El simple enunciado de la pregunta que encabeza este artículo nos perturba. Nos inquieta por la incertidumbre que tenemos en relación con la respuesta, nos hace dudar de los planes que hemos elucubrado para el futuro, derriba las fortalezas más poderosas construidas sobre sueños y cimentadas en ilusiones… Saber con exactitud lo que ocurrirá mañana es algo que ningún hombre, por poderoso o rico que sea, se siente capacitado.
Analicemos, por ejemplo, la situación de uno de nuestros lectores. Podemos afirmar, con pocas probabilidades de error, que si en este momento está leyendo estas líneas es porque se encuentra en un entorno seguro. Sentado en un sofá, en un banco del parque, en el metro o quizá esperando en una cola que no avanza todo lo rápido que le gustaría, recorre tranquilamente las páginas de la revista.
Una persona sensata no prevería, mientras lee, la posibilidad inminente de morir en un atentado terrorista o en una explosión nuclear. Sin embargo, podría estallar hoy una guerra y mañana ser objeto de un ataque: nuestras vidas acabarían en una fracción de segundo, como terminaron las de tantos habitantes de Hiroshima, transformados literalmente en sombras durante el curso de una simple fisión nuclear…
¿Es descabellado considerar tal hipótesis? ¿Acaso los días que vivimos no demuestran la verosimilitud de estas circunstancias? Si nos quedamos una vez más inseguros, todos llegamos a la misma conclusión: la respuesta podría ser afirmativa…
Una preocupación de todos los tiempos
La incertidumbre sobre el día de mañana es motivo de preocupación para todas las personas, de cualquier edad y de cualquier época. Los profesionales piensan en los retos a los que se enfrentarán en el siguiente día de trabajo para mantener a sus familias, los jóvenes se preocupan por los exámenes a los que se presentarán, e incluso un niño pequeño soñará con conseguir esas golosinas que hoy no ha podido saborear.
Y esto no es un problema exclusivo del atribulado hombre moderno. Si miramos al pasado, veremos que la misma aprensión ha acompañado a la humanidad desde sus albores. En efecto, cuando Adán fue expulsado del paraíso a una tierra maldita por su pecado, debió sufrir en cada jornada la angustia de sacar de ella el sustento con el sudor de su frente, esperando en la misericordia del Señor, que le daría así los medios para expiar su falta. El Génesis, aunque sucinto, deja muy claro que el castigo de nuestro primer padre, y en él el de la humanidad, duraría «mientras viva» (3, 17).
Se abría entonces para el ser humano un doble camino: tirar por la senda de la desesperación, ante la perspectiva incierta del mañana; o bien, en esa misma incertidumbre, recorrer las vías de la confianza en Dios.
¿Pensar o no en el mañana?
Analicemos por un momento nuestro entorno. ¿Se ha dado cuenta, lector, que nuestro siglo ha sido despojado de la contingencia amorosa que nos conectaba con el Creador?
La humanidad hodierna desconoce lo que significa confiar en la Providencia y no sabe aceptar con resignación los bienes y los males que se le presentan, porque el mundo ha logrado mentirosamente ocupar el lugar que le correspondería al Señor. Hemos perdido la serenidad ante la vertiginosa velocidad de las comunicaciones y del transporte modernos; hemos olvidado el hábito de la paciencia y, sobre todo, de la mortificación, hundidos en las comodidades que han invadido la vida cotidiana; incluso hemos suprimido la esperanza en el auxilio celestial por las facilidades que el mercado mundial nos ofrece… ¿Por qué nos sigue asustando el mañana? Porque nuestra voluntad no está de acuerdo con la de Dios, y nuestra seguridad radica en los bienes materiales.
Narra la Sagrada Escritura que el justo Job perdió en un instante hijos, bienes, rebaños, salud y su bienestar. Y su respuesta a tantos infortunios marcó indeleblemente la historia por la docilidad que mostró: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor» (Job 1, 21). ¿Alguien en la actual sociedad sería capaz de responder así ante la más mínima prueba?

