Cierto día, una dama, llamada Genoveva, paseaba por el jardín de la reina. Observaba las flores que allí crecían y encontró en ellas una armoniosa variedad: maravillosos rosales castellanos, lirios cuya blancura se asemejaban a la nieve, margaritas doradas como el más noble metal, tulipanes de un rojo brillante como el rubí, violetas más hermosas que la amatista, orquídeas aterciopeladas. ¡Le encantaba todo! Sin embargo, su principal atención recayó en una pequeña flor que, en sí misma, no presentaba nada de interés. Pero eso fue precisamente lo que la enterneció…
Llevada por un amor desinteresado hacia su soberana, la noble se ofreció a trabajar en la jardinería:
—Majestad, tengo años de experiencia con todo tipo de plantas. Permítame cuidar este terreno, a fin de que florezca más esplendorosamente en vuestro honor.
—Mi fiel vasalla, ¿cómo puedo retribuir tu generosidad?
—Oh, no os preocupéis. Para mí, demostrar mi veneración por vos es la mejor dádiva que podría recibir. ¿Permitís que Tomás, mi hijo, me ayude en esta tarea?
—Dejo mi jardín en tus manos. ¡Haz lo que quieras!
La jardinera y su hijo se pusieron manos a la obra inmediatamente, sin escatimar esfuerzos para algún día presentarle a la reina un magnífico jardín. Por mucho que todas las otras flores destacaran en hermosura, sus corazones se dirigían hacia aquella florecilla aparentemente insignificante. Cuando Genoveva la veía siempre pensaba: «¿Le gustará a nuestra monarca? Quién sabe si incluso formaría parte de un arreglo para un día especial. He de cultivarla con esmero. Este trabajo no será fácil, pero si ella acepta mis cuidados, más de la mitad del camino ya habrá sido recorrido».
En primer lugar, la hidalga tuvo que sacarla del sitio donde se encontraba plantada, pues el terreno no poseía los minerales adecuados. Con suma delicadeza cavó alrededor de la plantita. No obstante, como estaba muy apegada a su «tierrecita», cuando fue arrancada, parte de sus raíces quedaron bajo tierra, causándole no poco dolor. Sin embargo, esas mismas manos que supieron extraerla, la depositaron suavemente en terreno fértil y saludable. Tras la dolorosa operación, Genoveva y Tomás notaron en poco tiempo los primeros resultados: el follaje y los pétalos, antes tan pálidos, se llenaron de vigor.
Pero el proceso no terminó ahí: incluso en suelo beneficioso, enemigos ladinos —las plagas— empezaron a corroer el tallo de la frágil planta. Preocupada, la dama aplicó hábilmente un remedio que no era nada endulzado y que, para la florecilla, constituía una auténtica amargura. Pero, como se dejó tratar, aquella sustancia desagradable la robusteció.
—Mira, mamá, ¡qué progresos estamos teniendo! —señaló Tomás.
—Sí, hijito, pero aún no hemos llegado hasta el final.
Una sequía que duró varios días asolaba la región. El tórrido sol quemaba hasta socarrar parte del follaje de las plantas. No obstante, la mujer sabía cuán necesario era dejar que su pequeña se beneficiara de los rayos del astro rey. Entonces cogió una regadera y una sombrilla. Su hijo la siguió. Los dos, bajo el calor sofocante, amenizaron la «dura aridez» de la plantita con la refrescante agua. Y Tomás la cubrió parcialmente, para poder protegerla de los rayos solares en las horas más peligrosas.
Debido a la resecación, se habían formado unas cicatrices en los pétalos y en las hojas. Por eso Genoveva tuvo que podar las ramitas secas y los pétalos dañados. Durante esta operación le orientaba a su hijo:
—Tomás, si no las cortara, estas hojas secas robarían en vano la savia que debe revitalizarla por completo.
Pasaron las semanas. Madre e hijo regaban el jardín a diario y abonaban la tierra de vez en cuando. Pero su preferencia era quien ya sabemos.
Un día, mientras examinaban las otras plantas, una bandada de pájaros se acercó a aquella florecilla. Inmediatamente corrieron a expulsarlos. Una vez terminada la «guerra», comprobaron los estragos y heridas que dejó el ataque. Sorprendidos, constataron que su valiente flor no se había dejado vencer; solamente su tallo estaba algo roto y torcido. Tomás entonces decidió:
—Mamá, le voy a atar un palo que le sirva de apoyo, para que se recupere pronto.
Y la amarró a una estaca.
Hasta ese momento, la flor nunca había estado sola en sus horas de peligro. Finalmente, se le presentó una situación habitual en la vida: la tormenta.
El cielo se oscureció de repente: fuertes vientos, rayos y una lluvia torrencial cayeron sobre el campo. Genoveva y el niño tuvieron que refugiarse en su casa. Tenían muchas ganas de socorrer a la florecilla, pero las circunstancias no se lo permitían. Sin embargo, el corazón generoso —o más bien, maternal— de Genoveva no dejó de seguir desde la ventana el «combate» que libraba su pequeña guerrera: vientos impetuosos sacudían el jardín real y las gotas de lluvia caían como cuchillas. La procela fue terrible…
En cuanto pudieron, la jardinera y Tomás salieron al encuentro de la pequeña. Por el camino vieron despedazados los lirios y los rosales castellanos; incluso los árboles más robustos parecían soldados que regresaban del campo de batalla.
La florecilla estaba un poco desfallecida y sin fuerzas, pero en pie, gracias al palito que le había puesto Tomás. Con gran alegría, el niño le dijo a su madre:
—A esta simple flor podemos aplicarle el elogio de las Escrituras: «¡débil, pero fiel» (cf. Ap 3, 8).
Entonces, un líquido misterioso empezó a gotear sobre la plantita. ¡Y una nueva vida le fue infundida! Sus raíces, inconstantes e inseguras, se fortalecieron; su tallo y hojas, llenos de imperfecciones, adquirieron un verdor similar al color de la esmeralda; su perfume, antes tímido, se extendió por todo el jardín; sus pétalos, pequeños y ásperos, crecieron y se volvieron aterciopelados como la piel del armiño. ¡Oh, qué cambio tan sorprendente! En unos instantes, ¡se convirtió en una de las flores más hermosas de los campos reales! ¿Qué líquido era ése? Se trataba de las preciosas lágrimas de la jardinera.
La flor fue puesta entonces en un jarrón y obsequiada por Genoveva y Tomás a la soberana, con motivo de su cumpleaños.
* * *
Ésta no es la historia de una simple flor, sino de las almas elegidas.
Tiene lugar en el jardín de Nuestra Señora, donde hay estupendas flores, robustas por naturaleza, pero también innumerables florecillas débiles. El amargo remedio que reciben contra sus miserias se llama corrección, la cual produce frutos dulces y saludables en el alma de quien la acepta. Y el asta que sustenta en la tormenta se llama confianza.
¿Qué sería de las almas si no hubiera esmerados jardineros que cuidan de ellas a fin de obsequiárselas a la Santísima Virgen? Genoveva y Tomás representan a aquellos cuya misión es formar y educar a otros. Seamos, pues, flexibles a la voz de la Reina del Cielo que nos habla a través de quienes nos guían. ◊
¡Buenas! Me quedé buscando la imagen del corderito.