En un sentido amplio, todos los hombres son providenciales, ya que sirven a los designios de Dios. Pero existe un sentido particular: están los que el Creador no solamente les incumbe llevar una vida corriente y, por tanto, servirse a sí mismos, sino que los marca para realizar una misión en beneficio de la sociedad, sea ésta temporal o espiritual.
Misión exclusiva, sin proporción con las capacidades humanas
¿Qué caracteriza a un hombre providencial? Debe, ante todo, desempeñar una tarea mucho mayor que él mismo. No hay hombre providencial cuya estatura esté a la altura de lo que necesita realizar, pues lo que Dios exige de él es, en general, algo tan grande que no cabe en términos de capacidad humana.
En segundo lugar, la acción providencial siempre tiene un aspecto sobrenatural, que consiste en la operación de la gracia sobre las almas, de la cual el hombre puede ser un canal, pero no el autor. Y aquello que la gracia hace, nadie puede hacerlo, de modo que esta acción es invariablemente mucho mayor que el hombre.
En este sentido, hay grandes hombres providenciales, de cuyas eminentes capacidades Dios se vale para llevar a cabo tareas aún mayores que ellas. Sin embargo, también puede elegir almas pequeñas, de las que saca fruto para algo providencial.
La escuela de la infancia espiritual, de Santa Teresa del Niño Jesús, presenta elementos en esta línea. No fue propiamente, en el ámbito humano, una gran persona. Pero fue grande en lo que aparentemente tuvo de pequeño, y de ahí resultó la doctrina de la pequeña vía, que significó un logro inmenso en la espiritualidad católica y, por tanto, en lo que de más central hay en la Historia del mundo, que es la Historia de la Iglesia.
Hay aún otro aspecto a destacar en el hombre providencial: en general, sólo es útil en aquella misión para la cual Dios lo ha creado. Si quisiera realizar algo diferente, en casi todos los casos no quedará en nada, se volverá como la sal que no sala, destinada a ser tirada fuera y pisoteada por los transeúntes (cf. Mt 5, 13).
Comprensión, apetencia y sensibilidad por la misión
A su vez, el hombre providencial tiene una comprensión de su misión, una apetencia y una sensibilidad en relación con ella que los demás no poseen. Percibe su sentido y su importancia, sabe cómo ha de ser desempeñada, conoce los fines que es necesario alcanzar, así como los medios para lograrlo, posee las tácticas, los golpes, las habilidades para obtenerlos.
En la vida de Carlomagno, por ejemplo, vemos esto de una manera espléndida. Era el emperador poderoso, el patriarca magnífico, que entusiasmaba; era el guerrero que infundía miedo en todos los adversarios de la Iglesia.
Intervenía en los concilios regionales de la Galia para exigir que las cosas marcharan bien, discutía con los obispos —sin ser considerado anticlerical— y muchas veces su opinión era la que prevalecía, aunque no hubiera estudiado nunca teología.
Por otra parte, Carlomagno era un guerrero formidable; no solamente un general, sino el jefe de una familia de almas en su ejército. Congregó en torno suyo a sus famosos pares, que eran otras reproducciones de él, y esos pares, a su vez, reunieron a su alrededor a los demás caballeros. Su ejército era casi una Orden religiosa, que marchaba rezando o cantando de encuentro al enemigo, con Carlomagno al frente blandiendo la espada y exponiéndose a todos los peligros, siempre por la Iglesia Católica y por la civilización cristiana.
Las contradicciones, una nota invariable
Existe otra característica del hombre providencial, que difiere mucho de la mentalidad moderna. Muchos piensan que es un héroe de cómics: tiene un ojo mágico, es similar a un supermán y que, acorralado y puesto ante una situación embarazosa, con un dedo salta al techo y soluciona el problema desde arriba. Al final, todo se resuelve, nunca experimenta contratiempos.
Ahora bien, el hombre providencial es todo lo contrario. Pasa por horrendas dificultades, en las que, de hecho, las cosas corren el riesgo de salir mal, si no se esfuerza y, sobre todo, si no reza mucho, depositando su confianza en Nuestra Señora. Y esos aprietos, en los que todo casi revienta, a menudo hacen de él un hombre humillado, perseguido, despreciado e incluso con todas las apariencias de un derrotado. No siempre es un hombre victorioso, que ha transformado la cabeza de los otros en el suelo por el que pisa, sino que muchas veces su cabeza es el suelo por el que otros caminan.
No obstante, confía en la Providencia y ésta lo asiste, lo ampara, lo yergue, lo anima y acaba haciendo que su obra triunfe. Una exigencia a la cual el hombre providencial está absolutamente sujeto es la de que la desproporción entre su tarea y él se manifiesta de manera clara a los ojos de los demás, dejándolo frecuentemente en tal situación que se evidencia que si no fuera la gracia no conseguiría nada y si no fuera su fidelidad estaría arrasado.
