En estos conturbados días, la escena de la multiplicación de los panes nos recuerda una verdad siempre actual: basta que le entreguemos a Dios lo mejor de nosotros y Él hará el resto, superando todas nuestras expectativas.
Evangelio del XVII Domingo del Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, 1 Jesús se marchó a la otra parte del mar de Galilea (o de Tiberíades). 2 Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. 3 Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. 4 Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. 5 Jesús entonces levantó los ojos y, al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe: «¿Con qué compraremos panes para que coman estos?». 6 Lo decía para probarlo, pues bien sabía Él lo que iba a hacer. 7 Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo». 8 Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice: 9 «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?». 10 Jesús dijo: «Decid a la gente que se siente en el suelo». Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; sólo los hombres eran unos cinco mil. 11 Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado. 12 Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se pierda». 13 Los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. 14 La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: «Este es verdaderamente el Profeta que va a venir al mundo». 15 Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña Él solo. (Jn 6, 1-15).
I – Dios se preocupa por sus hijos
La celebración del decimoséptimo domingo del Tiempo Ordinario nos invita a pasear por un bellísimo panorama, cuyo ápice es la escena de la multiplicación de los panes, narrada por San Juan.
En perfecta alineación con ese pasaje están los demás textos de la parte móvil de la liturgia y la propia Oración colecta, la cual sintetiza el empeño de la Santa Iglesia por incrementar nuestra confianza en la Providencia, suplicando: «Oh, Dios, protector de los que en ti esperan y sin el que nada es fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros tu misericordia, para que, instruidos y guiados por ti, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros que podamos adherirnos ya a los eternos».1 En efecto, el cariño infinito del Padre celestial no solamente provee las necesidades temporales de sus hijos, sino que también aumenta los dones espirituales y hace que las almas crezcan en el fervor, en la piedad y en la disposición de obedecer a su voluntad.
La primera lectura (2 Re 4, 42-44), extraída del Segundo Libro de los Reyes, ofrece a nuestra consideración un episodio prefigurador del milagro descrito en el Evangelio. Con tan sólo veinte panes el profeta Eliseo alimenta a cien personas, remitiéndose a las palabras del Señor: «Comerán y sobrará» (4, 43). El salmo responsorial resalta esa bondad del Altísimo: abre su mano y sacia a placer a todo viviente (cf. Sal 144, 16), sin dejar desamparado nunca a los hijos que en Él esperan y lo invocan lealmente.
San Pablo, por su parte, recuerda en el pasaje de la Carta a los Efesios recogido en la segunda lectura (Ef 4, 1-6) la unión existente entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo y nos exhorta a mantener «la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (4, 3). Ahora bien, la paz es la tranquilidad del orden, conforme lo define San Agustín,2 y el orden sólo existirá si vivimos en la completa dependencia de aquel que nos creó, nos redimió y nos sustenta en cada paso, dispensándonos gracias en profusión. Quienes se separan de Él entran en desorden, pierden la humildad y la mansedumbre y se vuelven incapaces de «sobrellevarse mutuamente con amor» (4, 2).
En el contexto de la liturgia de hoy, sin embargo, el principal mensaje de la epístola se encuentra en los últimos versículos, donde el Apóstol resalta que sólo hay «un Señor, una fe, un bautismo» (4, 5), en función del cual nada más que existe «un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos» (4, 6). Nuestro Señor Jesucristo considera como un único cuerpo a todos los que lo buscan con sinceridad, dóciles al principio que Él mismo dio: «Buscad sobre todo el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33). Y sobre ellos derrama un amor especial, concediéndoles lo demás por añadidura.
La prodigalidad inagotable de un Dios que se preocupa por resolver hasta nuestros problemas más corrientes trasluce de modo maravilloso en el relato del discípulo amado, estimulándonos a asumir una actitud de completo abandono en relación con Él.
