Los fundamentos del reino de Israel, comienzo de la dinastía terrena de Nuestro Señor Jesucristo, fueron consolidados por la oblación generosa de un heredero y el desprendimiento admirativo de un rey.

 

El nacimiento de una nueva institución arroja luz sobre su porvenir, pues en la fuerza germinadora de toda obra se esconde un vaticinio con respecto a su desarrollo o su estancamiento en el futuro. Todo depende del primer impulso. Por otra parte, cuando dos varones providenciales están vinculados en ese florecimiento, la unión entre ellos condicionará decisivamente el rumbo a seguir.

Es lo que sucedió con el pueblo elegido cuando la realeza nació en Israel. Convenía que el Mesías también fuera rey según una ancestralidad humana y, por esa razón, el comienzo de la monarquía israelita debería comportar todo el esplendor profético de su posteridad, la cual culminaría en la sagrada familia del Salvador.

Saúl, el rey que los hombres quisieron

Si existió alguna conspiración que buscó interferir en los planes y tiempos divinos cuando, a través de los ancianos del pueblo, el profeta Samuel fue depuesto de su cargo de juez y se le exigió un rey en su lugar, dando comienzo a la monarquía israelita (cf. I Sm 8, 4-6), no se sabe.

De todos modos, Saúl, escogido como primera piedra de la institución que, llegada la plenitud del tiempo, sería el palacio temporal del Mesías, fue desobediente al profeta e infiel a su llamamiento. Por eso el Señor lo rechazó (cf. 1 Sam 15) y le ordenó a Samuel que ungiera un nuevo elegido (cf. 1 Sam 16, 12-13), hombre según el corazón de Dios (cf. 1 Sam 13, 14).

¿Cómo habría sido la historia de la dinastía mesiánica si Saúl no hubiera prevaricado? ¿Estaba realmente llamado a iniciarla? ¿O quizá su reinado sería de transición y tan sólo prepararía las condiciones favorables para el surgimiento de la dinastía del Salvador? Tampoco se sabe.

Abandonado por el espíritu del Señor (cf. 1 Sam 16, 14), el rey depuesto empezó a ser atormentado por otro espíritu; pero esta vez, deprimente. No obstante, Dios, que lo hería, no tardó en darle también el remedio. Razones providenciales llevaron a David, el nuevo ungido, a servir a la casa real. Y solamente el rasgueo del joven en la cítara era capaz de apaciguar al perturbado monarca (cf. 1 Sam 16, 21-23).

David y Jonatán – Catedral de Saint Giles, Edimburgo

De ese modo, la Divina Providencia le dejaba a Saúl una puerta abierta para reconciliarse con Ella: la unión con David, el rey querido por Dios.

La sumisión debería relucir junto con la realeza

Nada iba a impedir el segundo y definitivo comienzo de la monarquía israelita. El nuevo ungido, sin embargo, aún necesitaba ser aceptado y reconocido como señor del pueblo elegido. Entonces es cuando surge la figura de Jonatán, el primogénito de Saúl y heredero natural del trono. Enseguida vislumbró el designio que gravitaba sobre David y se rebajó para elevarlo e introducirlo en el reino que, antes de su unción, le correspondería en herencia.

Para entender mejor su misión, es necesario considerar que, en la cruz gloriosa del Redentor, la realeza terrena de Él sería reconocida e inmortalizada en esta inscripción: «Iesus Nazarenus Rex Iudæorum» (Jn 19, 19). Reducido a reo, inferior incluso que un esclavo, en aquella ocasión el Mesías confirmaría para siempre su propia majestad y el lábaro sagrado de la cruz uniría definitivamente la realeza a la sumisión más profunda.

De esa manera, en el nacimiento del linaje monárquico de Nuestro Señor Jesucristo convenía que el carácter regio del «Príncipe de los reyes de la tierra» (Ap 1, 5) fuera prefigurado junto con la profunda humildad de aquel que, siendo «de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2, 6-7).

Por tal motivo, mientras los israelitas se alegraban con la figura de un monarca que los regía, la Providencia ansiaba la aparición de un siervo fiel, pues sin él la dinastía mesiánica no podría ser verdaderamente fundada. Y a Jonatán le cupo ser ese vasallo. De este modo, la corriente de la sumisión leal y caballeresca, símbolo del espíritu de unión entre los hombres según el nuevo precepto del amor (cf. Jn 13, 34-35), reluciría junto con la corona de David.