me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el
nombre del Señor», marcó la historia. Hoy, ¿la
sociedad respondería así a la mínima prueba?
El justo Job, «Libro de horas de Enrique II» –
Biblioteca Nacional de Francia, París
Pero si encaramos todas las cosas que nos suceden de un modo sobrenatural, llegaremos a la conclusión —con la que el mundo nunca estará de acuerdo, desgraciadamente— de que a menudo los males no son males, los bienes no son bienes; hay desdichas que son golpes de misericordia y éxitos que son un verdadero castigo.
Según San Alfonso María de Ligorio, he aquí la clave para no zozobrar en la vida, que presenta incertidumbres, contrariedades e imprevistos: «La dificultad está en abrazar la voluntad de Dios en todas las cosas que sobrevengan, ya prósperas, ya adversas a nuestros apetitos. […] No debemos, pues, considerar los trabajos que nos sobrevengan como hijos del acaso o de la culpa de los hombres, sino que debemos estar íntimamente convencidos que todo cuanto acontece, acontece por voluntad divina».1
Por lo tanto, la conformidad con la voluntad de Dios es la mejor clave para afrontar el futuro.
La entrega del «hoy»
En cambio, el hombre moderno, en su angustiosa tarea de predecir el mañana, acaba olvidando que vive en el hoy… y que debería analizarlo a la luz de la eternidad. «El acaso es más que una palabra»,2 recuerda Dom Vital Lehodey, pues la Divina Providencia es la que dirige los grandes acontecimientos del mundo y los pequeños incidentes de nuestra vida. Somos hojas de papel en blanco en las que Dios escribe sus designios día tras día; lo que nos parece confuso, absurdo y a veces hasta contradictorio tiene en Él todas las razones, pesos y medidas, y exige de nosotros una conformidad filial, así como una disposición incondicional a cumplir su voluntad.
En la parábola de las vírgenes prudentes (cf. Mt 25, 1-13) vemos cuán decisivo puede ser este factor para la perseverancia. Diez jóvenes esperaban al esposo. Ninguna imaginaba que llegaría a medianoche, y todas acabaron durmiéndose. Sus lámparas ardían en ese momento, y las que habían sido previsoras llevaron consigo unas alcuzas de aceite para rellenarlas más tarde. Estaban listas para recibirlo, pero no afligidas por el mañana, ni siquiera por lo que pudiera suceder tras horas de espera. Si lo hubieran estado ¡habrían cargado con auténticos barriles de aceite!
Las vírgenes prudentes habían pensado en el ahora: «Si llega ahora estoy lista, tengo aceite de sobra y podré seguirlo adondequiera que vaya». Las necias, en cambio, no pensaron ni en el ahora ni en el mañana… Durmieron mientras titilaban los últimos jadeos de sus lámparas, demostrando que nunca estuvieron realmente preparadas para la llegada del esposo.
En las prudentes tenemos un ejemplo sencillo y una regla segura para la vida: en el día de hoy, «hacer lo que Dios quiere que hagamos, y […] hacerlo como Él quiere que lo hagamos»,3 confiando en que el Señor completará lo que por debilidad nos falte mañana.
Eso es lo que significa tener el hoy preparado. ¿Durarán mucho las dificultades? ¿Seremos fieles? ¿Resistiremos las pruebas que vendrán? No lo sabemos, pero lo que Él quiera de nosotros hoy, debemos estar dispuestos a ofrecérselo.
