La radical actitud adoptada por Nuestro Señor ante la perplejidad de sus Apóstoles con la revelación de la Eucaristía nos muestra la necesidad de una adhesión plena a la verdad.
Evangelio del XXI Domingo del Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, 60 muchos de los discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?». 61 Sabiendo Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os escandaliza?, 62 ¿y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? 63 El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. 64 Y, con todo, hay algunos de entre vosotros que no creen». Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. 65 Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede». 66 Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él. 67 Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». 68 Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; 69 nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 60-69).
I – Dios no quiere corazones divididos
La vida espiritual de todo bautizado, sea sacerdote, religioso o laico, pasa por un momento decisivo en el que Dios le concede al alma gracias especiales para que rechace de modo categórico el mal y se entregue a Él definitivamente, sin posibilidad de vuelta atrás.
Esa es la situación que la primera lectura de este domingo (Jos 24, 1-2.15-18) retrata. En ella vemos cómo Josué reúne todas las tribus de Israel en Siquén y les presenta esta propuesta: «Si os resulta duro servir al Señor, elegid hoy a quién queréis servir: si a los dioses a los que sirvieron vuestros padres en Mesopotamia o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis» (24, 15).
El líder de Israel procedía así al percibir la ocasión próxima de pecado en la que se encontraría su pueblo una vez que estuviera instalado en la tierra prometida. Al entrar en contacto con los paganos que allí residían la tendencia iba a ser la de mezclar la idolatría con la religión verdadera, practicando ésta a medias y, al mismo tiempo, buscando beneficiarse de aquella. Recordemos que, estando aún atravesando el desierto, mientras Moisés recibía en lo alto del Sinaí las tablas de la Ley, los israelitas erigieron como dios a un becerro de metal fundido, al cual le construyeron un altar y le ofrecieron sacrificios (cf. Éx 32, 1-6).
Ahora bien, al Altísimo no le complacen los corazones divididos; es un Dios celoso, vela por un culto íntegro para sí. Y por eso Josué, conocedor de las flaquezas de sus compatriotas y persona muy didáctica, les plantea el problema de modo a incitarlos ya de entrada a afirmarse en la adoración al único Dios. Entonces ellos manifiestan con desenvoltura su rechazo a la idolatría diciendo: «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses!» (24, 16).
La deliberación de ponerse totalmente en las manos de Dios, prometiéndole fidelidad, sella una alianza entre el alma y el Creador similar a la de un desposorio místico. Las palabras de San Pablo a los efesios contempladas en la segunda lectura (Ef 5, 21-32) nos permiten comprender mejor esa realidad. Aunque se apliquen en sentido literal a la unión del hombre con la mujer mediante el sacramento del Matrimonio, la Iglesia las encaja en la liturgia de hoy como referencia al vínculo indisoluble existente entre cada fiel y Nuestro Señor Jesucristo, el cual exige de nuestra parte una adhesión integral a Él, una sumisión a su voluntad y una reciprocidad en el amor.
La definición impuesta por Josué al pueblo elegido se repite de forma suave, pero más llena de sustancia, en el Evangelio. Después de haber trabajado a los Apóstoles, los discípulos y la opinión pública por medio de milagros, predicaciones y, sobre todo, gracias de fe, el Salvador les invita a que den un paso decisivo con el fin de que se conviertan en miembros de su Cuerpo Místico, la Santa Iglesia, que en breve fundaría.
II – La fe: virtud imprescindible para que el alma se defina por el bien
El divino Maestro se encontraba en la sinagoga de Cafarnaún, al día siguiente a la primera multiplicación de los panes. Aquella noche había andado sobre las aguas del mar de Galilea, a la vista de sus discípulos atemorizados, e hizo que también San Pedro caminara sobre ellas, salvándolo de hundirse cuando dudó (cf. Mt 14, 24-33).
El público allí presente estaba compuesto, en gran parte, por la multitud que la víspera se había beneficiado de los panes. Conforme lo subraya el propio Jesús, lo buscaban no a causa del milagro, sino por el deseo de probar una vez más tan deliciosa comida (cf. Jn 6, 26); por eso el Señor los amonesta diciendo: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre» (Jn 6, 27).