II – El milagro marca para siempre a quienes dan testimonio de Él
Si pudiéramos contemplar el día a día de San Juan Evangelista en el transcurso de los quince años de intimidad con la Virgen Santísima, tras la muerte y resurrección de Jesús, ciertamente nos quedaríamos extasiados al ver Madre e hijo entretenidos en bendecidos coloquios, a lo largo de los cuales Ella le enseñaba sublimes verdades y, al mismo tiempo, transmitía a su interlocutor las filigranas del arte de la conversación.
El apóstol virgen debió aprender a la perfección esa habilidad y, sin duda, se convertiría en un hombre bastante aficionado a ella, hasta el punto de componer buena parte de su Evangelio a base de conversaciones. Nada más empezar el capítulo primero registra el testimonio de Juan el Bautista y el encuentro del divino Maestro con sus primeros discípulos centrando ambos hechos en diálogos (cf. Jn 1, 19-51); de un modo similar discurre sobre las bodas de Caná (cf. Jn 2, 2-11), la visita de Nicodemo a Jesús (cf. Jn 3, 1-21), la conversación con la samaritana (cf. Jn 4, 1-42), etc. Al abordar el asunto de la multiplicación de los panes, único milagro narrado por los cuatro evangelistas, lo describe también de esa forma particular, pintando la escena con colores vivos e incluso pintorescos.
Además de obedecer a una secuencia cronológica, tuvo una dialéctica intención al poner ese hecho como apertura de su sexto capítulo, cuya temática se desarrolla en torno a la Eucaristía.
El pueblo va en busca de Jesús
En aquel tiempo, 1 Jesús se marchó a la otra parte del mar de Galilea (o de Tiberíades). 2 Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos.
Por los relatos de San Marcos y de San Lucas sabemos que los Apóstoles acababan de regresar de una misión en las aldeas de Galilea, a las cuales el Maestro los había enviado «a proclamar el Reino de Dios y a curar a los enfermos» (Lc 9, 2). De vuelta junto a Jesús, en Cafarnaún, los Doce «le contaron todo lo que habían hecho y enseñado» (Mt 6, 30). El Señor quiso entonces proporcionarles unos días de descanso y se fue con ellos «en barca a solas a un lugar desierto» (Mc 6, 32). No obstante, muchas personas de entre el pueblo se dieron cuenta de ello y «de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron» (Mc 6, 33).
San Juan señala claramente la razón por la cual la muchedumbre se movió en busca del Redentor: la restitución de la salud a los enfermos. En efecto, Jesús siempre atendía a los que se acercaban a Él con fe pidiéndole que los curara. Al ser el divino Médico, ni siquiera tomaba en consideración si la dolencia era grave, rara, contagiosa o de causa desconocida y sanaba todos tan sólo con una mirada, una imposición de manos, un simple deseo. A veces bastaba que el necesitado le tocara el borde del manto para que quedara sano al instante. Como es natural, esto causaba una impresión muy fuerte en aquella gente, sobre todo porque tales milagros demostraban que Él era un profeta a cuyas palabras se les debía dar crédito.
El Señor ve de lejos a la multitud
3 Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. 4 Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. 5a Jesús entonces levantó los ojos y, al ver que acudía mucha gente,…
La escena es en extremo atrayente: el Señor en lo alto de la montaña, seguramente sentado en un punto elevado, enseñando maravillas inéditas, y los discípulos en la hierba en torno suyo, escuchándolo encantados.
El Maestro se fijaba en ellos mientras hablaba. En cierto momento, alzó la mirada por encima de las cabezas de sus oyentes y divisó a lo lejos la turba que avanzaba. Cuánta belleza encierra este pormenor: el Hombre Dios levanta los ojos y por primera vez contempla con su vista carnal a aquella muchedumbre conocida por Él desde toda la eternidad.
La referencia a la fiesta de la Pascua, en el versículo 4, nos permite calcular cuán variado y voluminoso era el contingente de judíos que procedía de Cafarnaún en busca de Jesús. En esa época del año dicha ciudad se convertía en el punto de encuentro de los peregrinos llegados del norte de Palestina, los cuales se aglutinaban allí en caravanas para encaminarse hacia Jerusalén. Por lo tanto, la multitudinaria marcha se componía en gran medida de viajeros, inexperimentados en cuanto a las distancias y a las provisiones necesarias para los desplazamientos en la región.