Un pacto caballeresco sella el nacimiento de la dinastía del Redentor

Jonatán entrega su manto a David – Abadía de Bath (Inglaterra).

La victoria de David sobre Goliat dejó a todos, desde Saúl hasta el último soldado de Israel, entre una mezcla de estupor y asombro (cf. 1 Sam 17, 38-58). A todos, sí; excepto al noble Jonatán. Éste se había quedado más extasiado que sorprendido. Y la actitud que tomó, concluido el combate contra el gigante, denota una seguridad singular: «Cuando David acabó de hablar con Saúl, el ánimo de Jonatán quedó unido al de David […] Jonatán hizo un pacto con David, a quien amaba como a sí mismo. Se despojó del manto que llevaba y se lo dio a David, lo mismo que sus vestiduras y hasta su espada, su arco y su cinturón» (1 Sam 18, 1.3-4).

Bellísimo ceremonial de transferencia de una predilección, todo hecho de admiración y reconocimiento. El nuevo ungido es honrado y revestido por el heredero anterior, que da muestras de su amor, sacrificado y sin pretensiones, por la entrega de su persona, simbolizada en aquellos objetos. En efecto, entre los orientales la personalidad también abarcaba los vestidos y el ofrecimiento de éstos a otro significaba la donación de sí mismo.1

Posteriormente, los dos renovarían y consolidarían su alianza, incluyendo en ella a sus descendencias (cf. 1 Sam 20, 14-17; 23, 18). Estas palabras del noble Jonatán evidencian la índole sobrenatural de la promesa: «En cuanto al asunto que hemos tratado, el Señor estará para siempre entre los dos» (1 Sam 20, 23).

Dios recibía de la actitud de Jonatán un acto heroico de modestia, abnegación y generosidad. Así, el árbol monárquico del pueblo elegido germinaba a partir de una relación similar a la angélica y extendía sus raíces en el terreno de la amistad auténtica, cuyas características son la reciprocidad de amor y mutua benevolencia.2

Noble Jonatán, heraldo de la caridad

Cabe señalar que, en ese momento, sería imposible imaginar el futuro que les aguardaba a ambos. En David, la grandeza regia del mayor monarca de Israel se escondía en las apariencias de un simple campesino. A su vez, los honores, pompas y riquezas propios al primogénito del rey envolvían a Jonatán, heredero de un legado del cual jamás tomaría posesión. Así pues, uno puede preguntarse: ¿por qué el pretendiente del reino firmó una alianza con un humilde pastor de ovejas? ¿Y por qué amarlo «con toda su alma» (1 Sam 20, 17)?

Sin duda, en la gesta de David contra el gigante filisteo fue donde Jonatán vislumbró el profético llamamiento del nuevo ungido y de su descendencia. De hecho, la grandeza de la vocación del hijo de Jesé se debía más a lo que ella preconizaba, es decir, el Mesías y su Familia sagrada, que la magnificencia que su reinado comportaría.

En la pujanza de la mocedad, toda ella prometedora de las glorias reservadas al primogénito del rey, Jonatán siente que su posición es inapropiada. Blindando su alma contra la codicia y la ambición, reconoce prontamente en aquel joven pastor a su verdadero señor, y en el humilde campesino, su futuro monarca. De este modo, el reinado de David y de su descendencia reciben de Jonatán la primera aceptación y homenaje.

El rey David – Iglesia de San José,
Ohio (EE. UU.)

En el fondo, en David, Jonatán amó al Salvador; y en la caridad de Jonatán, David experimentó el amor de Jesús. En el pacto establecido con el hijo de Jesé y su descendencia, el heredero de Saúl firmó una alianza con la Sagrada Familia, y en la ininterrumpida oblación de sí mismo en beneficio del nuevo ungido, por quien arriesgó su vida (cf. 1 Sm 20, 24-34), lo amó como Nuestro Señor Jesucristo enseñaría a amar al prójimo.

Por lo tanto, cerca de mil años antes de la era cristiana, el noble Jonatán practicó el precepto evangélico a la perfección, convirtiéndose también en prefigura del Mesías. Mientras que David lo era por la realeza, Jonatán lo era por la caridad.

Piedra de escándalo que desveló el interior de muchos corazones

Después de estas consideraciones, merece la pena preguntarse, con San Ambrosio: ¿quién no habría amado a David, viéndole así tan querido por sus amigos? 3 Sin embargo, ¡hubo quien lo odiaría!

