¡El Padre os ama!

La conciencia de esta predilección que Dios os tiene no puede menos de impulsar a los creyentes a emprender, en la adhesión a Cristo, redentor del hombre, un camino de auténtica conversión.

Aunque no sea siempre consciente y clara, en el corazón del hombre existe una profunda nostalgia de Dios, que San Ignacio de Antioquía expresó elocuentemente con estas palabras: «Un agua viva murmura en mí y me dice interiormente: “¡Ve al Padre!”».1 «Déjame ver, por favor, tu gloria» (Éx 33, 18), pide Moisés al Señor en el monte. «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, lo ha revelado» (Jn 1, 18).

Por tanto, ¿basta conocer al Hijo para conocer al Padre? Felipe no se deja convencer fácilmente, y pide: «Señor, muéstranos al Padre». Su insistencia obtiene una respuesta que supera nuestras expectativas: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 8-9). Después de la Encarnación, hay un rostro de hombre en el que es posible ver a Dios: «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí», dice Jesús no sólo a Felipe, sino también a todos los que creerán (cf. Jn 14, 11). Desde entonces, el que acoge al Hijo de Dios acoge a aquel que lo envió (cf. Jn 13, 20). […]

Jesús nos reveló el amor del Padre

El Evangelio de San Juan, al transmitirnos el testimonio directo de la vida del Hijo de Dios, nos indica el camino que hay que seguir para conocer al Padre. La invocación «Padre» es el secreto, el aliento, la vida de Jesús. […]

«El Padre os ama» (cf. Jn 16, 27), desde siempre y para siempre: ésta es la novedad inaudita, «el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre».2 Aunque el Hijo nos hubiera dicho únicamente estas palabras, nos habría bastado. «¡Qué gran amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios! Y lo somos» (1 Jn 3, 1). […]

¡«El Padre os ama»! La conciencia de esta predilección que Dios os tiene no puede menos de impulsar a los creyentes «a emprender, en la adhesión a Cristo, redentor del hombre, un camino de auténtica conversión. (…) Es éste el contexto adecuado para el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la Penitencia en su significado más profundo».3

El origen de toda conversión auténtica

«El pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarlo y amarse mutuamente»;4 es no querer vivir la vida de Dios recibida en el bautismo y no dejarse amar por el verdadero Amor, pues el hombre tiene el terrible poder de impedir la voluntad de Dios de dar todos los bienes. El pecado, cuyo origen se encuentra en la voluntad libre de la persona (cf. Mc 7, 20), es una transgresión del amor verdadero; hiere la naturaleza del hombre y destruye la solidaridad humana, manifestándose en actitudes, palabras y acciones impregnadas de egoísmo.5

En lo más íntimo del hombre es donde la libertad se abre y se cierra al amor. Este es el drama constante del hombre, que a menudo elige la esclavitud, sometiéndose a miedos, caprichos y costumbres equivocados, creándose ídolos que lo dominan e ideologías que envilecen su humanidad.

Leemos en el Evangelio de San Juan: «Todo el que comete pecado es un esclavo del pecado» (8, 34). Jesús dice a todos: «Convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15). En el origen de toda conversión auténtica está la mirada de Dios al pecador. Es una mirada que se traduce en búsqueda plena de amor, en pasión hasta la cruz, en voluntad de perdón que, manifestando al culpable la estima y el amor de que sigue siendo objeto, le revela por contraste el desorden en que está sumergido, invitándolo a cambiar de vida. Este es el caso de Leví (cf. Mc 2, 13-17), de Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10), de la adúltera (cf. Jn 8, 1-11), del ladrón (cf. Lc 23, 39-43) y de la samaritana (cf. Jn 4, 1-30): «El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible; su vida carece de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente».6

Invitación a ponerse en presencia de Cristo

Una vez que ha descubierto y experimentado al Dios de la misericordia y del perdón, el ser humano ya no puede vivir de otro modo que no sea el de una continua conversión a Él.7 «Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11): el perdón se da gratuitamente, pero el hombre está invitado a corresponder con un serio compromiso de vida renovada. […]

Más que contra una ley o una norma moral, el pecado es contra Dios (cf. Sal 50, 6), contra vuestros hermanos y contra vosotros mismos. Poneos en presencia de Cristo, Hijo único del Padre y modelo de todos los hermanos. Él es el único que nos revela cómo debe ser nuestra relación con el Padre, con nuestro prójimo y con la sociedad, para estar en paz con nosotros mismos. […]

María: camino seguro para el Padre misericordioso

María resume en su persona todo el misterio de la Iglesia; es la «Hija predilecta del Padre»,8 que acogió libremente y respondió con disponibilidad al don de Dios. Siendo «Hija» del Padre, mereció convertirse en la Madre de su Hijo: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Es Madre de Dios, porque es perfectamente hija del Padre. En su corazón no hay otro deseo que el de sostener el compromiso de los cristianos de vivir como hijos de Dios. Como Madre tiernísima, los guía incesantemente hacia Jesús, para que, siguiéndolo, aprendan a cultivar su relación con el Padre celestial. Como en las bodas de Caná, los invita a hacer todo lo que el Hijo les diga (cf. Jn 2, 5), sabiendo que éste es el camino para llegar a la casa del «Padre misericordioso» (cf. 2 Co 1, 3). […]

A María le encomiendo vuestro camino y le pido que prepare vuestro corazón para acoger la gracia del Padre, a fin de que os convirtáis en testigos de su amor. 

Fragmentos de: SAN JUAN PABLO II.
Mensaje con motivo de la XIV
Jornada Mundial de la Juventud
, 6/1/1999.

 

Notas


1 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Ad Romanos, 7.

2 SAN JUAN PABLO II. Christifideles laici, n.º 34.

3 SAN JUAN PABLO II. Tertio millennio adveniente, n.º 50.

4 CCE 387.

5 Cf. CCE 1849-1850.

6 SAN JUAN PABLO II. Redemptor hominis, n.º 10.

7 Cf. SAN JUAN PABLO II. Dives in misericordia, n.º 13.

8 SAN JUAN PABLO II. Tertio millennio adveniente, n.º 54.

 

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