«En la madrugada del 19 al 20 [de enero] — escribe Alfonso de Ratisbona— me desperté sobresaltado: veo fija delante de mí una gran cruz negra de una forma particular y sin Cristo. Hice un esfuerzo por ahuyentar esta imagen, pero no podía evitarla, y siempre la tenía enfrente, adondequiera que me girase. No podría decir cuánto tiempo duró esta lucha. Me volví a dormir; y cuando me levanté al día siguiente, ya no pensaba en ello. […]
»Si alguien me hubiera dicho aquella misma mañana: “Te has levantado judío y te acostarás cristiano”; si alguno me lo hubiese dicho, lo habría tenido por el más loco de los hombres.
»Me dirigí a una cafetería de la plaza de España para hojear la prensa. […] Al salir, me encuentro con Théodore de Bussières, que detiene su carruaje y me invita a subir para dar un paseo; hacía un tiempo maravilloso y acepté con gusto. Pero me pidió permiso para parar unos minutos en la iglesia de Sant’Andrea delle Fratte, que estaba cerca. […] Me propuso que le esperara en el coche, aunque yo preferí ir a ver esa iglesia. […]
»Era pequeña y pobre, y estaba desierta; creo que estuve allí poco más o menos solo. Ninguna obra de arte llamaba mi atención; miraba maquinalmente a mi alrededor sin reparar en pensamiento alguno; únicamente me acuerdo de un perro negro saltando y brincando frente a mí. Mas luego desapareció ese perro, la iglesia entera desapareció, y ya no veía nada… o más bien, ¡oh, Dios mío!, ¡vi una sola cosa!
»¿Cómo explicarlo? La palabra humana no debe pretender expresar lo que es inexpresable. Toda descripción, por sublime que fuere, no sería más que una profanación de la inefable verdad. Allí estaba yo postrado, bañado en lágrimas, con el corazón acelerado, cuando el Sr. De Bussières me hizo volver en mí. No podía responder a sus precipitadas preguntas. […] Sentía en mí un no sé qué tan solemne y sacrosanto que me hizo pedir un sacerdote. […]
»Lo que tengo que contar no puedo decirlo sino de rodillas. […] Estando en la iglesia, de repente, me sobrecogió una turbación inexplicable. Levanté los ojos: todo el edificio había desaparecido a mi vista; una sola capilla concentraba, por así decirlo, toda la luz, y en medio de este resplandor, de pie sobre el altar, apareció, grande, brillante, llena de majestad y de dulzura, la Virgen María, tal cual está en mi medalla [la milagrosa]; una fuerza irresistible me impelió hacia Ella. La Virgen me hizo señas con la mano para que me arrodillara; parecía decirme: “¡Está bien!”. No me habló, pero yo lo comprendí todo».
BUSSIÈRES, Théodore de.
«Conversion de M. Marie-Alphonse Ratisbonne».
Paris: Sagnier et Bray, 1844, pp. 28-29; 147-154.