En ese contexto es cuando el Salvador anuncia el misterio de la Eucaristía, una gran novedad cuya institución hasta aquel momento a nadie se le pasaba por la cabeza, a excepción de María Santísima. Ella sí que conocía bien ese maravilloso sacramento y estaba ávida por recibirlo, como trasparece en el episodio de las bodas de Caná (cf. Jn 2, 3-5). Conforme ya fue analizado por el autor en otras ocasiones,1 al comunicarle a su Hijo la falta de vino, anhelaba que aprovechara dicha circunstancia no solamente para convertir el agua en la mejor bebida de la fiesta, sino para que obrara, ya allí mismo, el milagro de la transubstanciación, dando a beber su preciosísima sangre velada bajo la especie del fruto de la vid.
San Juan anotó con sumo cuidado, cariño y precisión todo lo que Jesús dijo en aquel discurso sobre el «pan de vida» y, al dejarlo consignado, hizo hincapié en indicar la reacción de los presentes: primero, la murmuración (cf. Jn 6, 41); más adelante, la indignación, hasta el punto de comenzar a discutir entre ellos (cf. Jn 6, 52).
De hecho, esas extraordinarias declaraciones de Nuestro Señor suenan absurdas si se las toma en el sentido estricto de los términos; algunas incluso hasta chocantes y violentas, como, por ejemplo, la que parecía incentivar a la práctica pagana de sacrificios humanos: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6, 54-55).
Sin embargo, no debemos olvidarnos de que Dios siempre nos concede auxilios sobrenaturales necesarios para que superemos las pruebas a las cuales nos somete. Así pues, la algarabía provocada por las palabras de Jesús ponía de manifiesto únicamente la actitud interior de rechazo a la gracia que adoptaron aquellos murmuradores.
Cuando Nuestro Señor concluyó la predicación hubo de nuevo un rumor de descontento. Esta vez no provenía del público común, que ya se había retirado del lugar en señal de desaprobación a la doctrina expuesta.
En este punto del texto de San Juan es donde comienza el Evangelio de hoy.
Cuanto más grande sea el don, mayor deberá ser la fe
En aquel tiempo, 60 muchos de los discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?».
Además del Colegio Apostólico, varios discípulos acompañaban a Nuestro Señor en su día a día, incluso en los viajes de evangelización. Al parecer, eran antiguos seguidores de San Juan Bautista, que ciertamente habían recibido del Precursor la adecuada instrucción con respecto al Mesías. Admitidos en la escuela del divino Maestro, venían siendo formados por Él en medio de una convivencia de mayor proximidad que la del pueblo en general, habiendo sido ya testigos de numerosos milagros.
Debido a tales prerrogativas, a estos discípulos les bastaba un poco de buena voluntad para no sentirse heridos con la predicación. Si aceptaran con docilidad las gracias distribuidas por Jesús todavía mientras les hablaba, todo quedaría esclarecido. Sin embargo, pusieron obstáculos…
La Eucaristía sería, de lejos, un don muy superior a los prodigios ya realizados por Nuestro Señor, pero exigiría también una fe más robusta, pues, al contrario que los milagros susceptibles de comprobación por los sentidos humanos, bajo las apariencias de sustancias simples como el pan y el vino estarían realmente presentes su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Por lo tanto, algo bastante diferente a la curación de un paralítico o la resurrección de un muerto.
No obstante, si aquellos discípulos fueran generosos entreverían algo sublime detrás de todo lo que Jesús decía, incluso sin entenderlo; su fe se consolidaría y experimentarían la alegría propia a las almas arraigadas en el bien. Como, por el contrario, prefirieron el egoísmo, acabaron por cerrarse a la gracia y empezaron a protestar.
¡Cuántas veces a lo largo de la Historia no han reaccionado así los hombres ante grandes revelaciones y ofrecimientos divinos!
Jesús desafía a los objetantes
61 Sabiendo Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os escandaliza?, 62 ¿y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?».
Nuestro Señor interpela a sus objetantes planteándoles un tema aún más osado que el anterior. Si la Eucaristía les había escandalizado, ¿qué habrán pensado al oírle afirmar que era Dios, el Hijo del hombre bajado del Cielo?
De hecho, no entendieron nada con respecto a la Eucaristía porque les faltaba la luz de la fe, sin la cual le es imposible a la inteligencia humana aceptar las verdades sobrenaturales. Así, las dificultades presentadas de cara al misterio eucarístico se repetirían de modo tal vez más agudo ante los acontecimientos que encerrarían la vida terrena de Nuestro Señor Jesucristo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada.
El versículo 62 se aplica a dos circunstancias en la Historia: una ya ocurrió, cuando Cristo se elevó a los Cielos cuarenta días después de la Resurrección; la otra se verificará en el fin del mundo, después del Juicio universal, ocasión en la que los justos aún vivos en la tierra subirán, por los aires, al encuentro del Señor (cf. 1 Tes 4, 17). ¡Qué escándalo para los condenados, alejados del Redentor para siempre, verlo ascender glorioso junto con todos los bienaventurados!
