Veintiocho de junio de 1900. Con mano firme, el archiduque Francisco Fernando, presuntivo heredero del trono del Imperio austrohúngaro, aceptaba el destino marcado para su futura esposa, la condesa Sofía Chotek, y los hijos que Dios les diera, al firmar los términos de una renuncia que los privaba de sus derechos sucesorios y de su pertenencia a la familia imperial.
La decisión no fue sólo suya. Deseosos de contraer matrimonio e impedidos por el estricto estatuto de los Habsburgo, que únicamente admitía candidatos de casas reales, Francisco Fernando y Sofía resolvieron hacer frente a cualquier dificultad, convencidos de que era la Providencia la que los había unido.
Exactamente catorce años después, mientras se encontraban de viaje en esa misma fecha, la pareja se arrodilló ante una capilla improvisada para dar gracias a Dios por los años que habían pasado juntos. Sofía había dicho poco antes: «Me gustaría revivir cada día que ha pasado desde entonces».1 Y similares fueron las palabras de su esposo: «Hay cosas en la vida que haríamos de otra manera, si pudiéramos volver a hacerlas. Pero si tuviera que casarme de nuevo, haría lo que hice, sin cambiar nada».
Ignoraban que ése sería el último aniversario de la renuncia que les había permitido desposarse, así como el último día de sus vidas…
Una boda indeseada
Las nupcias suelen ser un momento de alegre celebración, sobre todo cuando van acompañadas de la pompa de la nobleza. Sin embargo, el matrimonio del heredero al trono, Francisco Fernando, no se festejó en Viena con invitados ilustres, carruajes desfilando por calles engalanadas y numerosas multitudes vitoreando. No hubo recepciones ni bailes ni banquetes en honor de los recién casados. Nada.

Archiduque Francisco Fernando y Sofía Chotek
La razón fue que esa unión no era deseada por el emperador Francisco José, y solamente había sido autorizada con la condición de que el archiduque renunciara a los derechos de sucesión eventual para sus hijos al trono y que su matrimonio se convirtiera en morganático. En otras palabras, su futura esposa nunca sería emperatriz; relegada a una posición inferior a la de las archiduquesas, nunca estaría a su lado en eventos públicos, teatros u homenajes y sería la última en la mesa en los banquetes imperiales y actos solemnes; en las recepciones oficiales, ella entraría en último lugar, mientras que su esposo figuraría inmediatamente después del emperador, y su presencia nunca sería mencionada en ninguna lista de invitados.
¿Qué motivaba tal severidad hacia Sofía Chotek? Es difícil de responder. Aunque de condición inferior a la del archiduque, tenía una vida moral impecable y descendía de treinta y dos generaciones ininterrumpidas de antepasados aristocráticos, algunos de ellos habían sido príncipes de pequeñas casas, además de tener varios parientes nobles que ocupaban cargos en la corte, donde jamás había transgredido ninguna norma… El propio papa León XIII y algunos soberanos europeos intercedieron a favor del matrimonio.
A pesar de ello, el príncipe Alfredo Montenuovo, chambelán del emperador, sin ni siquiera darse la oportunidad de conocer realmente a la condesa, no escatimó esfuerzos, calumnias, intimidaciones, sobornos y chantajes para impedir la unión. Sin escrúpulos, argumentaba que Sofía era una mujer grosera, interesada y deseosa de arruinar el prestigio del trono, intentando así empañar su honor…
Nobleza templada en el sufrimiento
Pero ¿quién era realmente la condesa Sofía Chotek?