Las márgenes de la Historia están llenas de hombres providenciales que abandonaron su misión
Alguien dirá: «Dr. Plinio, no sé si eso será verdad, porque yo veo a todos los hombres providenciales de la Historia triunfando siempre». Esto se debe a que la Historia sólo presenta a aquellos que tuvieron éxito. ¡De cuántos hombres providenciales no están llenas las márgenes de la Historia! Hombres que flaquearon, se vendieron, se ablandaron, se deterioraron de alguna forma y, por tanto, se quebraron.
El objetante podrá agregar: «Sin embargo, hay algunos tan favorecidos por la Providencia que nada podría irles mal». Es verdad. Los Apóstoles, por ejemplo. Pero ¡qué raro es esto! De cuántos hombres providenciales, repito, están los caminos llenos… En uno de estos caminos hay una higuera, de la que cuelga un ahorcado. Y este ahorcado era un hombre providencial, que se llamaba Judas Iscariote…
A tal punto esto es así que, si bien teológicamente sea cierto que los Apóstoles habían sido confirmados en gracia después de Pentecostés, lucharon y pelearon como si no lo estuvieran, pues lo ignoraban.
Llamamiento evidente a los ojos de todos, a veces desde la cuna
Incluso se podría decir que hay una característica imponderable en el hombre providencial. En general tiene una cierta aura, y las personas que desde el comienzo tratan con él perciben una especie de predestinación, un factor inusual, que lo destaca y diferencia del resto.
Valiéndonos de un símil, diríamos que ese llamamiento se manifiesta en él como, por ejemplo, la vida en la piel humana. Basta mirar la mano de alguien vivo para darse cuenta de que no pertenece a un cadáver. Así pues, surge algo de imponderable en el hombre providencial que hace que su misión, tocada por la Providencia a veces desde la cuna, se muestre a los ojos de todos.
No obstante, hay que tener cuidado con el amor propio, porque todo orgulloso piensa que ha sido preparado para alguna misión desde la cuna y tiende a darse aires de hombre providencial y a fabricar las características de su aura.
¿Qué es lo que diferencia, entonces, al orgulloso del hombre providencial? Pocos lo perciben, pero se trata de un elemento cierto. El primero está todo hecho del deseo de aparecer y, para él, la causa es una banderola que se ondea ante los demás para dar buena impresión. El hombre providencial, al contrario, por muy débil que sea, incluso hasta miserable, ve y comprende que tiene una misión divina, la cual ama de hecho, con un comprender y un ver que proviene de ese amor. Ese es el signo de la vocación que en él refulge, a veces a pesar de enormes carencias, y que indica un llamamiento permanente de Dios para algo grandioso.
Lo providencial en los días actuales
Por último, cabe plantearse si aquellos que, en nuestros días, tienen la vocación muy especial de combatir a la Revolución y ser instrumentos para la implantación del Reino de María deben ser considerados hombres providenciales.
Puede decirse que lo son, dentro de unos límites, pues participan de lo providencial del movimiento que apunta a tal finalidad en este tiempo auge de la Historia. Se trata de un llamamiento muy especial para un entendimiento superior, para un amor especial, para una dedicación más completa, que hace que, para los elegidos, la vida no tenga ni gracia, ni significado, ni atractivo, a no ser en función de ese llamamiento.
Los que sienten esta vocación deben pedir a Nuestra Señora lo siguiente. En la letanía de los santos existe una invocación que deberían repetir constantemente: «Ut mentes nostras ad cælestia desideria erigas, te rogamus audi nos» —Para que levantes nuestro espíritu al deseo de las cosas celestiales, te rogamos, óyenos. Este deseo es, evidentemente, el de ir al Cielo. Sin embargo, por muy noble y santo que sea, no basta. Cumple amar en la tierra las cosas que son figuras de las realidades celestiales. Y esto tiene como corolario necesario el aborrecimiento implacable, militante, continuo, meticuloso e inflexible de todo lo que se le opone.
Se trata de elevar el alma mediante una operación del Espíritu Santo, a través de la cual se ame mucho más y cada vez más el ideal del Reino de María, se desee su implantación y se le tenga odio al actual orden revolucionario de las cosas.
Los Macabeos, los cuales se levantaron contra los que querían paganizar Israel e hicieron una guerra que preparó el adviento de Cristo, tenían este lema: «Más vale morir que vivir sin honra en una tierra devastada» (cf. 1 Mac 3, 59).
Para nosotros también sería mejor morir, si no pudiéramos vivir en el campamento de la Contra-Revolución, luchando para derrocar a la Revolución. Debemos pedirle a Nuestra Señora que nos dé una forma tan ardiente de amor a Ella, que estemos enteramente imbuidos de esa convicción.