Una situación propicia para estimular la fe
5b …dice a Felipe: «¿Con qué compraremos panes para que coman estos?». 6 Lo decía para probarlo, pues bien sabía Él lo que iba a hacer. 7 Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo».
Conforme narran los otros tres evangelistas, el Señor recibió a esa multitud compadecido, porque aquellas personas «andaban como ovejas que no tienen pastor» (Mc 6, 34), y se puso a predicarles acerca del Reino de Dios y a curar a los enfermos (cf. Lc 9, 11). Sin duda, transcurrirían varias horas mientras todos, maravillados, atendían a sus palabras y sus gestos, en un ambiente sobrenatural tan intenso que nadie se preocupó con el hambre ni el cansancio.
Únicamente cuando el día empezó a declinar los discípulos le recomendaron a Jesús que despidiera al pueblo, con el fin de que se dispersara entre las aldeas de los alrededores para comprar víveres (cf. Mt 14, 15). Sin embargo, Él les contestó: «No hace falta que vayan, dadle vosotros de comer» (Mt 14, 16). Es entonces cuando se dirige a Felipe y le plantea la cuestión, como si le dijera: «Y ahora, ¿cómo vamos a solucionar esta situación?».
Como el propio San Juan observa, «bien sabía [el Señor] lo que iba a hacer». De hecho, además de poseer el conocimiento divino, por ser la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el alma de Jesús siempre estuvo en la visión beatífica y, por tanto, desde el primer instante de su concepción en el seno virginal de María, contemplaba en Dios todos los acontecimientos.
De manera que, al indagar la opinión de Felipe, el Redentor no pretendía obtener la indicación concreta de un lugar donde se vendiera pan a millares, sino ampliar los horizontes del apóstol, estimulándole a crecer en la fe. Ante la evidente imposibilidad de resolver el problema por los medios comunes y corrientes, debería haber dicho: «Maestro, no hay solución humana; no obstante, estamos en tus manos. Eres Señor de los que tienen hambre y Señor de los alimentos. Si quieres, puedes saciar a esta multitud».
Pero Felipe no superó bien la prueba. Su respuesta, en el fondo, era un desahogo: «Señor, por favor, ¡ni siquiera menciones el tema! Ordena que esta gente se vaya; y deprisa, porque de lo contrario se desmayarán aquí mismo…».
Cuando el evangelista escribió el hecho, cerca de sesenta años después, ciertamente se deleitó recordando la escena y, al terminar de redactar estos versículos, quizá pensara consigo mismo, sonriendo: «¡Pobre Felipe!».
Dios quiere nuestra colaboración
8 Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice: 9 «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?».
Sin duda, los demás Apóstoles estaban atentos al intercambio de palabras entre Jesús y Felipe y algunos de ellos ya habían averiguado si quedaban vendedores de comida en medio de la turba. El único que encontraron fue un muchacho que ofrecía pan de cebada, inferior al pan de trigo y en general consumido por los pobres, y peces, ciertamente salado y seco según la costumbre local. Nos lo podemos imaginar transportando su mercancía en una pequeña cesta con dos compartimentos y anunciando en voz alta su buen precio, incluso el momento en que Andrés lo llamó y le preguntó cuántos panes y peces llevaba. Al constatar la reducida cantidad disponible, irrisoria para los miles de necesitados, el apóstol interviene en la conversación y transmite los datos recogidos y refuerza la posición de Felipe.
Ahora bien, el Señor quiso proceder de esta manera, al despertar en los Doce la preocupación con el sustento del pueblo, con el fin de que les quedara claro el origen milagroso del exorbitante número de panes que en breve ellos mismos distribuirían. De lo contrario, quizá ni se darían cuenta y, como es natural, enseguida empezarían a circular explicaciones poco razonables con respecto de la procedencia de la comida, tal vez atribuyéndole el ingenio a un espectacular panadero de la región.