Hija del conde Bohuslav Chotek, diplomático, y de Wilhelmina Kinsky, descendía de la aristocracia bohemia; sin embargo, su familia no poseía una gran fortuna y la niña creció con pocos privilegios y mucho trabajo, lo que le dio a su nobleza un barniz que pocas damas de la corte ostentaban. «Más elegante e imponente que bella, Sofía era grácil, serena y digna. Culta, había adquirido no sólo los conocimientos habituales de historia, literatura, matemáticas, religión y ciencia, sino también una aguda percepción de los asuntos políticos gracias a su padre. Hablaba alemán, inglés y francés con fluidez. […] Bailaba con elegancia, pintaba, montaba a caballo y jugaba muy bien al tenis. Perspicaz y simpática, sin pretensiones y “extremadamente afable”, era a la vez desinhibida y recatada».2
Sin muchas esperanzas de cambiar su nivel de vida, Sofía siguió el camino de las jóvenes aristócratas de poca fortuna: entró como dama de compañía en la casa de una gran señora, la archiduquesa Isabel de Croÿ. No obstante, cuando se hizo pública la intención de Francisco Fernando de casarse con ella, fue humillantemente expulsada del servicio, refugiándose en casa de su hermana.
Las injusticias cometidas contra Sofía y la actitud virtuosa con la que las soportó confirmaron la decisión del archiduque. Según sus palabras, no quería una mujer muy joven, pues era demasiado viejo para educarla, sino una «esposa amable, inteligente, bella y bondadosa […], con madurez tanto de carácter como de ideas». Además, al ser una persona muy religiosa, Sofía reunía todas las cualidades que él necesitaba, a pesar de su mera condición de condesa.
Pero, por desgracia, la nobleza de alma en profusión no parecía suficiente para permitir una excepción, cuya última palabra, al fin y al cabo, le correspondía al emperador. Y los ejemplos en sentido contrario no eran raros. El propio Francisco José había ido en contra de los deseos de su madre al casarse con su prima Isabel de Baviera —la famosa Sissi, considerada la mujer más hermosa de su época—, una joven extremadamente egocéntrica y de temperamento inestable. Su matrimonio, bastante infeliz, dio como resultado una emperatriz huidiza y un esposo públicamente infiel, mientras que Rodolfo, su hijo, fue un joven disoluto que terminó sus días en un misterioso suicidio en compañías poco recomendables.
En el caso de Sofía, lo que nadie admiraba era quizá lo que más atraía a Francisco Fernando, quien, a pesar de no haber llevado una vida moral recta antes de conocerla, se dejó influenciar por la pureza de su alma y, al descubrir en ella a la mujer fuerte de las Escrituras, comprobó que era «mucho más valiosa que las perlas» (Prov 31, 10). El archiduque procedió entonces como Nuestro Señor Jesucristo aconseja en el Evangelio (cf. Mt 13, 45-46), al preferirla en lugar de todas las glorias que pudiera disfrutar en la vida de la corte.
En el matrimonio, una feliz influencia
Francisco Fernando y Sofía se unieron ante Dios el 1 de julio de 1900. El sufrimiento constante se convirtió en el principal motivo de unión de la pareja. Al reducir a Sofía a la condición de esposa morganática, Francisco Fernando era consciente de la humillación permanente que esto le acarrearía. Ella, sin embargo, dio muestras de heroísmo al afrontarlo todo con una serenidad inusual, amenizando su aflicción con preclaras virtudes y ganándose así simpatías en todos los círculos sociales.

Retrato de la duquesa, aproximadamente en 1890
Nunca manifestó signos de amargura ni reveló con palabras ácidas frustración alguna. «Hubo, sin duda, épocas en que las presiones eran enormes; pero aun así, Sofía se mantenía serena, contenida, dueña de sí y recurriendo siempre a su fe religiosa».3 Para ambos, el matrimonio era como un castillo de virtudes construido sobre una roca firme, y las peores tormentas no pudieron derribarlo. Si Sofía tuvo que renunciar a ser emperatriz, Francisco Fernando renunció, sin envilecer su condición, a la brillante vida cortesana que había llevado antes, y en esta inmolación diaria se renovaba su compromiso de fidelidad mutua.