«La carne no sirve para nada»
63 «El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida».
Con el deseo de ayudar a estos hombres cuya inteligencia no era perezosa ni mezquina, sino que estaba blindada contra la fe, Jesús añade esas frases un tanto enigmáticas.
Es conveniente observar que la palabra «carne» en este versículo no se refiere a la impureza o falta de castidad, sino a la tendencia de considerar todas las cosas desde un prisma meramente humano. En efecto, en los asuntos relativos a la vida sobrenatural, el juicio naturalista «no sirve para nada». El Espíritu es quien nos da la visión verdadera: «Dios existe, Él me creó, me sustenta en el ser, me redimió y está a mi disposición para perdonar mis pecados».
Considerada desde otro aspecto, esa amonestación encierra una valiosa enseñanza teológica. En Jesús hay dos naturalezas, la divina y la humana. Ésta, creada y contingente; la otra, eterna y necesaria. Si su carne no estuviera hipostáticamente unida a la divinidad, «no serviría para nada», es decir, no podría ser ofrecida como alimento nuestro en la comunión.
De este pasaje, además, sacamos una importante lección si la analizamos desde una perspectiva diferente: cuando alguien se encuentra en pecado mortal, no debe recibir la Eucaristía porque, a parte de cometer un sacrilegio, tal acto de nada le serviría para restituirle al alma la vida sobrenatural.
Falta de fe y traición
64 «Y, con todo, hay algunos de entre vosotros que no creen». Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar.
Con el objetivo de resaltar la divinidad del Salvador, el evangelista indica que Jesús conocía «desde el principio» —es decir, no sólo a partir del momento en que llamó a sus primeros seguidores, sino desde toda la eternidad— a los que no tenían fe y al que sería el traidor. Establece, por tanto, una relación entre la falta de fe y la traición, llevándolos a percibir cuán fundamental es esa virtud para nosotros, bautizados, llamados también a convertirnos en discípulos de Jesús.
A la Santa Iglesia, con su doctrina perenne y sus sacramentos; al Cielo, al Infierno y al Juicio; a la intercesión de los patronos celestiales, a la protección de la Virgen y al poder del Rosario; a las palabras del sacerdote al celebrar la Misa; a todo esto debe aplicarse nuestra fe, un don divino tan potente que, aun cuando adquiere el tamaño de un grano de mostaza, ¡mueve montañas! Se trata, además, del elemento que nos da seguridad, fortaleza y prontitud para ejecutar cualquier tarea para gloria de Dios. Con la fe ¡todo es posible!
Si no queremos ser contados entre los «que no creen» y, peor aún, figurar al lado de Judas, empecemos valorando esa virtud, sin dejarnos abatir nunca por los dramas y dificultades de la vida.
65 Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede».
Todos nosotros, los bautizados, creemos en Jesús, nuestro Señor, no por una iniciativa nuestra, sino por una gracia concedida por el Padre. Por mucha cultura, esfuerzo y buena voluntad que alguien tenga, sin la gracia jamás conseguirá arrancar de sí un acto de fe en el Hombre Dios y, mucho menos, entregarse a Él, amarlo y comprenderlo.
El Padre quiere conferirles ese don a todos los hombres, sin excepción; con todo, incluso entre los que Él ya atrajo hacia su Hijo, hay quien prefiere al propio egoísmo, terminando en la apostasía y, quizá, en la traición.
El que hace la voluntad de Dios nunca fracasa
66 Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con Él.
Podría decirse que este versículo registra un fracaso de Nuestro Señor. Basta leer el capítulo 6 de San Juan para constatar lo mucho que Él se había empeñado en preparar a la gente para esta revelación extraordinaria: multiplicó los panes, anduvo sobre el agua y, finalmente, hizo una estupenda exposición en la sinagoga. No obstante, en el momento de recoger los frutos de tanto apostolado, pierde a una serie de seguidores…
Ahora bien, todo lo que le sucede a Nuestro Señor —¡hasta un simple pestañeo!— es la realización de la voluntad divina y ésta jamás será un fracaso. De modo análogo, todo lo que les pasa a los justos está en los planes de Dios y debe ser aceptado con plena resignación; aunque nuestros mejores anhelos parezcan frustrados, junto a Él siempre obtendremos éxito.
