despertará —si es que estaba de verdad dormido, ya que muy probablemente tan sólo esperaba el momento propicio para la venganza— y manifestará toda su pujanza. ◊