La literatura de nuestros días, encadenada a la sensualidad, está en franca crisis de temas. Esta crisis es, de hecho, el problema más serio con el que tienen que luchar todos los literatos de hoy en día.
El cine, la novela, los folletines, la poesía, todo finalmente es arrasado por una tremenda crisis temática.
Las tramas giran eternamente en torno a aventuras amorosas. Ahora bien, los aspectos amorosos de la vida, por mucho que los modernicemos, sólo pueden dar lugar a cuatro combinaciones: ora son dos personas casadas que abandonan sus respectivos hogares para constituir juntas un tercero, sobre los escombros de la felicidad de sus primeros cónyuges; ora es una persona casada que se enamora de una soltera, culminando la pasión en una ruptura de los lazos conyugales; ora la ruptura no se produce, pues muere oportunamente el embarazoso cónyuge, de suerte que el viudo o la viuda puede, en cuanto se cierra el ataúd del difunto, arrojarse de brazos abiertos en su amante y ser felices para siempre; ora son dos solteros que se tributan mutuamente un amor combatido de manera bárbara por un suegro implacable.
Estos casos comportan obviamente algunas variantes. O bien el crimen corta el nudo gordiano de una vida superflua, que amenazaba con durar demasiado; o bien el adulterio brutal pone fin a una situación incómoda; o bien el cónyuge superfluo se suicida discretamente para dejarle el sitio a su sucesor más feliz.
Es evidente, sin embargo, que estas combinaciones también son limitadas y se agotan al cabo de un tiempo. De tal modo que quien se entrega asiduamente a la lectura de novelas durante cinco años acaba conociendo todo el stock amoroso de nuestras librerías. Y con un poco de perspicacia logrará saber, nada más leer las primeras páginas, cuál será el desenlace de la historia, que dependerá éste de las inclinaciones del autor, y de los sentimientos y posición que les atribuya a los personajes de su narrativa.
Un autor que consiga romper ese círculo vicioso, para adentrarse en un nuevo terreno, será por supuesto un Cristóbal Colón del espíritu, que le abre a la inteligencia continentes nuevos, mundos inexplorados.
Es lo que sucede con Huysmans, uno de los más extraños y admirables escritores del siglo pasado.1
Su mérito fue el de haber sabido elaborar las más espantosas tramas literarias que se puedan imaginar, abstrayéndose totalmente de complicaciones amorosas.
Crisis intelectual que lo condujo al misticismo acatólico
J.-K. Huysmans, literato naturalista, residente en París, se encontró a cierta altura de su vida sumergido en una tremenda crisis intelectual. Suficientemente lúcido para abominar su siglo, pero desprovisto de cualquier apoyo sentimental en alguna amistad sólida o afecto familiar profundo, Huysmans, al mismo tiempo que se aislaba cada vez más de la convivencia con los demás, creaba dentro de sí mismo un vacío tremendo.
Habiendo abandonado a todos sus amigos, destruido todas sus viejas ilusiones, perdido a todos sus parientes, vivía aislado en París en una pequeña habitación, donde pasaba días interminables en compañía de un gato, maldiciendo indefinidamente al siglo XIX.
Entonces fue cuando conoció a un seudomédico, Des Hermies, hidalgo, déclassé,2 que frecuentaba círculos espiritistas, de magos, astrólogos, etc., en los basfonds3 cancerosos que existen en París.
Al principio, lo sedujo en su amigo el cuño original y misterioso de su vida. Esta seducción se acentuaba a medida que iba relacionándose con las personas más allegadas a Des Hermies, todas ellas atacadas por un misticismo acatólico y enfermizo, que exhalaba los miasmas de la más absoluta putrefacción espiritual.
Impulsado por sus inclinaciones de diletante, Huysmans no se inmutó a la vista de tal ambiente.
Saludable reacción ante los horrores de una misa negra
En esa ocasión, bajo condiciones misteriosas, le llegó una invitación para asistir a una misa negra, celebrada en honor del demonio por un sacerdote privado de las órdenes sagradas.
Excitada fuertemente su curiosidad, acepta la invitación y es conducido a un lugar extraño, en el que se amontonan mujeres y hombres cargados con el peso de todos los vicios y de todas las bajezas. Sobre el altar, un Cristo riendo en un rictus innoble, ultrajante. Suena una campana, entra el sacerdote. Empieza la misa, entre contorsiones de los presentes. Cuando llega el momento de la consagración, el sacerdote pronuncia las palabras sacramentales, bañado en sudor, la voz tomada de odio, la mirada cargada de extraños efluvios diabólicos. Distribuye la sagrada Eucaristía a los presentes, que la profanan abominablemente. Carcajadas satánicas, blasfemias tremendas, insultos implacables, nada se le ahorra al cuerpo adorable del Señor.
Manifestaciones evidentemente diabólicas irrumpen por todas partes. Es el triunfo de Satanás, glorificado por los asistentes en un delirio de abyección y de infamia.
Asqueado, herido en los pocos sentimientos que aún le quedaban, Huysmans se escabulle por la puerta y sale despavorido.