Hay que destacar también que Jesús no necesitaba esos cinco panes ni los dos peces, porque bastaba su voluntad para realizar cualquier portento. Sin embargo, Dios desea actuar con la colaboración del hombre. Siempre que exista algo que esté a nuestro alcance, hemos de darlo, confiados de que lo demás Él lo providenciará.
Divina cortesía
10 Jesús dijo: «Decid a la gente que se siente en el suelo». Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; sólo los hombres eran unos cinco mil.
En este versículo sobresalen la extraordinaria gentileza y el sentido del orden de Nuestro Señor, de cuyo ejemplo se desarrollaría más tarde la cortesía en el trato social, alcanzando sucesivos auges en la Edad Media y el Ancien Régime. Podría haber alimentado a aquella gente deprisa, máxime al estar anocheciendo. No obstante, lo hizo con calma, como en una ceremonia, sin nada de excitación ni apresuramiento. Por eso les ordenó a todos que se acomodaran «por grupos de cien y de cincuenta» (Mc 6, 64).
En relación con el número de comensales es importante subrayar un detalle registrado únicamente por San Mateo: «había unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños» (14, 21). Si consideramos que cada varón debía estar acompañado de su respectiva familia y que en aquel tiempo la prole solía ser enorme, no parece exagerado calcular una aglomeración de al menos treinta mil personas.
Jesús da gracias por la comida
11 Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado.
Modelo de cortesía en las relaciones sociales, Jesús lo es también y sobre todo en el trato con el Altísimo. En su naturaleza humana, manifiesta gratitud al Padre por haber hecho llegar a sus manos aquellos cinco panes y dos peces, enseñándonos con ese gesto que es indispensable expresar siempre nuestro reconocimiento por todo lo que recibimos de Dios.
He aquí una lección fundamental para la armonía de la vida en familia y condición para que nunca falte el alimento: dar gracias a Dios en cada comida. La oración en tal circunstancia nos coloca en una posición de desprendimiento con relación a los esfuerzos empleados para obtener la subsistencia, recordándonos nuestra entera dependencia del Señor.
No es difícil imaginar el contento de los que, sentados en la hierba, fueron objeto del desvelo de Nuestro Señor. Con la ayuda de sus discípulos (cf. Mt 14, 19), Él mismo se puso a servir, entregándoles a los comensales «todo lo que quisieron». Por lo tanto, la cantidad de panes y de peces superaba incluso las necesidades del apetito del momento, siendo plausible pensar que muchos se llevaran a sus casas más de lo que comieron allí.
Vale la pena considerar que Jesús podría multiplicar frutas, carne o huevos, pero prefirió pan y pescado por ser alimentos simbólicos. El primero, porque ya apuntaba a la Eucaristía; el segundo, por representar el apostolado de la Iglesia, conforme Él se lo había prometido a los Apóstoles: «os haré pescadores de hombres» (Mc 1, 17).
El Redentor no quiere que nadie se pierda
12 Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se pierda». 13 Los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido.
Lejos de indicar un simple principio de limpieza, buena educación o preservación ambiental, esa orden del divino Redentor obedecía a razones mucho más elevadas.
Una de ellas, enseña Santo Tomás,3 consistía en proporcionarles a los discípulos una demostración de la realidad del milagro y por eso sobraron exactamente doce canastos, para que cada apóstol se viera obligado a llevar uno. Otro motivo era manifestarle su empeño por quienes no son «resto», sino sus semejantes, es decir, cada uno de nosotros. Nuestro Señor quiere salvar a todos los hombres, si bien únicamente logra reunir en torno suyo a los que no ponen obstáculos a su acción.
San Juan sólo menciona «los pedazos de los cinco panes», omitiendo los peces. Varios autores coinciden en que, aunque la Eucaristía no haya sido instituida allí, el evangelista quiso señalar el cuidado y veneración debidos a los fragmentos de hostias consagradas, en los cuales Jesús está presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad incluso cuando ha terminado la Celebración, y que por eso no pueden ser descartados.