Ese es el verdadero síntoma de que nuestras almas han sido elevadas al deseo de las cosas celestiales y que, por tanto, caminan hacia el Cielo, el cual es el Reino eterno, perfecto e imperecedero de Nuestra Señora, que aprendemos a amar deseando el Reino de María en esta tierra. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones para el lenguaje escrito, de:
Conferencia. São Paulo, 30/12/1965.
Reina de la Historia desde toda la eternidad
Hay algunos reyes que lo son desde niño; otros que, estando aún en el claustro materno cuando muere su padre, heredan la realeza antes incluso de haber nacido; pero nadie es rey antes de ser concebido. Nuestra Señora, siglos antes de ser concebida, ya era Reina. Estuvo siempre en los planes del Padre eterno, en el amor del Verbo, en las ansiedades de su divino Esposo, el Espíritu Santo, y, a causa de esto, toda la Historia corría en dirección a María Santísima. ¡Esto es ser Reina!
Nuestra Señora conoce las intenciones de Dios con respecto a la Historia, plan condicionado a las oraciones, a los actos de virtud y a los pecados de los hombres.
Después de la Redención infinitamente preciosa de Nuestro Señor Jesucristo, los hombres pertenecen a su Cuerpo Místico, formando con Él una unidad sobrenatural en cuya realidad interna lo más delicado de esta trama sucede. Tomando esto en consideración, según la manera de reaccionar a las gracias, diciendo sí o no, es como Dios lleva a cabo una balanza general, en el cual pesa su bondad y su justicia infinitas.
Sin embargo, por una disposición verdaderamente magnífica de su sabiduría, Dios constituyó esta situación: eligió a una criatura enteramente humana, pero absolutamente perfecta —y, además, Hija del Padre eterno, Madre del Hijo unigénito y Esposa del divino Espíritu Santo— que siempre está en condiciones de retocar, al menos en parte, lo que los hombres hacen y, por así decirlo, corregir, reformar, rever, según los planes de la misericordia de Dios, aquello que su justicia haría.
Y a ruegos de Nuestra Señora, que nunca dejó de ser atendida, Dios como que pasa la goma de borrar sobre el plan de la Historia escrito a lápiz y deja que la Santísima Virgen trace a oro el verdadero plan, el cual corresponde a lo que tenía Él en lo más hondo de sus intenciones.
Dios no la habría creado si no fuera por eso. Pero si no la hubiera creado, sería difícil o imposible —dudo ante el término— hacer la Historia tan bella como lo es. Nuestra Señora engalana la Historia. Y solamente por eso, por un lado, es Reina de la Historia, porque le imprime, por un profundo consentimiento divino, un rumbo a la Historia que, sin Ella, Dios no habría impreso. Nuestra Señora, pues, dirige el timón de la Historia.
Por otro lado, María Santísima pide también, para algunos, el castigo. Es natural. Cuando surja el anticristo, vendrá el momento en que el propio Jesucristo, nuestro Señor, con un soplo de su boca, lo exterminará. Pero ¿ese momento no será apresurado por Nuestra Señora? Ella dirá: «¡He aquí que los últimos buenos que quedan gritan y piden que vengáis! Venid, por favor, vuestra Madre os lo pide». Y por el soplo de los labios de Nuestro Señor será clausurada la Historia.
Comprendemos entonces la dirección «intercesiva» de la Historia. Dios lo dirige todo, pero Nuestra Señora realiza su voluntad obteniendo la modificación de sus planes. Así dirige Ella la Historia. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año XIV. N.º 164
(nov, 2011); pp. 6-13.
Todo especial resulta encontrarse –en el nº de julio 2022, de esta revista– con un artículo sobre «el papel histórico de los hombres providenciales», precisamente seguido de una reflexión sobre Aquélla que es «Reina de la Historia desde toda la eternidad».
Así describe el Dr. Plínio Corrêa de Oliveira a dichos hombres providenciales: Con misiones muy superiores a sí mismos, en las que la gracia es protagonista; sólo útiles para llevarlas a cabo, comprendiéndolas y amándolas; jefes de almas de un ejército, como el de Carlomagno y sus pares; aparentes derrotados, que no dejan de confiar; claros predestinados y despretensiosos; elevados al deseo de las cosas celestiales; y sin vida fuera de su llamamiento…
Dicho esto, ¿sería ilógico pensar que a estos hombres también les toca –por designio divino– como que cambiar el rumbo de la Historia? En la mencionada reflexión final del artículo comentado, el Dr. Plínio nos explica cómo es tarea de Nuestra Señora la de dirigir la Historia, obteniendo de Dios la modificación de sus planes. Así pues, ¿qué hombre podrá existir más providencial que aquél que sea, de entre todos, el más unido a Ella? Éste será quien rescate los estandartes de todos aquéllos que los arrojaron, a la vera de los caminos de la Historia.
Antonio María Blanco Colao
Asturias – España