A partir de entonces una gran preocupación asaltó su inteligencia y terminó por llevarlo sumiso a los pies de la Iglesia. Había visto al demonio, había visto al espíritu de las tinieblas urdiendo contra la sagrada Eucaristía las más tremendas infamias.
Ahora bien, reflexionaba él, si el demonio, de cuya existencia ya no puedo dudar, odia la hostia consagrada por los sacerdotes católicos, es porque realmente ella es el Cuerpo de Cristo. Por lo tanto, la Iglesia Católica es verdadera.
De ahí una conversión dolorosa, penosa, que se arrastra a través de innumerables luchas, de combates sin fin, librados contra la carne rebelde a los mandatos de la voluntad, y el espíritu rebelde a las exigencias de la fe.
Éxtasis ante las bellezas de la liturgia y los templos católicos
Cuando entra en una iglesia, se extasía ante las bellezas de la liturgia católica. Su alma se eleva a los pies de Dios al son del órgano, al desarrollo grave y acompasado de la música sacra. Pocas almas, como la suya, sintieron las bellezas del canto llano. […]
Al visitar asiduamente las iglesias de París, a todas las sorprendía en sus momentos de más intensa sentimentalidad.
Ora es Notre Dame de París, reteniendo en sus ojivas seculares unos restos de claridad filtrada a través de los vitrales, mientras desaparece en el cielo, lentamente, tristemente, un sol crepuscular. Ora es una iglesia de clase obrera, en la que observa detenidamente a unas mujeres paupérrimas, a unos mendigos, a unos obreros exhaustos, a unos miserables de los arrabales de París, que vienen todos ellos a dirigirle a Dios, después de una jornada de intensa labor, plegarias interminables, mientras, desde el interior del sagrario, el Señor invisible los consuela, repitiendo mudamente el Sermón de la montaña: «Bienaventurados los que lloran, los que sufren, los que tienen sed de justicia…».
No obstante, Huysmans aún no se atrevió a acercarse a los sacramentos. Recae en el pecado con tal facilidad que ni siquiera osa aproximarse del tremendo tribunal de la Penitencia. […]
Destellos de sobrenaturalidad en la vida de la Iglesia
Los acontecimientos lo acercan a un sacerdote francés inteligente y virtuoso, y Huysmans empieza a frecuentar las ceremonias religiosas católicas, que despiertan en él impresiones indelebles que nos legó en páginas magistrales.
Sus descripciones de la tristeza tenebrosa del De profundis, de las imprecaciones ardientes del Miserere, de la alegría exultante del Magníficat, son páginas literarias que glorifican el idioma en que fueron escritas.
Por cierto, constituye la obra de Huysmans una aplicación interesantísima del naturalismo a asuntos religiosos, aspecto éste que la llena de originalidad.
Desde el punto de vista estrictamente religioso, interesaba principalmente el género nuevo de apologética que Huysmans trató de instituir.
No le preocupan los argumentos filosóficos, las disputas científicas, en que los silogismos se debaten pro o contra la fe. Ya lo decía el poeta francés que, à force de raisonner, on perd la raison.4
Hace de la Iglesia una descripción material objetiva, a través de la cual pretende poner de relieve, con inimitable habilidad, los destellos de sobrenaturalidad que se desprenden de la liturgia magnífica, enriquecida por un simbolismo conmovedor, del canto llano estupendo, en sus imprecaciones vehementes, en el tumulto de sus contriciones, en la explosión de sus irrupciones de confianza en la Providencia divina, en el lagrimear armonioso de sus oficios de difuntos.
Le impresionan sobremanera las órdenes religiosas, en las cuales ve, con razón, la cristalización del espíritu evangélico.
Le fascinan las penitencias de las carmelitas, las austeridades implacables de las benedictinas y de las sacramentinas, los rigores de las reglas monásticas en general.
Entre todas, sin embargo, una orden llama su atención, por la estupenda belleza de sus principios constitutivos: la de los trapenses.
Entonces, decide, impulsado por los consejos de su amigo sacerdote, hacer un retiro de unos días en una Trapa lejana.
Nos adentramos, pues, en la parte más interesante de su libro.
Belleza moral de las órdenes contemplativas
Cabe decir que, como los antiguos cristianos, que prohibían a los paganos la asistencia a los misterios sagrados, sentimos el deseo de vetar la lectura de lo que sigue a espíritus incrédulos, que tendrán probablemente, para con la incomparable belleza moral de la vida trapense, la sonrisa estulta o el calambur sin sentido con el que un hotentote comenta la complicación —para él inútil— de un mecanismo moderno, cuyo funcionamiento está por encima de su comprensión.
Según el dogma de la comunión de los santos, cuya aceptación impone la Iglesia a todos los fieles, los sufrimientos de un alma pueden ser aplicados en expiación de los pecados de otra. Satisfecha, así, la justicia divina, puede la misericordia incitar al pecador a la conversión.