Cuando nos sobreviene un desastre no entendemos por qué Dios actúa así con nosotros, como tal vez no comprendieron los Apóstoles la razón por la cual el Maestro procedía de aquella manera. He aquí el principio teológico que debe guiarnos en tales situaciones: si Él lo ha hecho, es lo más perfecto. Incluso cuando nos parece que todo salió errado, sepamos que ese revés le aportará en consecuencia un brillo aún mayor al plan de Dios con relación al conjunto de la Historia.
Jesús incita a los Apóstoles a que se definan
67 Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?».
Debido al instinto de sociabilidad, el hombre siente la necesidad de apoyarse en sus semejantes, relacionándose con ellos y estableciendo amistades. Era lo que se verificaba en el círculo de los seguidores de Jesús, entre los Apóstoles y los discípulos. Por eso la deserción de estos últimos creó un vacío psicológico en los Doce, dejándolos inseguros.
Entonces es cuando Nuestro Señor, mostrando una radicalidad propia a espantar a los relativistas de nuestros días, en lugar de disimular la verdad que acababa de revelar para no provocar nuevas defecciones, les exige a los Apóstoles que se definan, casi forzándolos a hacer una confesión de fe: «Todos se han marchado. ¿Y vosotros? ¿La fe que os he dado es firme hasta el punto de adherir a mí de forma integral o preferís seguir a los otros, llevados por el unanimismo? ¿Queréis ser como ellos o queréis seguirme?».
San Pedro sustenta la perseverancia de todos
68 Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; 69 nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».
La actitud de San Pedro fue perfecta. Con su característica prontitud en hablar, le dirigió al Maestro palabras de radicalidad e intransigencia que arrebataron a los Apóstoles, disipándoles cualquier inseguridad y reavivando el fervor primero en relación con Jesús: «Señor, el camino hacia la santidad y la felicidad sois Vos, ¡y no hay otro!».
Vemos estampado en este pasaje un interesante fenómeno de la vida en sociedad: hay personas que influyen por su virtud, sirviendo de apoyo para que las demás vayan por el buen camino; pero también hay elementos malos, que hacen el papel del demonio junto a los otros. La convivencia humana es como una permanente escalera mecánica: o bien las eleva hacia Dios, o bien las arrastra al pecado.
Animados por la voz de San Pedro, los Apóstoles no se dejaron perturbar por aquellos que habían abandonado a Nuestro Señor y permanecieron con Él. Tal era la fuerza de las «palabras de vida eterna», acatadas por el futuro Jefe de la Iglesia con plena convicción. Palabras que penetran los corazones, convierten y transforman; palabras que infunden miedo, valor y entusiasmo; palabras que dan a quien las sigue la firmeza en la fe.
III – Una alianza indisoluble con Jesús
La liturgia de este vigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario nos convoca a que adhiramos totalmente a Nuestro Señor Jesucristo y crezcamos en la devoción a la Eucaristía, fuente de toda paz, toda alegría y todo consuelo, como reza el salmo responsorial: «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (33, 9). Se reviste de tanta suavidad que, con una de sus manos, deposita sobre nosotros el yugo de la ley, contraria a nuestras malas inclinaciones, y con la otra nos sustenta y nos eleva.
Nuestro Señor quiere hacernos perfectos como el Padre celestial lo es (cf. Mt 5, 48) y para ello nos pide que le seamos sumisos como la esposa a su marido, conforme afirma San Pablo en la segunda lectura de hoy (cf. Ef 5, 22). Más que seguidores, debemos ser esclavos suyos, abandonados en sus manos y dispuestos a hacer su voluntad en todo.
Recordemos que la integridad en la unión con Dios es el único camino hacia la felicidad. El pecado no constituye una vía alternativa, sino un equívoco: siempre que alguien escoge veredas contrarias a la virtud, más pronto que tarde percibe que se encuentra en un callejón sin salida que lo lleva a la desesperación y a la aflicción o, peor aún, que le ofrece un atajo hacia la eterna infelicidad.
Aprovechemos esta liturgia para establecer una alianza indisoluble con Jesús diciéndole: «Señor, mi naturaleza es débil, y numerosos son los apegos que me sujetan a la tierra. Sé que no alcanzaré el Cielo por mis capacidades y por eso os pido, por la intercesión de vuestra Santísima Madre: ya que me convocáis a ser enteramente vuestro, dadme fuerzas para llegar hasta allí». ◊
Notas
1 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. «El mejor “vino” de la Historia». In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año VIII. N.º 78 (ene, 2010); pp. 10-17; Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano: LEV, 2012, v. VI, pp. 20-33.