Llamamiento universal a la conversión

El llamamiento de María en Fátima se renueva para las generaciones venideras, para que sea respondido de acuerdo con los «signos de los tiempos» siempre nuevos.

«Y a partir de ese momento, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19, 27b). Con estas palabras termina el Evangelio de la liturgia de hoy, aquí en Fátima.

El nombre del discípulo era Juan. Precisamente él, Juan, hijo de Zebedeo, apóstol y evangelista, oyó desde lo alto de la cruz las palabras de Cristo: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 27a). Anteriormente, Jesús le había dicho a su propia Madre: «Señora, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26).

Ése fue un testamento maravilloso.

Juan, amparo de María

Al dejar este mundo, Cristo le dio a su Madre un hombre que sería para Ella como un hijo: Juan. A Ella lo confió. Y, en consecuencia de esa donación y de ese acto de entrega, María se convirtió en madre de Juan. La Madre de Dios se hizo Madre del hombre.

Y, desde aquel instante, Juan «la recibió en su casa». Juan también se convirtió en un amparo terrenal de la Madre de su Maestro; es un derecho y un deber de los hijos, en efecto, asumir el cuidado de la madre. Pero ante todo Juan se convirtió por voluntad de Cristo en el hijo de la Madre de Dios. Y en Juan todos y cada uno de los hombres se convirtieron en hijos de Ella. […]

En Juan, la maternidad espiritual de María abraza a todos los hombres

A partir del momento en que Jesús, al morir en la cruz, le dijo a Juan: «Ahí tienes a tu Madre», y a partir del momento en que el discípulo «la recibió en su casa», el misterio de la maternidad espiritual de María tuvo su realización en la historia con una ilimitada amplitud. Maternidad significa solicitud por la vida del hijo. Ahora bien, si María es Madre de todos los hombres, su desvelo por la vida del hombre se reviste de un alcance universal. La dedicación de cualquier madre abarca al hombre en su totalidad. La maternidad de María comienza en su cuidado materno hacia Cristo.

En Cristo, a los pies de la cruz, aceptó a Juan y en él aceptó a todos los hombres y al hombre por entero. María los abraza a todos, con particular solicitud, en el Espíritu Santo. Él es, en efecto, «aquel que da la vida», como profesamos en el credo. Él es quien da la plenitud de la vida, con apertura a la eternidad.

La maternidad espiritual de María es, por tanto, participación en el poder del Espíritu Santo, en el poder de Aquel que «da vida». Y es, al mismo tiempo, el servicio humilde de Aquella que dice de sí misma: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38).

El Evangelio y Fátima

A la luz del misterio de la maternidad espiritual de María, tratemos de comprender el extraordinario mensaje que desde aquí, en Fátima, comenzó a resonar en todo el mundo, desde el 13 de mayo de 1917, y que se prolongó durante cinco meses, hasta el 13 de octubre del mismo año.

La Iglesia siempre ha enseñado, y sigue proclamando, que la revelación de Dios fue llevada a la consumación en Jesucristo, que es su plenitud, y que «no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Nuestro Señor Jesucristo».1 La misma Iglesia valora y juzga las revelaciones privadas según el criterio de su conformidad con aquella única revelación pública.

Así pues, si la Iglesia ha aceptado el mensaje de Fátima, es sobre todo porque este mensaje contiene una verdad y un llamamiento que, en su contenido fundamental, son la verdad y el llamamiento del propio Evangelio.

«Convertíos», haced penitencia, y «creed en la buena noticia» (cf. Mc 1, 15): he aquí las primeras palabras que el Mesías dirige a la humanidad. Y el mensaje de Fátima, en su núcleo fundamental, es el llamamiento a la conversión y a la penitencia, como en el Evangelio. Ese llamamiento se hizo a principios del siglo xx y, por tanto, fue dirigido, de una manera particular, a ese mismo siglo. La Señora del mensaje parecía leer, con una perspicacia especial, los «signos de los tiempos», los signos de nuestro tiempo.

El llamamiento a la penitencia es un llamamiento maternal; y, al mismo tiempo, es enérgico y hecho con decisión. La caridad que «goza con la verdad» (1 Cor 13, 6) sabe ser clara y firme. El llamamiento a la penitencia, como siempre, va de la mano del llamamiento a la oración. En conformidad con la tradición de muchos siglos, la Señora del mensaje de Fátima señala al rosario, que bien puede definirse como «la oración de María»: la oración en la cual Ella se siente particularmente unida a nosotros. Ella misma reza con nosotros. […]

Solicitud por la salvación eterna de los hombres

Cuando Jesús dijo desde lo alto de la cruz: «Señora, ahí tienes a tu hijo», abrió, de manera nueva, el Corazón de su Madre, el Corazón Inmaculado, y le reveló la nueva dimensión del amor y el nuevo alcance del amor al que había sido llamada, en el Espíritu Santo, en virtud del sacrificio de la cruz.

En las palabras del mensaje de Fátima nos parece encontrar precisamente esa dimensión del amor materno, el cual con su amplitud abarca todos los caminos del hombre hacia Dios: tanto los que se siguen en la tierra, como aquellos que, a través del purgatorio, llevan más allá de la tierra. La solicitud de la Madre del Salvador se identifica con la solicitud por la obra de la salvación: la obra de su Hijo. Es una solicitud por la salvación, por la eterna salvación de todos los hombres. […]

¿Podrá la Madre, que desea la salvación de todos los hombres, con toda la fuerza de su amor que alimenta en el Espíritu Santo, podrá permanecer callada ante aquello que socaba los propios fundamentos de esta salvación? No, ¡no puede!

Por eso el mensaje de Nuestra Señora de Fátima, tan maternal, se presenta al mismo tiempo tan fuerte y decidido. Incluso parece severo. Es como si hablara Juan el Bautista a orillas del río Jordán. Exhorta a la penitencia. Advierte. Llama a la oración. Recomienda el rosario.

Este mensaje está dirigido a todos los hombres. El amor de la Madre del Salvador llega allí donde se extiende la obra de la salvación. Y objeto de su desvelo son todos los hombres de nuestra época y, al mismo tiempo, las sociedades, las naciones y los pueblos. Las sociedades amenazadas por la apostasía, amenazadas por la degradación moral. El derrocamiento de la moralidad lleva consigo el derrocamiento de las sociedades. […]

Un llamamiento abierto a las nuevas generaciones

El contenido del llamamiento de Nuestra Señora de Fátima está tan profundamente arraigado en el Evangelio y en toda la Tradición que la Iglesia se siente interpelada por este mensaje. […]

En efecto, el llamamiento de María no es para una vez sola. Sigue abierto a las generaciones que se renuevan, para ser correspondido de acuerdo con los «signos de los tiempos» siempre nuevos. A él se debe volver incesantemente. Hay que retomarlo siempre de nuevo. 

Fragmentos de: SAN JUAN PABLO II.
Homilía en el Santuario de Fátima, 13/5/1982.

 

Notas


1 CONCILIO VATICANO II. Dei Verbum, n.º 4.

 

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