De ahí la importancia de las órdenes religiosas que, en la contemplación de Dios y en la penitencia incesante, encierran (deberíamos decir sepultan) a las criaturas, durante toda una vida, en humildísimos conventos, para expiar así las ignominias del mundo pecador, y que participan, por tanto, de toda la elevación moral del santo sacrificio del Calvario.
Es cierto que los sibaritas, tan frecuentes en el siglo XX, turbados en sus gozos por la visión de tanta abnegación y tanto sufrimiento, pretenderán calificar de salvajismo inhumano tal proceder.
Es cierto que para algunas personas, para quienes el oro es el único ideal de la vida, y que consideran al hombre exclusivamente según lo que produce, el trapense es un inútil, pues su actividad «no da fruto».
Sus apreciaciones profanan tales asuntos. Mejor sería que permanecieran callados sobre temas ajenos a su comprensión.
Prueba de que la Iglesia no perdió la savia que alimentaba a los mártires
Éstas fueron las consideraciones que ocuparon a Huysmans durante su viaje de París a la Trapa.
Su impresión, cuando se acostumbró a la vida del convento, fue la de un verdadero deslumbramiento.
Monjes plácidos y austeros, invariablemente vestidos de blanco, se dedicaban, dentro de una reclusión perpetua, a trabajos manuales, y especialmente a la oración y la penitencia, que les consumían la vida. Por cama, una tabla. La alimentación, de un rigor extremo, era exactamente lo necesario para impedir que los monjes enfermaran gravemente, víctimas del hambre. Por todas partes, el silencio. Sólo una voz hablaba: la de la contrición y de la reparación, expresadas a través de todas las actitudes y de todas las acciones.
Las Trapas constituyen la más magistral respuesta a los que afirman que la Iglesia perdió la savia que alimentaba a los mártires de los primeros siglos del cristianismo. Si es cierto que se necesita un heroísmo sobrehumano para que alguien pueda someterse a los tormentos del Coliseo, también es cierto que la agonía de una vida entera, deslizada lentamente entre los cilicios y las mortificaciones, constituye un tormento que a todos supera, por el rigor y por la prueba que imponen a la perseverancia.
Reintegración en el catolicismo
Una noche, Huysmans, inquieto, no conseguía dormir. Se levantó entonces y se dirigió a la capilla, que suponía estaría desierta. Al entrar, distinguió vagamente, a través de la penumbra que se filtraba por la claraboya de una cúpula, las blancas figuras de los trapenses, que les robaban a sus pocas horas de sueño el tiempo necesario para alimentar su espíritu en la oración.
Algunos, curvados por la humildad, se prostraban en el suelo. Otros, como llamas de velas que se dirigen a lo alto, erguían el busto en una actitud de imprecación ardiente, de súplica vehemente, que sólo la pluma de Huysmans consigue describir. Otros, en fin, abatidos por la enormidad de los pecados del mundo, que deberían expiar, en una actitud de profunda contrición gemían un miserere.
Lentamente, la mañana penetra a través de la claraboya. Las formas blancas agudizan su contorno, aún bañadas en la claridad suave de la aurora. Raya finalmente el sol. Todos los trapenses se dirigen a sus bancos. Toca la campana e irrumpe radiante la Salve Regina.
La observación de tales escenas caló hondamente en el ánimo de Huysmans, que, por fin, resuelto a confesar sus pecados, se prostra a los pies de un trapense, a quien, en profunda contrición, confía todos sus delitos contra Dios y contra los hombres. Al día siguiente, comulga. Hecha así su integración en el catolicismo, se retira de la Trapa con recuerdos imperecederos. ◊
Extraído, de:
O Legionário.São Paulo. Año VI.
N.º 93 (31 ene, 1932), p. 1;
N.º 94 (21 feb, 1932), p. 2.
Notas
1 Habiendo sido escrito este artículo en 1932, el Dr. Plinio se refiere al siglo XIX.
2 Del francés: desclasado, venido a menos.
3 Del francés: escoria, submundo de la sociedad.
4 Del francés: a fuerza de razonar, uno pierde la razón.
“ La cultura está en crisis, hoy día “, afirmaba con rotundidad el Dr Plinio, exponiendo con claridad los desvíos de la sociedad de aquellos años ; pero este eterno enamorado y fiel defensor de la Santa Iglesia Catolica, recetaba el mejor antídoto contra estos males : “ Volver a La Iglesia”… , porque en ella está la Gracia , abundante y que , como buen elixir , está esperando desparramarse sobre el hombre perdido que vaga en el vacío espantoso de la infelicidad
Y nos narra como ejemplo la conversión del gran escritor naturista Huysmans, que en su desesperacion , por hechos acaecidos en su vida, termina recalando en la Iglesia, y es a partir de ahí donde la Gracia empieza a actuar y en un proceso lento donde la razón y los sentimientos caminar a la par en busca de la Verdad, Huysmans va descubriendo y analizando la belleza de la liturgia, los cantos, la arquitectura, las órdenes religiosas, el sacrificio y martirio ….. hasta llegar el día que, rendido, cae humilde a los pies de un sacerdote de La Trapa para confesar sus pecados