La envidia que otrora pervirtió a Caín, el fratricida (cf. Gén 4, 8), renació en Saúl, que no escatimó esfuerzos para matar a David. El odio contra el hijo de Jesé hizo manifiestos todos los execrables vicios que llevaba en su interior y, a partir del momento en que lo persiguió abiertamente (cf. 1 Sam 18, 10), de monarca depuesto por Samuel (cf. 1 Sam 15, 10-29) se convirtió en usurpador del trono de Israel.

¡Insensato! Al luchar contra el nuevo ungido, combatía contra Dios. En consecuencia, para que su ruina se volviera irreversible y completa sólo era cuestión de tiempo.

A pesar de la hostilidad férrea de Saúl, el hijo de Jesé mantuvo inalterable respeto y veneración por su predecesor, en atención a la simbología de la realeza otorgada antaño por la unión de Samuel. Saúl no había ultrajado tanto su dignidad de ungido como para impedir la cándida admiración de David.

Por otra parte, Jonatán quiso cooperar con la gracia y servir al designio providencial: «No temas», le decía a David, «no te alcanzará la mano de mi padre Saúl. Tú reinarás sobre Israel y yo seré tu segundo. Hasta mi padre lo entiende así» (1 Sam 23, 17). El desvelo y la veneración de Jonatán por el nuevo ungido, a quien desde el principio sirvió con extremos de lealtad y abnegación, fueron los verdaderos cimientos del reino de David y su trono sólido durante las persecuciones promovidas por Saúl.

Jonatán – Abadía de Bath (Inglaterra)

Así, David fue una auténtica piedra de escándalo que desveló el interior de muchos corazones. Unos lo odiarían, otros lo amarían; nadie permanecería indiferente ante él.

La culminación de la alianza con David y su posteridad

Una sagrada penumbra nubla el postrero —quizá supremo— episodio de la vida de Jonatán. La Sagrada Escritura es parsimoniosa al narrar su muerte (cf. 1 Sam 31, 1-2). ¿Cómo fue el desenlace de la existencia terrena de aquel cuya conducta consistiría en un profético toque de clarín de la caridad cristiana?

La inmolación es la mayor prueba de amor: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Y Jonatán no podría haber omitido esa suprema entrega.

Talis vita, finis ita. De acuerdo con su noble existencia es lícito creer que, sobre lo alto de los montes de Gelboé, haya culminado la alianza establecida con David y su descendencia mediante el derramamiento de su sangre, porque «donde hay testamento tiene que darse la muerte del testador; pues el testamento entra en vigor cuando se produce la defunción» (Heb 9, 16-17).

La áurea secuencia de actos de generosidad practicados por él exigía que sus días concluyeran con este broche de oro: la extinción de su vida en holocausto por su regio par. De este modo, la oblación de Jonatán se hizo presente en la consolidación de la realeza mesiánica, y la unión de almas entre él y David pasó a ser eterna.

David lloró amargamente la muerte de su noble amigo, dedicándole a él y a Saúl una de las más bellas elegías del Antiguo Testamento.4 En este himno, el rey profeta maldice el monte sobre el cual había sido deshonrado el escudo de los héroes (cf. 2 Sam 1, 21), pero —que nos perdone— habría que exclamar más bien: «¡Benditos montes de Gelboé, Jonatán fue asesinado en tu cumbre!». En efecto, el altiplano donde se consumó el sacrificio de Jonatán se convirtió en evocadora figura de otra colina, en la cual expiaría la divina Víctima, cuya muerte iniciaría el Nuevo y Eterno Testamento.

Por fin nacía la dinastía terrena del Redentor, teniendo como base la relación de mutua caridad de David y Jonatán, fruto de una alianza tan eminente que hubo quien viera en ella una prefigura del pacto de amor y paz firmado entre Cristo y la Iglesia.5 

 

En la foto destacada: David y Jonatán – Catedral de Saint Giles, Edimburgo. Al fundo, el monte Gelboé (Tierra Santa)

 

Notas

1 Cf. ARNALDICH, OFM, Luis. Biblia comentada. Libros históricos del Antiguo Testamento. Madrid: BAC, 1961, v. II, p. 251.
2 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 23, a. 1.
3 Cf. SAN AMBROSIO. Los deberes de los ministros, 2, 7, 36. In: FRANKE, John R. (Ed.). La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia. Antiguo Testamento. Madrid: Ciudad Nueva, 2009, v. IV, p. 386.
4 Cf. ARNALDICH, op. cit., p. 288.
5 SAN BEDA. Comentarios a los Libros de Samuel, 3, 18. In: FRANKE, op. cit., p. 369.

 

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