Tras la caída original, la humanidad quedó sumergida en las tinieblas de la iniquidad. Una llama, no obstante, restaba en los corazones sinceros y rectos: la esperanza de la liberación de las garras del demonio. Esta fiel expectativa está bien simbolizada en los pastores de Belén, los cuales, como centinelas de Dios, hacían guardia durante la sagrada vigilia de la Navidad.
En efecto, luego de un extenuante día de trabajo, debían vigilar madrugada adentro con confianza, para impedir cualquier asalto de ladrones o de lobos. Muy atentos a la observación de los astros, percibieron, sin embargo, que el cielo cintilaba aquella noche de forma inédita. Enseguida se les apareció un luminoso ángel, para comunicarles la llegada de la mismísima Luz de los hombres (cf. Jn 1, 14): «He aquí que os anuncio al Salvador, al Mesías, el Señor, que acaba de nacer en la ciudad de David» (cf. Lc 2, 10-11). Y a él se le unió una multitud del ejército celestial.
Después que los ángeles —pastores del Cielo— cantaron el más retumbante Gloria jamás escuchado, los pastores de la tierra marcharon apresuradamente, exclamando: «Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado» (Lc 2, 15).
¿Habrían abandonado entonces su rebaño? No, porque guardaban no sólo animales, sino también, en su corazón, aquellas célebres palabras del salmo: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (22, 1). Por tanto, confiaban en que Dios cuidaría de sus ovejas.
Cuando llegaron al establo, se admiraron con la grandeza del divino Infante y se volvieron como «ovejas» suyas, pues entrevieron que en el pesebre se encontraba el Pastor por antonomasia, el Buen Pastor, que los conocía desde toda la eternidad y, habiéndose encarnado, se disponía a inmolar su propia vida por ellos (cf. Jn 10, 14-15).
Cristo, por su parte, cuando llama a las ovejas hacia sí, las envía a la lucha, es decir, en medio de los lobos (cf. Mt 10, 16), porque nada habrán de temer cuando están unidas enteramente a Él. Así, al intuir que el Mesías prometido era también Cordero, y henchidos por la fuerza que emanaba del contacto con el Niño Pastor, salieron prontamente por todas partes glorificando y alabando a Dios (cf. Lc 2, 20), ¡cual pastores de almas! Se convirtieron en auténticos heraldos del Evangelio y «todos los que los oían se admiraban» (Lc 2, 18).
Pues bien, en una época tan tenebrosa como la nuestra, cuando los lobos atacan el redil por todos los flancos y los mercenarios se disfrazan de pastores, también nosotros somos invitados a correr confiados al encuentro del Buen Pastor, seguros de que Él nos acogerá con cariño en su divino regazo y nos protegerá contra las embestidas del enemigo.
Como los pastores de Belén, estamos invitados, además, a perseverar en la confianza hasta el día en que el Señor separará las cabras de sus ovejas y se formará un solo rebaño, bajo el mando de un solo Pastor. Entonces ya no habrá más noche, porque la Luz de Cristo refulgirá por los siglos de los siglos (cf. Ap 22, 5). ◊
Tras la lectura del editorial «Corramos con los pastores, al encuentro del Pastor», ha venido a mi mente la superficialidad con la cual muchos viven las fiestas de Navidad, sin reparar en la venida del Niño Dios. Tomemos Su mano y pidámosle arranque nuestros demonios interiores, concediéndonos la gracia de nuestra verdadera conversión. Aprovechemos la Navidad como un verdadero reinicio en nuestras vidas. Si bien es una época cargada de luz y ternura, que las luces de la Navidad no nos hagan olvidar que el Niño Divino nace para el combate. ¡Niño Jesús haznos valerosos y combativos y no permitas que nos unamos a rebaños que no sean el tuyo!