¡Doble regreso a la vida!

Corría el año 1849. El joven Carlos, que frecuentaba el oratorio fundado por San Juan Bosco y tenía 15 años por aquel entonces, había enfermado gravemente y los médicos lo desahuciaron. Consternados por la noticia, sus padres le preguntaron si quería confesarse. Sin dudarlo, el muchacho pidió que llamaran cuanto antes a Don Bosco.

Fueron rápidamente al oratorio, pero… el santo se hallaba fuera de Turín. A pesar de la aflicción del joven, no hubo otra solución que llamar a otro sacerdote. Dos días después, Carlos dejaba esta vida.

De vuelta al oratorio y al ser informado de las insistentes llamadas de aquella familia, Don Bosco se dirigió apresuradamente a su residencia.

Nada más llegar, recibió la noticia del fallecimiento. Sin embargo, se limitó a decir que el chico no había muerto, sino que sólo estaba dormido. Los parientes, llorando, insistían en que el pequeño ya estaba frío y rígido, a lo que el santo, categóricamente, replicaba lo contrario.

Así que lo llevaron a la habitación y, mientras se acercaba lentamente al ataúd, una duda asaltaba la mente de Don Bosco: ¿Había hecho bien Carlos su última confesión?

Pidió a todos que se marcharan y lo dejaran a solas en el cuarto. Después de rezar, bendijo al joven y gritó dos veces:

—Carlos, Carlos, ¡levántate!

Ante la imperativa orden, el muchacho, como si despertara de un profundo sueño, se levantó y al instante reconoció a Don Bosco. Empezó a contarle que había tenido una pesadilla: se veía al borde de un horno lleno de brasas y llamas. Muchos demonios lo seguían e intentaban apoderarse de él. Cuando estaba a punto de ser arrastrado a esa vorágine de fuego, he aquí que una hermosa Señora se interpuso entre él y los demonios, diciendo: «¡Dejadlo!, aún no ha sido juzgado».

Pero ¿cuál fue el motivo de tan horrible «sueño»? Por vergüenza, Carlos había ocultado un pecado grave en su última confesión…

Arrepentido de su proceder, volvió a declarar sus faltas, esta vez íntegramente y con auténtico y sincero arrepentimiento. A continuación, le pidió a Don Bosco que recomendara mucho y siempre la sinceridad en la confesión.

Finalmente, el santo le preguntó si quería seguir viviendo o ir al Cielo, cuyas puertas ahora tenía abiertas. Sin dudarlo, Carlos respondió que hacia allí deseaba ir. Recostándose de nuevo y cerrando los ojos, entregó definitivamente su alma a Dios.

Qué gran milagro puede obrar una sola confesión hecha con verdadera sinceridad. Ese amoroso tribunal fue instituido por Nuestro Señor Jesucristo, que está ávido de perdonar a quienes reconocen sus faltas con arrepentimiento y humildad, y está deseoso de derramar sobre él todo su amor.

No obstante, ¡cuántos son los que, en lugar de abrazar tal misericordia, desprecian, rechazan y, lo que es peor, incluso abusan de este inestimable sacramento de perdón! Que nosotros, por el contrario, nunca nos alejemos de la amistad con Dios; aunque si por desgracia caemos en pecado, no dudemos en correr presurosos al encuentro de aquel que, pese a ser Juez, acoge con amor divino a quien se presenta ante Él con corazón contrito. ◊

 

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