Ellos reconocieron al Profeta…
14 La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: «Este es verdaderamente el Profeta que va a venir al mundo».
En aquella época, un profeta sólo gozaba de credibilidad ante el pueblo si atestiguara la veracidad de sus palabras realizando un milagro. Por eso San Juan emplea la palabra «signo», mostrando que en ese prodigio el Señor les ofrecía a aquellos judíos una garantía: «Yo multipliqué los panes y los peces para que creáis en mí».
Deslumbrada con el alimento distribuido por Jesús —¡los panes más deliciosos de la Historia!—, la muchedumbre reconoció en Él al Mesías, el Salvador esperado, y se puso a aclamarlo.
Quien viera a aquellas personas tan entusiasmadas juzgaría que, a partir de entonces, todos acatarían las enseñanzas de Jesús y comenzarían a actuar en consecuencia. No fue, sin embargo, lo que ocurrió.
…pero no quisieron entregarse a Él
15 Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña Él solo.
Jesucristo es Rey y, en cierto sentido, el pueblo no se equivocó en su intento de proclamarlo como tal. Por consiguiente, lo que llevó a Nuestro Señor a escabullirse no fue, como algunos suponen, una humildad mal concebida por la cual se debe rechazar cualquier honra o alabanza merecidas, sino el espíritu de aquellos judíos. Anhelaban elevar al Redentor al trono y establecer con Él relaciones distantes, como las existentes entre un monarca y sus súbditos, sin comprometerse a amarlo ni obedecerlo en todo. Como soberano, promulgaría unas cuantas leyes, crearía impuestos y gobernaría Israel, pero no interferiría directamente en la vida de nadie.
Si la multitud, por el contrario, hubiera exclamado: «¡Este es verdaderamente nuestro Dios y Creador, nuestro Señor! ¡Entreguémonos por entero a Él!», Jesús no se habría apartado de allí.
Aquellos miles de hombres, mujeres y niños quedaron marcados para el resto de sus vidas por ese milagro del divino Maestro. Probablemente algunos lo rechazaron hasta el punto de alzar la voz, cuando Él se encontraba ante el pretorio de Pilato, para gritar: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» (Jn 19, 6). No obstante, después de verlo clavado en el santo leño quizá descendieran del Calvario golpeándose el pecho y llorando, recordando aquel signo que con tanta claridad les había mostrado la voluntad de Dios y que habían rechazado.
III – La solución para todos nuestros problemas
En el Evangelio de hoy contemplamos a Nuestro Señor Jesucristo como fuente de la verdadera armonía entre los hombres, del buen trato, del empeño de hacer bien a los demás. Él se desdobla en cariño por todos y cada uno de nosotros y nos invita a imitarlo, a preocuparnos por nuestros hermanos, así como Él se preocupa por nosotros.
Debemos ser predicadores de la verdad, sin perder nunca una sola oportunidad de llevar a la gente a que aprovechen el tesoro que el Señor ha traído a la tierra: la gracia. Bajo los influjos de ésta la humanidad alcanzó en el pasado sutil perfección; hoy, en medio de un terrible desierto espiritual, nos corresponde a nosotros trabajar para que ella regrese a la casa paterna, la Santa Iglesia, que jamás deja de multiplicar los panes y los peces necesarios para la subsistencia de las almas de sus hijos.
La solución para todos los problemas sociales, políticos, económicos, morales e incluso epidémicos está en volver a la vida cristiana, a la vida de los sacramentos, a la vida de piedad, a la vida en que Nuestro Señor Jesucristo sea nuestra vida. Entonces, sí, ¡todo será resuelto!
Recordemos que Dios entregó su omnipotencia en las manos de la Santísima Virgen, dándonos la alegría de poder contar con una intervención materna en nuestro favor. Si estamos con Ella, no nos faltará nada, ni pan, ni pescado; sobre todo, nunca nos faltará Jesús. ◊
Notas
1 XVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. Oración colecta. In: MISAL ROMANO. 2.ª ed. Madrid: Libros Litúrgicos, 2017, p. 398.
2 Cf. SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L. XIX, c. 13, n.º 1.
3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Ioannem, c. VI, lect. 1.
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