Cuando me distraigo, ¿mi oración pierde su valor?

Según afirma Santo Tomás de Aquino (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 1-2), la oración consiste en la elevación de nuestra mente a Dios, inflamada por la devoción y el fervor de la caridad. No rezamos a Dios para manifestarle algo desconocido a su infinita sabiduría ni para que altere los designios de su providencia divina, sino para que nos convenzamos de la necesidad de recurrir a su auxilio y de pedirle todo lo que Él, desde toda la eternidad, ha dispuesto concedernos por el mérito de nuestras plegarias.

En el curso de nuestras oraciones, parecería ilícita cualquier distracción, incluso cuando nos esforzamos en extremo. ¿Podemos elevar a Dios súplicas, provechosamente, mientras nuestros pensamientos divagan lejos de su divina majestad? La solución de Santo Tomás a esta dificultad resulta tan sorprendente como consoladora: «Nadie está obligado a lo imposible. Pero es imposible mantener la mente atenta en algo durante mucho tiempo sin dejarse llevar de repente por otra cosa. Luego no es necesario que la oración vaya siempre acompañada de la atención» (Comentario a las Sentencias. L. iv, d. 15, q. 4, a. 2, qc. 4).

Examinemos las palabras del Doctor Angélico. La atención es necesaria para que nuestra oración tenga más valor y alimente nuestra alma. No podemos, de propósito, dejar que nuestro pensamiento divague, so pena de perder los frutos de nuestras oraciones, pues las distracciones voluntarias alejan nuestra mente de Dios. Sin embargo, las distracciones involuntarias no le restan a la oración su mérito. La mente humana, debido a la flaqueza de su naturaleza debilitada por el pecado original, no logra permanecer siempre en las alturas, ya que el peso de esa flaqueza arrastra al alma hacia lo más bajo (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 13, ad 2).

En otras palabras, si nos distraemos por debilidad y no por negligencia, nuestra oración seguirá siendo agradable a Dios. El fervor interior debe ser la causa de nuestras plegarias. Oramos para honrar y reverenciar a Dios, entregándole sumisamente nuestra alma y reconociendo, mediante súplicas, nuestra total dependencia de Él, fuente y causa de todos los bienes (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 3; a. 14). De este deseo, nacido del amor a Dios, dependen los méritos y la fuerza de las peticiones, a pesar de nuestras distracciones involuntarias: «Si esta primera intención falta, [la oración] ni es meritoria ni impetratoria: “pues Dios no escucha la oración que se hace sin intención”, como dice San Gregorio» (Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 13).

¿Qué conclusión debemos sacar de las enseñanzas de Santo Tomás? Cuando recemos, tratemos de rezar bien, para obtener mayor provecho. Hagamos todo lo posible para que nuestra oración sea agradable a Dios. Acabemos con todas las distracciones voluntarias y luchemos al máximo contra las involuntarias. No recemos por mera obligación, como quien intenta librarse de una tarea tediosa, sino por amor, con fervor, con la intención de elevar el corazón al Cielo y unirnos cada vez más al Padre. Sobre todo, no caigamos en el sofisma de decir: «Mejor no rezar, porque no rezo bien…». Con razón el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira afirmaba que tenía ganas de escribir un opúsculo que se llamara El valor de la oración mal hecha, porque es cierto que el Altísimo no desprecia nuestras buenas disposiciones cuando nos dirigimos a Él, aunque no sean perfectas. ◊

 

2 COMENTARIOS

  1. Toda esta sabiduría divina, debe ser entregada y publicada para salvar muchas almas de los asedios del demonio que pone en nuestras mentes este sofisma, y si no hay suficiente formación espiritual, nos alejamos de Dios, dejando de orar. Gracias le doy a Dios por mostrarme estas lecturas, porque si bien es cierto que me he preguntado muchas veces, servirá mi oración cuando me distraigo, luego pienso, es lo que quiere el otroser, y sigo orando, pero ahora con esta lectura tengo más fuerza y más seguridad que sea como sea mi oración con o sin distracción Dios me escucha, Dios me ama.

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