El secreto de la Virgen fiel
Así fue la vida de María Santísima. ¿Podría haber alguien con más motivos que Ella para preocuparse por el mañana, después de recibir la noticia de que sería la madre del Mesías? Cuántas incertidumbres, cuántas perplejidades, cuántos desmentidos veía cernirse sobre el futuro, mientras San Gabriel le anunciaba el acontecimiento más grande de la historia… Sin embargo, ninguna inquietud dominó su espíritu «lleno de gracia», y la respuesta que brotó de sus labios fue un canto de conformidad: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Deseó que la voluntad de Dios se hiciera en Ella, tal como se cumple en el Cielo, y a cambio Dios hizo la voluntad de Ella mientras estuvo aquí en la tierra… ¡Con cuánto abandono vemos al Niño Jesús dejarse llevar en los brazos de esta buenísima madre! A Él no le preocupa saber adónde va, por qué va, si va deprisa o despacio…, le basta con estar en los brazos de María para tener la certeza de que sigue las vías de la Providencia.

Nuestra Señora de la Divina Providencia – Colección privada
El santo abandono fue el secreto tanto de la Madre como del Hijo: «No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. […] Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su desgracia» (Mt 6, 31-32.34).
El santo abandono a la Providencia
El santo abandono, en palabras de Dom Lehodey, «es una unión total, una especie de uniformidad de nuestra voluntad con la de Dios, hasta el punto de estar dispuestos de antemano a lo que Dios quiera y a recibir con amor todo lo que Él haga. Antes del acontecimiento, es una espera pacífica y confiada; después, es sumisión amorosa y filial».4 No obstante, tal abandono exige algunas condiciones previas: desapego de todas las criaturas, fe viva y confianza absoluta en la Providencia.5
Por otro lado, conviene subrayar que el mismo Dios que nos anima a depositar en Él toda nuestra confianza, «no le permite a nadie la imprevisión ni la pereza».6 El alma debe prever lo que está a su alcance y hacer laboriosamente lo que depende de su acción, reservando al Señor el éxito o el rechazo de sus peticiones, aceptar con amor todo lo que Él decida y permanecer serena antes y después de los acontecimientos. De este modo, «el abandono no dispensa de la prudencia, pero sí proscribe la agitación».7
He ahí la clave para obtener la paz de alma, el equilibrio de espíritu, la alegría del corazón: la conformidad con la voluntad de Dios llevada hasta la sublime cumbre del abandono en sus manos.
La respuesta para el día de mañana
Por último, cabe añadir unas palabras del Dr. Plinio dirigidas a sus jóvenes seguidores. Profundo conocedor de las deficiencias de la generación actual, les enseñó un secreto, que hoy responde y complementa nuestra cuestión. Grabemos a fuego en nuestras almas este consejo, afrontemos el hoy de una manera diferente y, en cuanto al mañana, vivamos con la esperanza de alcanzar esa feliz indiferencia con la que los santos arrostran el futuro:
«Hay determinadas situaciones en las que es una prevaricación pensar en el día de mañana. ¡Pensemos en la eternidad! En cuanto al día de mañana, pidámosle a Nuestra Señora que piense en él por nosotros. Si la Santísima Virgen quiere que haya un día de mañana, roguémosle que tenga la bondad de prepararnos para él de acuerdo a su gloria y las ventajas de nuestra alma. En cuanto a lo demás, ¡no pensemos en ello! Para nosotros, el día de mañana es la batalla, pero incluso en ésta vale la pena pensar. Vivamos cada cual su minuto, cada cual su momento, y Nuestra Señora nos sostendrá en cada instante. Entonces venceremos».8 ◊
Notas
1 San Alfonso María de Ligorio. Conformidad con la voluntad de Dios. 3.ª ed. Barcelona: Pons y C.ía, 1853, pp. 21; 26.
2 Lehodey, ocso, Vital. Le saint abandon. 7.ª ed. Paris: Gabalda, 1935, p. 520.
3 Rodríguez, sj, Alonso. Ejercicios de perfección y virtudes cristianas. Barcelona: Librería Religiosa, 1861, t. i, p. 147.
4 Lehodey, op. cit., p. 82.
5 Cf. Idem, pp. 519-520.
6 Idem, p. 42.
7 Idem, p. 44.
8 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 27/6/1988.