Cuando todo parecía acabar, todo comienza…

Su semblante y sus gestos revelaban la mansedumbre del alma pura, la paz de espíritu y la alegría del deber cumplido. Resplandecía en ella la altanería sin pretensiones de quien se ha inmolado por entero y sólo tiene delante la muerte y la eternidad.

Veintiuno de abril de 1968. En su casa, Lucilia Ribeiro dos Santos Corrêa de Oliveira se encontraba en su lecho de dolor. La asistía un amigo de su hijo Plinio, el joven doctor Luis Moreira Duncan, pues en aquel momento su médico particular, el conocido Dr. Abrahán Brickman, no se encontraba en casa.

Alrededor de las diez de la mañana, el enfermero del Dr. Plinio —que por entonces convalecía de una penosa enfermedad contraída en diciembre de 1967— se dirigió al Dr. Duncan, que estaba leyendo el periódico en el salón, para comunicarle que Dña. Lucilia se sentía peor. Un tanto sorprendido, pues a las ocho y veinte le había puesto una inyección y nada presagiaba un agravamiento súbito de su estado, el médico dejó la lectura del periódico y se dirigió inmediatamente al cuarto.

Una gran y lenta señal de la cruz

Acostada, sin el apoyo de almohadas, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, los ojos cerrados, tranquila, sólo movía los labios: ciertamente, rezaba.

Al tomarle el pulso y comprobar cuán lenta y débilmente latía, el médico se dio cuenta de la proximidad de los últimos momentos. Entonces le pidió al enfermero que avisara enseguida al Dr. Plinio.

Entretanto, Dña. Lucilia, que no había dejado de mover los labios —sintiendo en su corazón que había llegado la hora de la solemne despedida de esta vida— retiró con decisión la mano que el médico le sujetaba y, con un gesto delicado pero firme, sin manifestar esfuerzo ni dificultad, hizo una gran y lenta señal de la cruz. Después apoyó sobre el pecho sus manos blanquísimas, una sobre otra, y expiró serenamente, en la víspera del día en que cumpliría 92 años…

Más tarde, alguien comentaría con mucho tino: «Salió con majestad de una vida que supo llevar con honor».

Muerte suave

Desde que el médico se acercó a su cama, ya no había abierto los ojos. Y al fallecer no tuvo estremecimientos, ni expresó ningún signo de dolor.

Beati mortui qui in Domino moriuntur —«¡Bienaventurados los muertos, los que mueren en el Señor!» (Ap 14, 13).

Después de una gran y lenta señal de la cruz, apoyó sobre el pecho sus manos y expiró serenamente. «Salió con majestad de una vida que supo llevar con honor»
Cama en la que murió Dña. Lucilia

Conservó en sus últimos instantes la misma serenidad con la que, durante su vida, había arrostrado todo tipo de dolor —sin sorpresa ni inconformidad. En aquellos postreros momentos reveló la firme resolución de un alma verdaderamente católica: ante el sufrimiento, inseparable de la vida, cumplió con fidelidad el deber de aceptarlo con ánimo, dulzura y paz, bendiciendo a los Corazones de Jesús y de María para así unirse a ellos por completo.

Al final de su existencia, la gran señal de la cruz sugiere al espíritu la sentencia: Talis vita, finis ita —«Como fue la vida, así será la muerte».

Convivencia que se prolongó a la luz de la fe

A pesar del intenso dolor, el Dr. Plinio terminó aquel día con gran serenidad.

En efecto, a primera hora de la tarde, al llegar a su cuarto para prepararse para los funerales, se sintió envuelto por una paz y una quietud indescriptibles, que seguían a la desolación causada por la muerte de su inolvidable madre y a la idea de una inexorable separación.

Ya no brillaba la luz del mediodía en aquel hogar, en donde Dña. Lucilia había vivido en la dignidad de su vida privada; sin embargo, una amena y discreta penumbra jamás se retiraría de allí.

Al volver del cementerio, recostado en el sofá de su despacho, el Dr. Plinio tuvo la singular impresión de que su extremosa madre estaba junto a él, sentada en su mecedora, lista para comenzar la habitual «charlita» nocturna… De modo imponderable, ella continuaba vivificando el hogar

Se prolongaba así, a la luz de la fe y más allá del umbral de la muerte, la convivencia entre madre e hijo.

A las puertas de la eternidad, una preparación ejemplar

Protegida por la Providencia, Dña. Lucilia había recibido la extremaunción el día antes, pues su hijo, preocupado con su estado de salud, le había pedido a un sacerdote amigo suyo la caridad de administrarle este postrer sacramento.

Hacia las cinco de la tarde, dicho sacerdote, trayendo los santos óleos, entró con el Dr. Plinio en el aposento de la enferma y le explicó, sumaria y claramente, que iba a administrarle la extremaunción.

Durante la ceremonia, cada vez que el oficiante hacía una señal de la cruz, ella se persignaba con grandes y solemnes gestos. Recostada sobre varias almohadas y con los ojos muy abiertos, recibió con total lucidez el sacramento que la prepararía para la muerte.

La profunda compenetración con la que lo siguió todo impresionó a los presentes. El propio sacerdote, conversando con el Dr. Plinio, comentó el hecho, sintiéndose edificado por la forma en que había recibido la extremaunción.

El postrer día de una larga existencia

Esa inolvidable escena se desarrolló en un clima de serenidad, impregnado de una especie de luminosidad sobrenatural

Desde hacía tiempo, Dña. Lucilia sufría de dificultades respiratorias, causadas por problemas cardíacos. En esta angustiante situación, era admirable observar con qué tranquilidad «gestionaba», si se puede decir así, la pequeña cantidad de oxígeno que conseguía inspirar. En ningún momento tuvo un estertor, ni siquiera un estremecimiento. Poco a poco, iba acostumbrando el organismo a las cantidades de aire cada vez menores que penetraba en sus pulmones. Se preparaba para morir en paz, sin pronunciar una sola palabra que denotase miedo o queja por los tormentos que suelen asaltar a los moribundos.

Trataba a todo el mundo con afabilidad y solicitud, procurando responder a todo lo que le preguntaban, aunque la falta de aire tan sólo le permitía pronunciar frases muy cortas. Aun así, en este estado, se desvivió para consolar a una persona afligida que se encontraba junto a su lecho.

El último día de vida rezó, como siempre, todas sus oraciones diarias, en dirección a las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y de María. Su semblante y sus gestos revelaban la mansedumbre del alma pura, la paz de espíritu y la alegría del deber cumplido, propias de quien ya ha hecho todos los sacrificios. Resplandecía en ella la altanería sin pretensiones de quien se ha inmolado por entero y, teniendo delante sólo la muerte y la eternidad, exclama con San Pablo: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (2 Tim 4, 7). Su alma estaba preparada para recibir en el Cielo la «corona de la justicia»

Extraído, con adaptaciones, de:
Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 39-47.

 

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