Mientras los periódicos europeos —en un tiempo en que los valores familiares se abandonaban a pasos agigantados— publicaban con frecuencia noticias sobre nuevos escándalos morales en la aristocracia, el público se veía obligado a mirar con admiración a esa pareja de moral intachable. Así informaba un diario de la época acerca de Sofía: «Desde su llegada a la capital, se ha enfrentado a una situación muy difícil y ha tenido que aprender a ignorar decepciones y humillaciones gracias a un verdadero milagro de perseverancia, inteligencia y tacto. Apoyada por su querido esposo, la princesa4 realiza este milagro con gracia y dulzura; no hay asperezas en sus bellas cualidades. Su encanto y su inteligencia cautivan a todos».
Los elogios de su marido también revelan una profunda satisfacción: «Sofía es un tesoro y estoy indescriptiblemente satisfecho. Me cuida muy bien; me siento en buena forma, sano y mucho menos nervioso». Además, le confesó a su madrastra: «No sabes lo contento que estoy con mi familia, hasta el punto de no poder agradecerle lo suficiente a Dios la suerte que he tenido. […] Lo más acertado que he hecho en mi vida ha sido casarme con mi Sofía. Ella lo es todo: esposa, consejera, médica, amiga —en una palabra, toda mi felicidad. […] Nos amamos como el primer día de nuestro matrimonio y nada ha perturbado nuestra alegría ni un solo instante».
El último viaje
Nombrado inspector general de las fuerzas armadas del imperio en agosto de 1913, Francisco Fernando se vio obligado a viajar a Bosnia. Aún hoy se discute el motivo de la invitación, bastante sospechosa, del gobernador general Oskar Potiorek. En un ambiente de gran tensión política y militar, éste exigió con insistencia una visita del archiduque a la capital, precisamente el mismo día en que los serbios conmemoraban una batalla histórica en la que su nación había sido reducida a la servidumbre. No era una fecha propicia para que un heredero al trono austriaco paseara por la ciudad de Sarajevo…
La víspera, el secretario del archiduque pensó que era innecesario ese viaje y Francisco Fernando estuvo de acuerdo; pero el gobernador alegó que el pueblo se sentiría muy ofendido…
Así, el domingo 28 de junio de 1914, la pareja realizó una visita oficial a Sarajevo, conscientes del gravísimo riesgo que corrían. El día transcurrió en la tensión de un posible atentado, que se materializó horas más tarde cuando un nacionalista lanzó una bomba contra el vehículo del archiduque. Sin embargo, el artefacto solo impactó en el coche de sus asistentes, hiriéndolos de cierta gravedad. Francisco Fernando insistió en visitarlos en el hospital y aconsejaron a Sofía que no lo acompañara por seguridad. No obstante, ella se negó: «Mientras el archiduque se exponga hoy en público, no lo abandonaré».
¿Acaso habría intuido que su presencia junto a su marido era necesaria, pues ambos estaban al borde de la muerte? Quizá, recordando la promesa hecha ante Dios, Sofía comprendió que su fidelidad debía consumarse en el holocausto… Poco después, salieron juntos por última vez.
En esta ocasión, uno de los conspiradores del asesinato se encontró repentinamente a dos metros del coche del archiduque, mientras éste maniobraba para evitar los peligros de la calle principal. La noble figura de Sofía lo hizo dudar un instante, pero enseguida disparó a quemarropa, alcanzando al marido y a la mujer.
Al ver la sangre chorreando por el uniforme de su esposo, Sofía tuvo la preocupación de preguntarle qué había pasado, antes de caer ella también fulminada por un disparo. Mientras sus acompañantes creían que simplemente se había desmayado, el archiduque percibió que la vida de su amada esposa se marchitaba y le suplicó: «¡No te mueras! ¡Vive por nuestros hijos!».

A la izquierda, Francisco Fernando con su hija mayor, la princesa Sofía; a la derecha, un retrato de la pareja con sus tres hijos: de izquierda a derecha, el príncipe Ernesto, la princesa Sofía y el príncipe Maximiliano. De fondo, una vista del castillo de Artstetten, propiedad de la familia donde fue enterrado el matrimonio – Artstetten-Pöbring (Austria)
Sin embargo, en unos minutos, él mismo la acompañaría a la eternidad.
El fruto de la fidelidad: una hermosa familia
Los hijos de la pareja —Sofía, de 13 años, Maximiliano, de 11, y Ernst, de 10— quedarían completamente huérfanos ese día. El comentario de la pequeña Sofía tras recibir la fatídica noticia revela el comienzo de un espantoso sufrimiento: «La angustia era indescriptible, al igual que la sensación de desorientación total. Durante toda nuestra vida no habíamos conocido más que amor y seguridad absoluta».
Los padres habían derramado sobre sus hijos torrentes de afecto, fruto de la constante fidelidad que los unía. «Su hogar era como los que encontramos en los libros, pero nunca vemos en la vida real», comentaba una sobrina. Las habitaciones de los niños estaban cerca de las de sus padres, siempre comían con ellos, a última hora de la tarde salían a pasear, tocaban el piano o jugaban a representar obras de teatro. Formados en ese ambiente familiar, eran conocidos como los niños más correctos y educados de todo el linaje de los Habsburgo.
«Cuando termino mi larga jornada de trabajo y vuelvo con mi familia», dijo una vez el archiduque, «al ver a mi esposa bordando y a mis hijos jugando, dejo mis preocupaciones en el umbral y apenas puedo creer la felicidad que me rodea». «Los niños —admitía— son mi deleite y mi orgullo. Me siento a su lado durante horas y los admiro, porque los quiero mucho».
Sabiendo que su esposa no podría ser enterrada en la cripta de los Habsburgo, Francisco Fernando había dispuesto en su testamento que fueran enterrados juntos en un panteón construido únicamente para su familia, y sólo en este lugar los niños pudieron despedirse de sus padres, ya que habían sido excluidos de las ceremonias fúnebres debido a su condición morganática.
Al marcharse, la pequeña Sofía comentó dócilmente: «Dios ha querido que papá y mamá se reunieran con Él al mismo tiempo. Ha sido mejor que murieran juntos porque papá no podría vivir sin mamá y mamá no sobreviviría sin papá».
Igual que se habían unido para la vida, Dios quiso unirlos también en la hora de la muerte.

A la izquierda, Francisco Fernando y Sofía en Sarajevo (Bosnia), poco antes del atentado que acabaría con sus vidas, el 28 de junio de 1914; a la derecha, noticia publicada en el diario italiano «Domenica del Corriere», cuya portada retrata el momento del asesinato
Una lección para el futuro
La muerte de esta pareja es considerada el detonante de la Primera Guerra Mundial, y los historiadores aducen varias razones políticas para ello. Por otra parte, ¡cuántos análisis posteriores insospechados dan fe del desastre geopolítico que supuso la desaparición de la monarquía dual de la escena internacional, cuyo cetro habría recaído en manos del archiduque!… Sin embargo, si queremos ver la historia no como un conjunto de hechos inconexos, sino como la realización de los planes de la Providencia, podríamos analizar este acontecimiento desde otra perspectiva, tal vez accidental, pero muy importante.
Quizá, viendo los ultrajes que sufrían el futuro emperador y su esposa, cuyo matrimonio debería haber servido de ejemplo a la sociedad, Dios permitió que su asesinato fuera el punto de partida de una debacle irrevocable. De hecho, ¿qué queda hoy de aquella fidelidad conyugal que tanto los distinguía? ¿Qué otras desgracias han ocurrido en la historia —o podrían suceder aún— cuando la humanidad se ha desviado de los mandamientos de Dios u olvidado sus promesas de fidelidad al Señor? Sólo el tiempo, o acaso los acontecimientos, nos lo esclarecerán… ◊
Notas
1 Los datos históricos de este artículo, así como los extractos de diálogos o cartas transcritos entre comillas, han sido tomados de: King, Greg; Woolmans, Sue. O assassinato do arquiduque. São Paulo: Cultrix, 2014.
2 Idem, p. 80.
3 Idem, p. 151.
4 Sofía recibió del emperador Francisco José el título de princesa de Hohenberg el día de su boda y, el 4 de octubre de 1909, elevada a duquesa de Hohenberg.